Vida y obra de Horacio Quiroga

Alguien que dice “yo”

Quiroga entra ahora en un período de gran fecundidad. En los años que corren de 1920 a 1926 publica en revistas muchos de sus mejores cuentos; inicia una nueva faz de su narrativa con una serie de 27 artículos, “De la vida de nuestros animales”, que hasta la fecha no han sido sistemáticamente recogidos en volumen; reúne en tres tomos buena parte de su última producción literaria; es traducido al francés y al inglés; en España, la importante editora Calpe incluye, en una colección de autores contemporáneos muy calificados, una antología bastante representativa de sus relatos con el título de La gallina degollada (1925). Para celebrar públicamente esa consagración múltiple, su editor argentino, Samuel Glusberg, organiza en 1926 un gran homenaje al publicarse Los desterrados, su libro más personal y maduro. En la vida diplomática hay pequeños triunfos que culminan en su participación en una embajada uruguaya al Brasil. La vida privada también le ofrece la satisfacción de verse buscado y rodeado de jóvenes escritores y admiradoras. Es la apoteosis.

Este resumen muestra, sin embargo, solo una de las caras de la moneda. La misma fuerza que lo ha llevado a la fama a través de veinticinco años de lucha, genera también un agotamiento interior cuyos primeros signos empiezan ya a advertirse. Al mismo tiempo, su obra empieza a ser resistida por una nueva generación que no comprende su arte y venera otras formas inéditas. Todavía no se marca a fondo la oposición, pero el olfato muy sutil de Quiroga registra ya tempranas resistencias. Mientras su obra es traducida y comentada en varios idiomas, mientras escritores hispanoamericanos tan importantes como José Eustasio Rivera lo empiezan a reconocer como maestro, mientras se multiplican las ediciones, en castellano, Quiroga empieza a sentir que es soslayado en el Río de la Plata. Es un proceso fatal y tal vez inevitable. Pero no es posible comprender el verdadero sentido de su vida y su creación en el momento mismo del triunfo si no se examinan bien ambas caras de esta moneda de gloria.

La publicación de Anaconda en 1921 abre el período. Es uno de sus libros más populares. El cuento que le da título no solo sirvió para bautizar la comunidad literaria que se congregaba en torno suyo, sino que fue, también, un paradigma de sus relatos de la selva virgen misionera. En la primera edición el libro contiene 19 relatos; ya en la segunda se han suprimido nueve, casi la mitad, “para darle mayor unidad al volumen” según aclara. El motivo más profundo es, sin duda, el de nivelar la calidad artística. Desde este punto de vista, la segunda edición ofrece una imagen mejor balanceada.

Siempre son las narraciones de su contorno misionero las que realmente importan. Ante todo, “Anaconda”. Es una suerte de cuento de la selva para niños, pero mucho más elaborado. Su anécdota se centra en la guerra que dan las víboras de la región a los hombres del Instituto de Seroterapia Ofídica. Hay en el tema claras reminiscencias de “La guerra de los yacarés” o de “El paso del Yabebirí”. Pero el formato es ahora mayor. Dentro de la obra en general breve y condensada de Quiroga, representa una suerte de ensayo épico. Sus mejores momentos no están en las escenas más violentas, sino en la descripción de algunas escaramuzas previas, en el enfrentamiento inicial de las víboras con el hombre. El ataque combinado de la yarará nativa y la cobra asiática dentro del laboratorio, o la oscura y sangrienta lucha en el galpón, son sus puntos más altos. El cuento está estropeado, sin embargo, por la lentitud de su planteo, por el exceso de explicaciones y hasta por ciertos toques algo rígidos de humor en el diálogo. La caracterización de los animales es, por otra parte, inferior a la de “La insolación” o “Los cazadores de ratas”. Aun así es un cuento importante.

Muchos de los relatos de este nuevo volumen tienen indudable valor autobiográfico. En otro nivel se encuentran otros dos cuentos de esta colección. Uno de ellos, “Miss Dorothy Phillips, mi esposa”, refleja la obsesión de Quiroga por el cine y sobre todo por la imagen de las estrellas en la pantalla.

Es una fascinación casi hipnótica que produce la mirada de unos ojos femeninos proyectada sobre la pantalla blanca de modo que esa mirada penetra más profundamente que ninguna real en los centros afectivos. Quiroga está hechizado por esos ojos. El erotismo en buena parte pasivo del narrador misionero encuentra en esa hipnosis el punto más alto de la ensoñación. Si Bécquer podía cantar el efecto de una mirada (Te vi un punto), Quiroga ahora rapsodiza en prosa sobre la fatalidad de unos ojos. Todo el cine es onírico y las leyes que rigen la vida del espectador cinematográfico son las del sueño. De ahí que al margen de las cursilerías que se permite la superficie del cuento, en lo más hondo Quiroga consigue expresar como pocos esa honda sensualidad de la imagen cinematográfica, el erotismo desatado de unos enormes ojos que devoran, de unos labios que se ofrecen tantalizadoramente, de una figura femenina a la vez cercana y remota. En otros cuentos (sobre todo en Más allá) insistirá sobre otros aspectos de esta fascinación y se perderá en delirios más o menos sádicos. Aquí, en “Mis Dorothy Phillips, mi esposa”, conserva aún cierto equilibrio.

El otro cuento que merece destacarse es “En la noche”. Aquí una débil mujer lucha durante horas contra las correderas del Paraná para llevar a su marido, picado por una raya, hasta un médico que pueda curarle. Todo se concentra en la descripción implacable del esfuerzo, en la tensión de los músculos, en la fuerza monstruosa del agua, en el tiempo que parece detenido y que, sin embargo, corre pesadamente. La hazaña de la mujer resulta así complementada por la experiencia viva del narrador. Cuando Quiroga la muestra remando, poseída, para avanzar solo unos pocos centímetros, el lector siente que toda la tensión creadora del narrador está remando con ella; la identificación entre el autor y el personaje produce una suerte de alucinación que alcanza también al lector. Pocos creadores han tenido ese poder demoníaco de Quiroga, capaz de tocar y conmover casi físicamente los centros afectivos.

Por esa época aparece en la vida de Quiroga un joven llamado Samuel Glusberg. Tiene unos veinte años menos y está poseído del espíritu de empresa. Había comprado y devorado los Cuentos de amor de locura y de muerte. Había recogido anécdotas sobre Quiroga: lo sabía “orgulloso, inabordable, extraño”. Aunque Glusberg era (y sigue siendo hasta hoy) muy tímido, el deseo de obtener alguna colaboración para una revista juvenil que estaba a punto de editar, lo decidió a abordar al inabordable. Se armó de valor y acompañado de otro muchacho, José Feder, llegó hasta la redacción de Caras y Caretas. “Quiroga se hallaba sentado a una mesa escritorio en la oficina de don Luis Pardo, de grata memoria siempre [escribirá Glusberg casi veinte años más tarde]. Nos llamó la atención de entrada la dulzura de sus ojos claros en acierto contraste con su barba negra y sus facciones bien duras cuando no las aflojaba en sonrisa cabal. Pronto olvidamos en su presencia cuánto habíamos oído acerca de su carácter y le expusimos con toda naturalidad el propósito de nuestra visita.” Contra lo que temían, Quiroga no solo resulto abordable, sino que entregó la colaboración prometida (una versión retocada de “Los perseguidos’) y se convirtió en amigo y maestro. En el recuerdo de Glusberg, Quiroga se dibuja como un hombre sencillo y generoso, que lo ayuda a colocar sus propios cuentos, que escribe cartas para elogiar a Benito Lynch por Los caranchos de la Florida (1916), solo movido por un impulso de camaradería hacia un escritor que admira y al que no conoce personalmente, que acoge con verdadera amistad a quienes se le acercan con amistad.

Este primer contacto establecido exclusivamente por motivos literarios habrá de culminar en una amistad larga y compleja. A partir de 1918 y hasta 1935, año en que Glusberg se va definitivamente a Chile, el escritor maduro y el joven formarán una unión que supera el trazado convencional de maestro y discípulo. Para Glusberg, Quiroga fue verdadera y cabalmente una figura paterna. Un relato suyo que titula precisamente “Horacio Quiroga, mi padre’’, revela humorísticamente esta actitud profunda. En la superficie se trata solo de una anécdota. Viéndolo pasar con Quiroga (todo enfundado en su barba negra, con su evidente perfil semítico), algunos amigos de Glusberg juraban y perjuraban que aquél debía ser judío e incluso llegaban a suponer que era su padre. Lo que el cuento no necesita decir es que en la realidad profunda de una elección simbólica Quiroga era realmente el padre.

Para Quiroga, Glusberg se convierte en una suerte de trujamán. Es algo más que un secretario que se encarga de ordenar sus ediciones, de seleccionar sus cuentos, de vigilar la corrección de pruebas con infinito cuidado, de difundir su obra por un mecanismo en que entra más la intuición artística que el sólido sentido comercial. Lo más importante es que se convierte en la conciencia estilística de Quiroga, siempre alerta para incitarlo a depurar sus anteriores libros o a castigar minuciosamente cada día de un relato publicado en revistas antes de entregarlo a la forma más perdurable del libro. A él se deben sin duda las segundas o terceras ediciones de libros que Quiroga había publicado con un criterio algo caótico y que a partir de su amistad con Glusberg empiezan a adelgazarse y a ganar en coherencia estética.

Las visitas de Quiroga al Uruguay se hacen más frecuentes. En las cartas a sus amigos sáltenos hay constancias de viajes esbozados y de otros realmente cumplidos, pedidos de alojamiento, planes y proyectos. Hay una visita de noviembre de 1920 que aprovecha el verano para llevar a los chicos a bañarse en el mar en vez de pasar las vacaciones en Misiones ; hay otra en diciembre de 1921, esta vez acompañado no solo de los hijos, sino de algunos amigos del grupo “Anaconda”; en mayo de 1922 se anuncia otra visita en la que se habla explícitamente de la compañía de Alfonsina Storni; en setiembre de 1922 es designado secretario de la Embajada al Brasil, que presidía su amigo el doctor Asdrúbal E. Delgado. Hay un regusto infantil en estas actividades diplomáticas y oficiales en las que ahora se complace Quiroga; un fondo intacto de humor y fantasía que también suele asomar ocasionalmente en sus cuentos debajo de la máscara trágica. Sus viejos amigos aceptaban este humor y se plegaban con docilidad a sus caprichos. De ese modo liberaba Quiroga sueños de poder y gloria que la gris vida bonaerense (escribiendo encerrado la maldita fórmula B) no le permitía expresar.

Ya en 1924 Samuel Glusberg se ha convertido en su editor exclusivo. La flamante empresa Babel —sigla de Biblioteca Argentina de Buenas Ediciones Literarias, aunque (como opina Borges) más alusiva a la famosa torre que a otra cosa— edita ese año un nuevo volumen de Quiroga, El desierto. El nuevo título contiene once narraciones de muy distinta índole. Una división en tres partes (tal vez sugerida por el mismo Glusberg) contribuye a señalar con toda precisión la diferencia de naturaleza y hasta de técnica entre los relatos de cada grupo. La primera parte está compuesta por el cuento que da título al volumen (uno de los más intensos y logrados de Quiroga) y otro cuento misionero, “Un peón”. El desierto reconstruye en breves escenas la vida cotidiana de este viudo y sus dos hijos. El cuadro idílico resulta destruido por la enfermedad del padre y se cumple la horrible amenaza implícita al principio. Aquí es donde la sensibilidad generalmente contenida y hasta soterrada de Quiroga llega a su punto máximo: “Las criaturas salieron sin tocar la puerta entreabierta, y fueron a detenerse en su cuarto, ante la llovizna del patio. No se movían de allí. Solo la mujercita, con una vislumbre de la extensión de lo que acababa de pasar, hacía a ratos pucheros con el brazo en la cara, mientras el nene rascaba distraído el contramarco, sin comprender, Ni uno ni otro se atrevían a hacer el menor ruido. Pero tampoco les llegaba el menor ruido del cuarto vecino, donde desde hacía tres horas su padre, vestido y calzado bajo el impermeable, yacía muerto a la luz del farol.”

Tanto “Un peón” como “El desierto” constituyen lo más perdurable del volumen y por sí solos lo justifican. Los otros relatos no están a la misma altura. En la segunda sección se recogen cuatro que tienen de común el ser cuentos de amor.

La tercera sección de El desierto contiene unos apólogos, en su mayoría fallidos. El último, “Juan Darién” (abril de 1920), es el más ambicioso. Glusberg lo considera magnífico aunque creo que lo es solo de intención. Está afeado por la sensiblería y por un trasparente masoquismo en los detalles de la historia.

El mismo año en que se publica El desierto, Samuel Glusberg visita a Quiroga en San Ignacio. El narrador había vuelto por una larga temporada y desde allí escribió al amigo y editor: “Venga a ver florecer los lapachos y a olvidarse durante algunas semanas que existen los periódicos”. De todos los amigos que anunciaron entonces la visita, el único que cumplió fue Glusberg, que compuso, además, una extensa crónica, admirablemente ilustrada, sobre su estadía. Se publicó en Caras y Caretas (octubre de 1926). Las ilustraciones, más aún que el texto de Espinoza (Samuel Glusberg), contribuyen a difundir entre el gran público la imagen de un Quiroga hirsuto y selvático que había empezado a divulgarse a partir de El salvaje (1920). Pero ahora se generaliza y coagula en torno de su alejamiento y supuesta inaccesibilidad esa imagen de un hombre civilizado que desprecia la civilización, que se entierra en la selva en estrecha comunión con interminables víboras y luminosos yacarés, que allí sueña y escribe sus relatos de violencia, de terror, de muerte. A esa imagen contribuye parcialmente la misma apariencia física de Quiroga. A pesar de ser menudo y compacto, en las fotografías resultaba con la barba negra, las cejas mefistofélicas, los ojos brillantes, el tono altivo y hasta remoto de sus poses, un ser inquietante. En las caricaturas de la época y en testimonios literarios queda registro de esta impresión general. Es la leyenda que inevitablemente genera todo creador.

Pocos conocen o adivinan entonces su celosa intimidad. Se ha mudado a la calle Agüero, casi esquina Santa Pe, a un departamento del que ha quedado una descripción minuciosa de Enrique Amorim. Por aquellos años, Amorim (del Salto como Quiroga, pero veintidós años menor) hace sus estudios en Buenos Aires. Como tantos compatriotas de la patria chica, llega hasta Quiroga y encuentra en el inaccesible escritor un amigo que lo protege, que vigila la colocación de sus primeros trabajos literarios (los inevitables poemas) y que hasta le cede el departamento amueblado cuando decide irse a San Ignacio por una larga temporada. Como había sucedido antes con el salteño José María Delgado, como ocurrió con Samuel Glusberg y ocurrirá con Julio E. Payró, Quiroga empieza ya a ser padre de sus nuevos y jóvenes amigos. En más de un sentido, Amorim será uno de sus hijos de mayor significación literaria. Como narrador, crea parte de su obra en una línea que deriva de la de Quiroga, aunque sin imitarla servilmente.

“Horacio Quiroga —escribe Amorim en un artículo retrospectivo— supo que yo había terminado mis estudios de bachillerato y que dictaba una clase de literatura en el Colegio Internacional de Olivos. Nos veíamos siempre, a distancia, en la Wagneriana de la calle Paraná. Si mi memoria no me falla, oíamos a Risler en el ciclo Beethoven. A la salida, con la violencia que lo caracterizó, unida a un segundo plano de rara ternura despótica, me dijo:

—¿Por qué no se queda en mi casa? Yo me voy por un año o dos o más, a Misiones. Se la alquilo.

Pero a usted solo, ¿eh?”

Amorim aceptó la oferta y pasó a vivir una temporada allí. En su recuerdo, el cuarto más misterioso del departamento era la biblioteca:

“Recuerdo una colección de las obras de Kipling, su verdadera y auténtica pasión. Solía repetir en viva voz algunos aciertos del narrador anglosajón, al que leía en español. Quiroga no tenía muchos libros. Su biblioteca era caprichosa. Tendría que hacer un esfuerzo para recordar títulos. En los lomos, apenas iniciales, campeaban autores traducidos. Como las encuadernaciones las hacía él mismo, por lo general no tenían título visible. Había que abrir el ejemplar para darse cuenta de qué libro se trataba. Las cubiertas que gustaban eran de arpillera, cuando no de cuero o piel de víbora. De manera que meter las manos en la biblioteca de Horacio Quiroga, era algo muy entretenido. […] Una noche, revolviendo su biblioteca, entre dos libros encontré un documento que me estremeció: un testamento. Un testamento destinado a sus hijos que constituía la pieza literaria más dramática que se pueda imaginar. Contaba a Eglé y a Darío las tentativas de suicidio de la madre, hasta la lograda finalmente en Misiones. Las explicaciones que daba de cómo se habían desarrollado los acontecimientos, estaban enriquecidas por diálogos, preguntas y respuestas, ordenadas en forma literaria, vale decir, como en sus propios relatos. Un extraño pudo mandar a componer ese texto, considerándolo una de las tantas narraciones dramáticas en primera persona.” A pesar de que el testimonio de Amorim es indudable, nada se sabe de la supervivencia de ese documento.

El regreso de Quiroga a Misiones está marcado por una aventura pasional que demuestra hasta qué punto el hombre maduro y ya curtido sigue conservando intacto el espíritu de su adolescencia. Vuelve a encontrarse con una muchacha, Ana María Palacio, a la que había conocido niña en 1915. Como tantas protagonistas de sus cuentos, Ana María había quedado precozmente fascinada por aquel hombre extraño. Había asistido a la horrible agonía de su mujer y conservaba un recuerdo muy vivido de la reacción de Quiroga. Cuando se vuelven a encontrar en 1925, ella es ya adolescente, él está avanzado en la cuarentena. Es el coup de foudre. La familia de la muchacha (una vez más) se opone terminantemente. Son venezolanos y muy católicos, tienen una actitud de buenos burgueses hacia los desplantes populistas de Quiroga, les espanta la diferencia de edad (unos treinta años) y hacen todo lo posible para impedir la relación. Quiroga se encrespa, inventa medios románticos y hasta absurdos para comunicarse con la secuestrada, se expone a la cólera de los hermanos, padece exquisitas torturas. Hasta que una vez más (se repite la historia de 1898) es burlado por los familiares que se llevan a la muchacha de San Ignacio. El cuarentón se ha portado como el adolescente salteño que sigue siendo.

A pesar de la fama y del éxito de sus libros, Quiroga sigue viviendo pobremente. A su regreso de San Ignacio se escapa del centro de Buenos Aires y alquila una vieja quinta en los suburbios, en Vicente López. “La finca era tal como la había soñado [cuentan sus biógrafos]: paraje recogido, habitaciones amplias y altas, rodeadas por todos lados de terreno libre, con generosos ventanales por donde entraban, junto con el sol, verdes de ramajes y perfumes de jardines. Para que no faltara nada, en uso de los ángulos del predio se alzaba un galpón a propósito para ubicar su taller.” Otra descripción agrega algunos valiosos detalles: “una casa vieja, de aspecto vetusto pero no desprovisto de encanto, con galería al frente, alrededor de un jardín abandonado e invadido por la maleza, cerco de alambre tejido, en el cual prosperaba la madreselva, y portoncito de hierro. Un aromo de enorme copa sombreaba al atardecer la parte delantera del jardín y la galería.”

Allí se instala Quiroga hacia 1926, con sus hijos, un avestruz, un coatí y un ciervo. En su escritorio (la mejor de las habitaciones) están los muebles construidos por él mismo: “una mesa tosca de patas corpulentas y cubierta por una carpeta de arpillera a bordes deshilachados. […] Sobre ella […] resmas de papel y un lápiz de mina gruesa.” Quiroga dibujaba, hacía modelos que luego convertía en cacharros de aspecto primitivo, diseños que se parecían mucho a los de los indígenas precolombinos. También trabajaba el cuero, la piel de las víboras, las caparazones de las tortugas. Volvía a ser el salvaje. Con la piel de las anacondas encuadernaba libros, las convertía en tapices para las paredes, en alfombras. Con el cuero hacía ropas para los hijos y para él. Aún hoy, Esther Haedo de Amorim recuerda con cierto cómico horror un enorme saco que llevaba con todo orgullo Eglé y que reflejaba las concepciones del padre. A la orilla de la gran ciudad rioplatense, Quiroga había conseguido recrear parcialmente su habitat misionero. Volvía a ser Robinson.

En 1925 compró un Ford de los llamados de bigote, con el acelerador en el volante. Ya era viejo el auto cuando llegó a sus manos y toda la ternura que le dedicó durante años, el cuidado para que produjese un zumbido perfecto, las horas gastadas en escudriñar sus misterios, fueron vanos. Hay alguna opinión ajena sobre los riesgos que implicaba aceptar una invitación de Quiroga para pasear en el Ford. En su libro El hermano Quiroga, Ezequiel Martínez Estrada ha dejado alguna instantánea deliciosa. A pesar de su fantasiosa manera de manejar tuvo Quiroga pocos accidentes, aunque uno fue lo bastante serio para dejarle una herida infecciosa y hacerle soñar con visiones de tétanos. El resultado fue menos irreparable, pero dejó su huella. Tuvo un accidente hacia 1928: la “voiturette” embistió a otro vehículo en la Avenida Alvear. “Maltrecho en la cama del hospital [cuenta Martínez Estrada], se complacía en falsear la verdad de los hechos, pues todo el mundo sabía, sin haberlo visto, cómo ocurrió el accidente. Explicó la maniobra rapidísima que él realizara, la torpeza del volante que le arrojó el coche encima, y censuró a la policía porque dejaba manejar en el centro a individuos irresponsables. Mientras relataba el suceso, que iba perfeccionando poco a poco, nos miraba suspicaz, sospechando que no le creíamos. Comentaba:

”—Suerte que andaba solo; di dos vueltas en el aire, desalojado del pescante, y nada más.

”Lo internaron magullado y con dos metacarpos rotos. Todavía era de buen tono visitarlo y llevar al café algún chascarrillo a expensas de su triste y equívoca popularidad, y otros enfermos internados solían llegarse a su salita para saludarlo y conversar cuando no tenía otras visitas. Siempre me pareció que Quiroga amaba ‘sus hospitales’, como Verlaine, y no por motivos muy distintos.”

Una imagen similar es la que evocó para mí, una tarde de agosto de 1949, Julio E. Payró. Había conocido a Quiroga hacia 1923. Entonces Payró era un muchacho y vivía con sus padres en una casa vecina de la de doña María Quiroga de Forteza. Las familias eran muy amigas y por eso los hijos se criaron juntos. “Éramos [me dijo Payró] como de la misma familia; los Forteza eran mi otra familia, y Quiroga era ‘el hermano de doña María’. Había sido criado como un señorito, mimado por la madre y por la hermana.” En esos primeros contactos con el tío Horacio fueron superficiales. Pero unos años más tarde, hacia 1927, él y Quiroga se hicieron verdaderos amigos. El muchacho se había casado, había viajado a Europa donde murió su mujer y volvía desgarrado a Buenos Aires. Se encontró con Quiroga en casa de María, se pusieron a hablar y se entendieron. Payró lo invitó a comer en casa de sus padres. Aceptó, lo que era una novedad, porque nunca lo hacía. A pesar de que Quiroga admiraba la obra de Roberto J. Payró y lo conocía de verlo en reuniones literarias, no tenía con él un trato personal. Ahora se acerca a través del hijo. El vínculo es la viudez del muchacho, sin duda alguna, el estar Payró pasando por lo que ya había pasado Quiroga. La amistad se habrá de consolidar y motivará, más adelante, algunas de las más conmovedoras cartas de Quiroga.

Hay otros testimonios coincidentes que muestran un Quiroga tierno y alegre, afecto a confraternizar en abundantes ágapes (el grupo “Anaconda” es el mejor mentís a la supuesta hurañía), su afición a las tertulias de la Wagneriana, las frecuentes visitas a estudios de pintores (en uno de ellos intima con Centurión, que hará su retrato) y su curiosidad inagotable por reconocer y homenajear a escritores del pasado (como Andersen, como Heine) o a figuras vivas de la literatura rioplatense, como Payró. Tampoco era indiferente a los nuevos valores. Fue de los primeros en descubrir el talento de Ricardo Güiraldes. La publicación de Don Segundo Sombra (1926), el éxito desmesurado de este libro, la súbita formación de una capilla literaria en la que participaron por igual un mediocre nacionalismo y el esnobismo de las nuevas generaciones, habrían de alejar a Güiraldes de Quiroga. Pero no conviene olvidar que antes de estos excesos, Quiroga ya había reconocido la calidad narrativa de Güiraldes y había elegido uno de sus cuentos para una colección que él dirigía.

Esta época, la más superficialmente brillante de la vida de Quiroga, se cierra en 1926 con la publicación de Los desterrados. El nuevo volumen se subtitula “Tipos de ambiente” y está dividido en dos partes que tratan primero el ambiente, luego los tipos. La primera contiene un solo cuento largo, “El regreso de Anaconda” (febrero de 1925); en la segunda hay siete cuentos de mediana extensión. Ambas partes corresponden a una concepción muy distinta del relato. La primera vuelve a mostrar ese mundo, entre fabuloso y real, que ya había anticipado en los Cuentos de la selva y en el cuento que da título a Anaconda. Ahora vuelve a utilizar a la legendaria serpiente (que deriva tanto de la observación real como de Kipling) para presentar en términos épicos una gigantesca inundación del Paraná. Así como en la Ilíada el poeta convierte las aguas derramadas del Escamandro en un combate entre el colérico dios del río y el héroe Aquiles, ahora Quiroga personifica en las hazañas de la gigantesca serpiente el desborde de la naturaleza. El cuento se inscribe en la misma línea épica de “La guerra de los yacarés”. Pero el arte de Quiroga tiene ahora un matiz muy acentuadamente humorístico. Adelanta su lección en forma más compleja que antes. No deja, sin embargo, de subrayarla: del caos, de la desordenada fecundidad de la muerte, puede nacer la vida. Pero lo que sobre todo impresiona ahora en el cuentista es su capacidad de moverse en las varias dimensiones del relato. No es un cuento perfecto, pero apunta al gran novelista de la selva que Quiroga tal vez habría podido llegar a ser.

De muy distinta naturaleza retórica son los siete cuentos restantes. Ante todo porque aquí la fantasía esta disciplinada por una voluntad de observación concreta. Están extraídos, casi directamente, de la larga experiencia vital en San Ignacio. En ellos, Quiroga se limita a poetizar apenas la entraña dramática, acortar los lentos procesos vitales, sugerir de un solo golpe los cambios, precipitar los desenlaces. Por eso mismo, son cuentos cuya entraña parece abismal. No solo el ambiente o la coetaneidad temporal ligan a esos siete cuentos. Quiroga vuelve a utilizar como vínculo un procedimiento narrativo que ya había empleado Balzac para su Comédie humaine y que mucho más tarde usarían tantos novelistas: el mismo elenco de personajes en distintas narraciones independientes, cuidando eso sí de variar la importancia de los papeles. Utilizando, pues, los mismos personajes, Quiroga logra algo más que una yuxtaposición de las mismas figuras sobre el mismo paisaje: consigue efectos de perspectiva,  ahonda en los destinos que muestra, enlaza tiempos y momentos. En una palabra: echa mano a recursos de novelistas. Hasta cierto punto, Los desterrados es una suerte de novela de personajes.

Hay otro elemento que contribuye a dar unidad al libro: es la presencia reiterada del narrador como testigo en muchos de los sucesos que cuenta.

Sería posible alegar que este personaje que habla en primera persona no es forzosamente el narrador. Es bien conocido el recurso de introducir un testigo o espectador imaginario para que sea necesario llegar ahora a una identificación total entre el yo de esos relatos y el autor. Hasta podría señalarse que en uno de los cuentos más obviamente autobiográficos “El techo de incienso”, Quiroga llama Orgaz a un personaje que es él mismo, en tanto que se reserva para ese imaginario testigo el yo del relato: “Con los nuevos años transcurridos desde entonces, yo ignoro qué había en aquel momento en las páginas de su registro civil”, dice en el último párrafo del cuento. Pero este mismo desdoblamiento ocasional no invalida la observación. Tanto el personaje que dice yo, como el que se llama Orgaz son máscaras del narrador. Pero lo que me interesa subrayar ahora es que al introducir repetidamente en estos cuentos a alguien que dice yo (un testigo que relata), Quiroga ha creado voluntariamente una continuidad explícita del punto de vista narrativo. Consigue así aumentar la unidad del volumen. Aunque concebido y ejecutado con la libertad de una colección de cuentos, Los desterrados alcanza de ese modo la secreta urdimbre de una novela.

Lo que no impide considerar cada cuento por sí mismo. Algunos ya han sido analizados en este estudio al examinar la vida de Quiroga y en particular sus años misioneros. Ellos constituyen una materia prima formidable para la biografía. Pero conviene enjuiciarlos ahora sobre todo como ficciones. Tal vez el más logrado sea precisamente “El hombre muerto”, que concentra en pocas páginas y con la mayor objetividad la agonía del personaje que ha resbalado al cruzar un alambre cayendo sobre su machete y enterrándoselo en las entrañas. Pocas veces Quiroga ha sabido crear con tan sutiles efectos una sensación de irreparable destino: el hombre al caer no ve el machete en el suelo y se pregunta dónde estará; ésa es la única señal explícita de que lo tiene clavado en el cuerpo.

Otros cuentos son más espectaculares. Sus anécdotas hablan del destino de dos brasileños que logran morir frente a la patria, como Moisés a la vista de la tierra prometida (“Los desterrados”); o cuentan la historia cómica y trágica del gringo Van-Houten, hombre codiciado por el desastre; de Juan Brown y el químico Rivet, borrachos empedernidos (“Tacuara-Mansión”); del doctor Else, presa del “delirium tremens”, de su hija inmolada, del manco Luisser (“Los destiladores de naranjas”). En casi todas estas historias hay accidentes terribles, violencias y hasta crímenes, o muertes que cierran con dura mano un relato que parecía oscilar entre la ternura y la ironía. Pero lo que importa en ellas no es la anécdota, sino la caracterización de los personajes: los sucesos sirven para revelarlos, para desnudar las máscaras y mostrar el verdadero ser. A través de esos cuentos se dibuja una especie humana que la literatura europea del siglo xix había popularizado y que encontró en la obra de Máximo Gorki su expresión más visible.

Hay dos cuentos que se refieren muy directamente al narrador. Uno “El techo de incienso”, ya invocado en este estudio; el otro (que tal vez solo ocurrió en la fantasía de Quiroga) es aun hondamente autobiográfico. Se titula “La cámara oscura” (diciembre de 1920) y allí narra Quiroga la horrible experiencia de fotografiar a un cadáver. Las alucinaciones de su adolescencia aparecen superadas ahora en un relato de horror que echa sus raíces en la realidad misma. Es un horror lúcido, callado, un horror que ha ido madurando y que ahora consigue aflorar totalmente. La mujer del muerto ha pedido al narrador que le saque una fotografía para conservar por lo menos un recuerdo.

“La fúnebre ceremonia concluyó; pero no para mí. Dejaba pasar las horas sin decidirme a entrar en el cuarto oscuro. Lo hice por fin, tal vez a media noche. No había nada de extraordinario para una situación normal de nervios en calma. Solamente que yo debía revivir al individuo ya enterrado que veía en todas partes; debía encerrarme con él, solos los dos en una apretadísima tiniebla; lo sentí surgir poco a poco ante mis ojos y entreabrir la negra boca bajo mis dedos mojados; tuve que balancearlo en la cubeta para que despertara de bajo tierra y se grabara ante mí en la otra placa sensible de mi horror.”

Los desterrados es, sin duda, su obra más compleja y equilibrada. A diferencia de otros libros suyos que contienen (como él mismo quiso una vez) cuentos de todos los colores, éste tiene una unidad interior que es la de su madurez. Es un libro; su libro. A través de sus páginas se expresa un mundo novelesco completo, extraído por Quiroga de la cantera inagotable de Misiones y convertido en ficción. Es un libro hondo que no puede interesar al lector superficial. Allí se concentran definitivamente una vida y una experiencia estéticas. El título mismo dice, tal vez, más de lo que Quiroga llegó a intuir. Porque este mundo que aparece contenido dentro de sus páginas con la serena objetividad de un arte que ha vencido las pasiones sin haber renunciado a ellas; este mundo que fue su paraíso y su infierno, está poblado de seres sin raíces, desterrados de sus tierras de origen. En el centro emocional del libro, aunque casi siempre al margen en su papel de testigo o espectador secundario (de creador, en fin), se encuentra Quiroga. Este mundo es su mundo. Quiroga es también uno de los desterrados.

La publicación del nuevo libro en 1926 marca el apogeo de la carrera de Horacio Quiroga, pero también señala el comienzo de una declinación que no es solo de su arte (fresco aún a fines de esta década), sino de sus propias fuerzas vitales y de su cotización en el mercado bonaerense. Es verdad que en torno de su figura taciturna siguen reuniéndose otras ya consagradas así como nuevos valores; aún es maestro para muchos. Para certificar esa posición, la Editorial Babel organiza un homenaje preparado con gran tino publicitario por Samuel Glusberg. Se exponen primeras ediciones de sus obras y se edita un número especial de la revista Babel (noviembre de 1926) en que se recogen comentarios y testimonios, notas y recuerdos personales, crónicas bibliográficas y estudios críticos. El ejemplar es hoy una rareza bibliográfica. Mirándose en el espejo de este número de Babel, Quiroga podía creer en una apoteosis.

Ya están en el aire, sin embargo, las señales de un cambio. Hace algún tiempo que se está anunciando una nueva generación cuya figura clave será Jorge Luis Borges.

En 1924 el movimiento se concentra en una publicación de vanguardia que utiliza el mismo título de otra revista anterior y política (Martín Fierro) para expresar simultáneamente la doble inquietud por un pasado argentino útil y la apasionada devoción a lo siempre nuevo. Dirigida sobre todo por Evar Méndez, este nuevo Martín Fierro (1924-1927) habría de convertirse en el órgano visible de la nueva generación. Vista con la perspectiva de los años, la calidad de sus colaboraciones resulta heterogénea, como lo han reconocido hasta quienes participaron con todo fervor juvenil en la empresa. Pero sus virtudes estratégicas fueron altas. Además de servir de vehículo a la producción de los jóvenes, permitió revisar algunos valores literarios del ambiente y exaltar las figuras más creadoras de la vanguardia europea y americana. Sus colaboradores querían estar al día y en ese afán llegaron a extremos que hoy resultan cómicos. En el repaso de los valores locales utilizaron sobre todo la sátira y la caricatura desde una terrible sección de Epitafios que ponía en verso la benemérita cachada rioplatense. Pero también se valieron del silencio más empecinado como arma de combate. Así, mientras atacaban directamente a Gálvez por su realismo de mal gusto, o a Lugones por su oficialismo, desvalorizaron sutilmente a narradores como Payró, Quiroga y Lynch por el método de la omisión.

Aunque Martín Fierro se publica en el lapso en que Quiroga edita dos nuevos libros de cuentos (El desierto, Los desterrados) y en que la empresa española Calpe difunde una importante antología de sus cuentos (La gallina degollada), es inútil buscar en la colección de la revista la menor referencia a esos tres libros capitales. Las únicas menciones de Quiroga que hay en los 45 números de Martín Fierro son de índole satírica. Las dos primeras, mínimas; la tercera y última (n° 43, 15 de agosto de 1927), es un Epitafio que firma Luis García:

Escribió cuentos dramáticos
Sumamente dolorosos
Como los quistes hidáticos.
Hizo hablar leones y osos,
Caimanes y jabalíes.
La selva puso a sus pies
Hasta que un autor inglés
(
Kipling) le puso al revés
Los puntos sobre las íes.

Este tipo de chistes no indica generalmente enemistad personal hacia el autor. Los autores de esta sección eran capaces de ir mucho más lejos y tampoco vacilaban en atacarse entre sí. Hay más epitafios sobre o contra Borges, por ejemplo, que contra cualquier enemigo del grupo. Lo que estas bromas implican es un reconocimiento paradójico de la existencia de Quiroga. Hay que lamentar, sin embargo, que este reconocimiento burlesco no estuviera acompañado del estudio de su obra. Evidentemente, el grupo de Martín Fierro no se interesaba por ella.

Hace bastantes años, en mi primer encuentro con Borges, le pregunté qué pensaba de Quiroga. Su respuesta traía un eco del Epitafio de Luis García: “Escribió los cuentos que ya había escrito mejor Kipling”. A pesar de mi admiración por Borges, sentí en ese momento la injusticia de su juicio, aunque no me animé a refutarlo. Tardaría algunos años en darme cuenta de que contiene más un juicio sobre Borges que sobre Quiroga. Lo que la frase realmente muestra es la actitud del grupo martinfierrista frente a Quiroga: solo veían en su obra lo externo. Pero si en 1945 el juicio de Borges caía sobre una materia ya cerrada (Quiroga había muerto hacía casi nueve años), en 1925 la misma actitud habría de resultar muy penosa para el creador aunque no se formulara tan crudamente y hasta asumiera la forma festiva de un epigrama. No hay sentimiento más oscuro de incompetencia que el del creador que descubre, después de haber triunfado, que una nueva generación marcha por otros rumbos. Durante un tiempo el sentimiento de vacío y de fracaso es vergonzante; no se atreve a manifestarse ni en el secreto de una anotación íntima, de una carta. Luego empieza a asomar en alusiones laterales, en una búsqueda (por lo general hipócrita consigo mismo) de motivos y racionalizaciones que escamotean la verdad. Solo al fin se manifiesta e irrumpe en quejas. En Quiroga se da completo este proceso que lleva años y que coincide con una declinación física que terminará paralizando las fuentes de su creación.

Al cabo se produce en él una reacción polémica. De joven supo pasar en silencio muchos ataques a sus libros; entonces había aprendido a aguantar a pie firme la hostilidad y la burla. Pero ahora se trata de otra cosa. El escritor que depende de la existencia de un mercado para sus cuentos está obligado a defender su posición. Una serie de artículos críticos, declaraciones y hasta decálogos surgen de su pluma. Quiroga se vuelca a la crítica para convertir la reflexión sobre su arte en instrumento de defensa y ataque. No es un crítico ni pretende serlo, pero como necesita defenderse, sale a discutir los fundamentos retóricos del cuento. A diferencia de muchos que teorizan antes de crear algo que valga la pena, Quiroga solo se pone a hacerlo cuando ya tiene tres décadas de empecinada experiencia literaria a su espalda. Lo que entonces dice, presionado por las circunstancias, tiene un interés inmediato. Aunque leído hoy, a más de treinta años de distancia, algunos de sus textos tienen el mérito adicional de integrar una verdadera retórica del cuento.

El texto más conocido e ineludible es el Decálogo del perfecto cuentista, que a pesar de sus formulaciones algo rígidas (el estilo revela una cierta ironía soterrada hacia la misma empresa de condensar en decálogo una experiencia viva), a pesar de ciertas simplificaciones y hasta errores, tiene su importancia:

“I. Cree en el maestro —Poe, Maupassant, Kipling, Chéjov— como en Dios mismo.

”II. Cree que tu arte es una cima inaccesible. No sueñes en dominarla. Cuando puedas hacerlo lo conseguirás, sin saberlo tú mismo.

”III. Resiste cuanto puedas a la imitación, pero imita si el influjo es demasiado fuerte. Más que cualquiera otra cosa, el desarrollo de la personalidad es una larga paciencia.

”IV. Ten fe ciega, no en tu capacidad para el triunfo, sino en el ardor con que lo deseas. Ama a tu arte como a tu novia, dándole todo tu corazón.

”V. No empieces a escribir sin saber desde la primera palabra adónde vas. En un cuento bien logrado las tres primeras líneas tienen casi la misma importancia que las tres últimas.

”VI. Si quieres expresar con exactitud esta circunstancia: ‘Desde el río soplaba un viento frío’, no hay en lengua humana más palabras que las apuntadas para expresarla. Una vez dueño de las palabras no te preocupes de observar si son consonantes o asonantes.

”VII. No adjetives sin necesidad. Inútiles serán cuantas colas adhieras a un sustantivo débil. Si hallas el que es preciso, él, solo, tendrá un color incomparable. Pero hay que hallarlo.

”VIII. Toma los personajes de la mano y llévalos firmemente hasta el final, sin ver otra cosa que el camino que les trazaste. No te distraigas viendo tú lo que ellos no pueden o no les importa ver. No abuses del lector. Un cuento es una novela depurada de ripios. Ten esto por una verdad absoluta aunque no lo sea.

”IX. No escribas bajo el imperio de la emoción. Déjala y evócala luego. Si eres capaz entonces de revivirla tal cual fue, has llegado en arte a la mitad del camino.

”X. No pienses en los amigos al escribir, ni en la impresión que hará tu historia. Cuenta como si el relato no tuviera interés más que para el pequeño ambiente de tus personajes, de los que pudiste haber sido uno. No de otro modo se obtiene la vida en el cuento.”

Muchas, tal vez demasiadas cosas hay en este Decálogo. A diferencia del Manual del perfecto cuentista (10 de abril de 1925) en que aparece Quiroga solo preocupado por cuestiones retóricas o estilísticas, aquí se revela una concepción del cuento que excede los límites literarios mismos. Ante todo, porque las cuatro primeras reglas del Decálogo se refieren al arte en general y no solo al cuento: creer en el maestro, aspirar a la cima, resistir a la imitación pero ceder a ella si es demasiado fuerte, tener fe en la propia capacidad, son condiciones que debe enfrentar y resolver todo artista. Más específicamente narrativas son las recomendaciones de los numerales V, VI, VII y VIII. Ellas revelan una vez más la preocupación de Quiroga por una narración condensada e intensa, que no se distraiga en adornos estilísticos o en digresiones descriptivas. Su desdén por las gracias del estilo lo arrastraba a veces demasiado lejos. Al rechazar toda preocupación sobre si las palabras son asonantes o consonantes (numeral VI) revela una debilidad de su estilo, sobre la que se han encarnizado los gramáticos y los exquisitos.

Conviene examinar brevemente el punto. Hasta en el prólogo de una admirable selección de sus cuentos (Madrid, Aguilar, 1950), el crítico español Guillermo de Torre se ha creído autorizado a señalar: “Escribía, por momentos, una prosa que a fuerza de concisión resultaba confusa; a fuerza de desaliño, torpe y viciada. En rigor no sentía la materia idiomática, no tenía el menor escrúpulo de pureza verbal.” Es evidente que de Torre tiene razón desde su punto de vista. En los textos de Quiroga hay confusiones, hay torpezas y vicios en la expresión, no hay un sentimiento de la materia idiomática, no hay escrúpulo de pureza verbal. Pero estas observaciones presuponen un concepto del estilo que es válido pero limitado. Si por escribir bien se entiende escribir de acuerdo con las reglas de la Academia Española y respaldado en la autoridad de su Gramática y su Diccionario; si por escribir bien se quiere decir escribir con escrúpulos de pureza idiomática, es evidente que Quiroga no escribía bien. No solo porque cometía errores de sintaxis, anfibologías y otros horribles pecados, sino porque empezaba por cometer el máximo: no importarle demasiado la Academia Española de la lengua. No buscaba la perfección verbal (concepto elusivo que hace preferir cualquier gramático a Cervantes), no tenía escrúpulos de purezas.

Pero hay otro concepto del estilo. Si se entiende que escribir bien significa escribir de la manera más eficaz, comunicar con la mayor fuerza expresiva lo que se quiere decir; si escribir bien significa lo que cada escritor quiere escribir, entonces Quiroga no solo escribe bien, sino que escribe inmejorablemente. No hay que olvidar que es un cuentista, no un estilista, que quiere comunicar vida a sus personajes, no a sus palabras. No era un orfebre, no utilizaba la materia idiomática como un fin en sí, sino como vehículo para su narración. Quería contar y ahí se centra su invención estilística. Desde ese punto de vista, lo que dice Guillermo de Torre y han repetido otros críticos menos cautelosos y precisos que él, carece de sentido. Equivale a lamentar que Quiroga no sea Gabriel Miró, cuando habría que lamentar que Miró no haya podido ser Quiroga.

Los dos últimos numerales del Decálogo vuelven a las instrucciones generales, válidas para cualquier forma artística. El noveno sobre todo interesa porque allí se concentra explícitamente lo que he llamado en un ensayo de 1950 la objetividad de su arte: término que ha sido mal entendido por quienes no advierten que se traía de una objetividad frente a la materia estética, y no postula de ninguna manera la imparcialidad ética (que es cosa muy distinta de la objetividad). Precisamente Quiroga se aleja de la emoción para recuperarla luego en el recuerdo. El mismo proceso había sido indicado por Wordsworth al hablar de la poesía como emotion recollected in tranquility. Quiroga llegó a ser supremo maestro en este difícil arte.

Como para dar razón a sus peores críticos, Quiroga escribe entonces una novela, Pasado amor, que La Nación de Buenos Aires publica en folletín (abril 6/12, 1927). Parte de una circunstancia autobiográfica, sus relaciones frustradas con Ana María Palacio en Misiones (1925), para intentar una historia de amor romántico. Contra su convicción de que una diferencia de temperatura emocional y tensión narrativa separa a los novelistas de los cuentistas, Quiroga insiste en escribir novelas. Es muy posible que el error se deba a la demanda del mercado. El resultado es literariamente pobre. Se diría que Quiroga ha querido probar una afirmación del Decálogo (“un cuento es una novela depurada de ripios”) escribiendo una novela en que abundan los ripios.

Pasado amor es una de sus mayores equivocaciones. A diferencia de Historia de un amor turbio, que sigue interesando a pesar de sus debilidades, esta segunda y última novela de Quiroga solo merece ser leída por su contenido autobiográfico. Cuando es publicada en volumen, un par de años después (1929), obtiene un frío recibimiento. Aparte del autor (que se empecina en creer en sus méritos), solo un crítico importante fue capaz de descubrirle virtudes. “Si Quiroga no fuera más grande (dice Martínez Estrada en una nota de la época) por la consumada habilidad que narra, por el sentido perfecto de escoger lo que en cada caso es esencial dentro de un cúmulo de materiales igualmente presentes en la imaginación, por la dura verdad que pone en lo que dice, por la manera endiablada de hurgar hasta el hueso en las partes que más duelen, y por otros tantos valores meritísimos, lo sería por la inteligencia con que deja de lado lo que el lector está necesitando que se le diga para poder respirar. Eso sería bastante, a falta de otras cualidades, que él posee en grado excelente, para que yo lo considerara una de las figuras más expresivas y personales de la literatura contemporánea.” A pesar de estas grandes palabras, el elogio es más que ambiguo. Aunque muchas de las cualidades que señala el crítico argentino son reales, su funcionamiento en la novela es dudoso; la opinión de Martínez Estrada no parece distinguir con nitidez lo que pertenece a la visión de Quiroga o a las posibilidades narrativas de su tema, de lo que realmente logra Pasado amor como novela. Una obra a fare, cabría definirla. En el personaje de Máximo Morán estuvo Quiroga a punto de crear una gran figura literaria, un autorretrato alucinante. Pero lo que la novela ofrece es solo el esbozo. El libro entero es apenas eso. A pesar de sus declaraciones, Quiroga debe haberlo sentido así en su fuero íntimo porque dijo a sus biógrafos que ésta sería su última obra. Un sentimiento interior de fracaso se unía, tal vez, al rechazo de la nueva generación para hacerlo buscar el refugio del silencio.

Sin embargo, hacia 1930, los conflictos con la nueva generación no han asumido caracteres demasiado alarmantes. Por ahora se trata solo de rozamientos, incomodidades, omisiones, que el tiempo habrá de enconar. La imagen superficial de Quiroga que prevalece en momentos en que termina la década del veinte es, sin embargo, otra: un triunfador que ha conseguido imponer su concepción del cuento dramático, que hace resonar su nombre en todo el ámbito de habla española y hasta empieza a ser conocido en otras lenguas. Esta imagen del triunfador, apasionado y maduro, es la que conviene retener por un momento, ya que es la que se presenta a María Elena Bravo el 16 de junio de 1927. Ese día Quiroga contraía nupcias por segunda vez. La novia tenía solo 19 años contra sus cuarenta y ocho. Era hija de Norberto Bravo y María Elena Schnaibel. Rubia, hermosa, deslumbrante, María Elena había sido descubierta por Quiroga entre el grupo de amigas de Eglé. Las muchachas se habían conocido en el tren que las llevaba diariamente a sus respectivos colegios en Buenos Aires. Se habían hecho íntimas, se visitaban con frecuencia. Un buen día, Quiroga encontró en el jardín de su quinta a esta nueva María Elena. La pasión estalló entre ambos, alimentada precisamente por la diferencia de edad. Hubo conflictos familiares, agravados esta vez no por los padres de la muchacha (muy contentos de la posición y fama del futuro yerno), sino por la resistencia de Eglé. Desde el comienzo ella se opuso a hacer de tercera cómplice. Al fin debió ceder, pero no sin que esta sumisión afectara definitivamente sus relaciones con el padre y con la amiga que se iba a convertir en madrastra.

Un vínculo apasionado y de naturaleza claramente edípica unía a Quiroga con Eglé. El destino de ambos habría de quedar marcado para siempre por esta ruptura. En María Elena Bravo encuentra Quiroga una salida natural para su relación con Eglé; para la hija no hay otra salida que rechazar el segundo matrimonio del padre y hundirse ella misma en un matrimonio equivocado. En el momento en que estalla este conflicto, Quiroga está ciego para toda otra cosa que no sea María Elena. Vence todos los obstáculos y se casa. El matrimonio significaba una nueva experiencia conyugal. Olvidados o enterrados con dura mano los fantasmas de la primera unión, Quiroga se sentía en la plenitud de su personalidad física e intelectual. Para María Elena, él era la imagen misma del triunfo, el hombre maduro y fascinante. La entrega de ambos fue total y se apoyaba en un entendimiento físico al que Quiroga se refirió más tarde en sus cartas con inagotable maravilla. En abril de 1928 nace una hija, bautizada como la madre, María Elena, pero llamada Pitoca por el padre; la nueva vida parece consolidarse.

De esta época quedan bastantes testimonios literarios. Uno de Wayland, lo muestra en su quinta de Vicente López: “Le he visto en su taller, instalado en el garaje de la casa, construir muebles dignos de un ebanista, y una canoa angosta y alargada, muy marinera, con la que realizó un excursión por el río Paraná. También armar y desarmar un viejo, trepidante y ruidoso Ford a bigotes y su motocicleta. El pequeño zoológico doméstico le demandaba infinitos cuidados. Tenía en jaulas de madera un aguará y un coatí, y sueltos en el jardín un oso hormiguero, un carpincho muy manso y diversas aves del orden de las zancudas: flamencos, chuñas, etc.” También lo ha pintado con detenimiento Martínez Estrada en su libro El hermano Quiroga (1957). Diecisiete años menor (había nacido en 1895), Martínez Estrada era entonces un escritor poco conocido. Poeta, músico, teorizador, estaba preparando con cierta lentitud una obra que lo haría famoso, esa Radiografía de la Pampa cuya primera edición (a cargo de Samuel Glusberg, su gran admirador) es de 1935. Martínez Estrada vivía entonces en Lomas de Zamora. Había conocido a Quiroga en casa de Norah Lange. Tenían varios otros amigos comunes; el principal era precisamente Glusberg, con el que se reunían en el “Café Paulista” o en el “Helvético”, cuando iban a ver a Lugones, otro vínculo. También solían encontrarse en otra peña, el “Gambrinus”. Pero la relación solo empieza a ser personal desde el momento en que Martínez Estrada publica en “La Nación” un poema, “Humoresca quiroguiana”, que presenta con toda libertad y fantasía onírica una suerte de esbozo lírico de Quiroga. Aparentemente no le hizo mucha gracia a éste, pero no era hombre de fijarse en opiniones. Ya a esa altura habría descubierto la extraordinaria calidad humana de Martínez Estrada.

En su admirable libro, ofrece Martínez Estrada un Quiroga en tres dimensiones que falta casi siempre en otros testimonios. No es posible, infortunadamente, transcribir todas sus páginas de evocación y análisis en que estos años de 1927, 1928, 1929, aparecen recreados con increíble relieve. Asoma allí un Quiroga capaz de sordos estallidos y de luminosas palabras, precipitándose como alucinado en su automóvil o tentando a las Parcas con su canoa, flagelándose psíquicamente hasta el hueso o lleno de ternura hacia la vida animal, friolento y aterido, encerrado en la cama, con una novela policial, o desafiando la lluvia para mostrar la canoa que califica orgullosamente de delfín: ese Quiroga que capta Martínez Estrada con el ojo del recuerdo está más increíblemente vivo en sus contradicciones, en sus incoherencias, en su demonismo, que la imagen más convencional que ofrecen otros amigos y sobre todo sus biógrafos salteños. Es un Quiroga en claroscuro, trágico y superrealista; un Quiroga parcial, asimismo, porque Martínez Estrada se ha limitado a ofrecer sus instantáneas poéticas sin pretender ir al fondo del abismo. Pero es un Quiroga que por fin encuentra el espejo capaz de mostrarlo entero. A ese espejo oscuro se volverá en los últimos, más desolados, años de vida.

Este período se cierra literariamente con la publicación de una obra de escasa significación creadora pero importante por otros conceptos: Suelo natal (1931), libro de lecturas escolares escrito en colaboración con Leonardo Glusberg, hermano de su editor. En él se incluyen relatos que sin alcanzar el nivel de los Cuentos de la selva innovan en el rutinizado género del relato infantil. Allí Quiroga realiza su deseo de “ofrecer una moral viva, en vez de la confeccionada que en forma de anacrónicas moralejas” se acostumbra a servir a los niños y que él califica de “vacuna de mal gusto y vaguedades”. La obra es adoptada como texto de lectura de cuarto grado por el Consejo Nacional de Educación. Llega a conocer así abundantes reediciones y se constituye en modesta pero segura fuente de ingresos en un momento en que los cuentos y artículos de Quiroga no son solicitados con la misma urgencia por la prensa literaria.

Por esta misma época, dos amigos comunistas (Castelnuovo y Álvaro Yunque) tratan de convencer a Quiroga de que en vez de volver a enterrarse en Misiones, como proyectaba siempre, se fuera a Rusia. Es el momento en que no hay escritor izquierdista de cierta importancia que no sueñe con visitar la tierra en que se está realizando el gran experimento social de este siglo. Los amigos argumentaban que en Misiones ya nada tenía que hacer “porque ni aquel ambiente lo aguantaba ya, ni él al ambiente”. En Rusia, creían, estaba la oportunidad de “vivir de nuevo”. La reacción de Quiroga era previsible. Se negó a ir a Rusia. Entonces entendieron sus amigos que Quiroga los había escuchado con cierto escepticismo desdeñoso, “como si también fuese de los que creían que la Revolución Rusa era o no era una revolución profunda, según se creyese o no se creyese en ella”. Tal vez sea cierta esta motivación que apunta uno de ellos. Tal vez los motivos fueran otros, como sugieren al comentar el episodio los biógrafos uruguayos. Quiroga podría no tener dudas sobre la importancia social y política de la Revolución Rusa sin que por eso tuviera que aceptar las limitaciones que el dogmatismo estético del Soviet imponía ya al artista creador. Aunque en ese momento (hacia 1932) el realismo socialista no había sido implantado como única doctrina posible para el artista, y aún quedaban señales de la gran experimentación poética y cinematográfica de las primeras horas de la revolución, ya era evidente en los conflictos de muchos realizadores como Eisenstein y Dovzhenko, en los suicidios de Mayakovsky y Essenin, que no todo andaba bien en el paraíso soviético. Quiroga intuía claramente los peligros para el creador de una adhesión al dogma político, cualquiera que fuese su fórmula. De esa época son precisamente unas declaraciones suyas: “Yo podría simular izquierdismo o comunismo, como dice Gide; pero soy enemigo de toda simulación. Yo no siento eso. Además no estoy preparado. Prefiero dejar de escribir.” Que fue lo que tuvieron que hacer muchos, y de los mejores, en la carcelaria Rusia de Stalin.

En la vida privada ya han asomado en estos años los previsibles conflictos. Los celos han hecho su aparición en un matrimonio tan desparejo. María Elena es hermosa, está llena de vida, empieza a descubrir el mundo; Quiroga, en cambio, ya inicia una secreta y lenta declinación. Hay choques, sospechas, casi certidumbres, escenas. Al cabo, Quiroga decide cortar por lo sano e intentar (por segunda vez en su vida) la experiencia de una radicación definitiva en Misiones. Hace quince años que solo pasa breves temporadas en San Ignacio, pero los recuerdos de aquel paraíso, tantas veces convertidos en materia central de sus cuentos y sueños, siguen acosándolo. Busca y consigue que su modesto cargo de funcionario de la Embajada uruguaya en Buenos Aires sea transformado en el de Cónsul uruguayo en San Ignacio. Detrás de ese cambio burocrático hay también otros motivos. No se entendía con el Cónsul General, don Carlos María Gurméndez. En diciembre de 1927, éste ya había elevado una nota al ministro de Relaciones Exteriores del Uruguay, en que denunciaba el escaso entusiasmo con que cumplía Quiroga sus funciones burocráticas: faltaba mucho, cuando iba lo hacía solo por un par de horas, se negaba a copiar expedientes a máquina (como mecanógrafo era una calamidad), sostenía que su contribución a la literatura uruguaya justificaba por sí sola el cargo. Aunque Quiroga contaba todavía con influyentes amigos en el Gobierno, la oposición del Cónsul general no era desdeñable. El Ministro resolvió oficialmente que Quiroga debía cumplir sus funciones burocráticas, aunque sin dejar de reconocer la importancia de su obra literaria. Por suerte se encontró una fórmula que permitía mantener la sinecura del cargo oficial y evitaba la sumisión al superior jerárquico. Como de paso también parecía resolver los conflictos domésticos, el traslado a San Ignacio del flamante Cónsul uruguayo resultó un golpe magistral de estrategia. El pequeño detalle de que el Uruguay no necesitaba un Cónsul en Misiones no parece haber preocupado a nadie.

Lo que es solo un proyecto en los últimos años se convierte en realidad. Era una aventura. Mucho tiempo había soñado Quiroga con volver a la selva, reintegrarse a su habitat, recrear su mundo robinsoniano, dejar de ser yuyo en la ciudad y ser de nuevo planta en el monte, su monte. Al realizarse ahora, el proyecto se carga, sin embargo, de un sentido muy distinto del soñado. En el nivel más hondo, casi abismal de su personalidad, existía en ese momento una urgencia por volver a los orígenes, por hundir para siempre sus raíces en el suelo primitivo. Por eso, cuando se embarca el 20 de enero de 1932 con María Elena y Pitoca rumbo a San Ignacio, empieza su última etapa. La definitiva.

Esta entrada fue agregada a la categoría Biografía.