Sobre el arte de contar historias

Los intelectuales y el cine

Los intelectuales son gente que por lo común desprecian el cine. Suelen conocer de memoria, y ya desde enero, el elenco y programa de las compañías teatrales de primero y séptimo orden. Pero del cine no hablan jamás; y si oyen a un pobre hombre hablar de él, sonríen siempre sin despegar los labios.

No es del caso averiguar si no se cumple con los intelectuales, respecto del cine, el conocido aforismo de estética por el cual todos los wagnerianos exclusivos silban sin cesar trozos de Verdi. Acaso el intelectual cultive furtivamente los solitarios cines de su barrio; pero no confesará jamás su debilidad por un espectáculo del que su cocinera gusta tanto como él, y el chico de la cocinera tanto como ambos juntos. Manantial democrático de arte, como se ve, y que a ejemplo de las canciones populares, da de beber a chicos, medianos, y hombres de vieja barba como Tolstoi.

Pero el intelectual suele ser un poquillo advenedizo en cuestiones de arte. Una nueva escuela, un nuevo rumbo, una nueva tontería pasadista, momentista o futurista, está mucho más cerca de seducirle que desagradarle. Y como es de esperar, tanto más solicitado se siente a defender un ismo cualquiera, cuanto más irrita éste a la gente de humilde y pesado sentido común.

¿Cómo, pues, el intelectual no halló en el arte recién creado, atractivos que por quijotería o esnobismo hicieran de él su paladín?

La revista Clarté, que no se caracteriza precisamente por el estudio de frivolidades, plantea esta misma pregunta en un primer artículo así encabezado: «El problema del cine en los tiempos modernos es demasiado importante para que no entre en nuestras preocupaciones».

¡Por fin! —podrá decirse. Los intelectuales de Clarté escapan por lo visto a esta generalización que acabamos de exponer. Oigamos un momento, porque vale la pena, lo que dice la revista en cuestión:

«En un principio no se ha querido ver en el cine más que una industria. Ahora bien, el cine es un arte, y la industria cinematográfica no es a este arte sino lo que la industria del libro, por ejemplo, es a la literatura. De este modo el cine anda aún en busca de su verdad, conducido por los peores guías que podía hallar.

»Se le ha trabado con las viejas reglas de un teatro en crisis de renovación y de estilo. El cine no se ha liberado aún de esta funesta influencia…»

Exactamente. Todo lo que de verdad, fuerza franca y fresca tiene hoy el cine, se lo debe a sí mismo, y lo adquirió con dolores y tanteos sin nombre. Lo malo que todavía guarda, y que oprime por la desviación o hace reír por lo convencional, es patrimonio legítimo del teatro, que heredó y no puede desechar todavía. La gesticulación excesiva, violenta, que comienza impresa en los mascarones de la tragedia primitiva y continúa en la afectación de expresiones y actitudes de la escena actual, es teatro y no cine. Pero oigamos todavía:

«El cine procede de todas las artes, es su poderosa síntesis, y ello nos obliga a tener fe en su prodigioso porvenir. Atrae sobre sí, universalmente, todas las verdades esenciales de la vida moderna para crear con ellas una nueva belleza. Pero se comprende que el descubrimiento de tal riqueza haya provocado graves errores. Los tanteos eran inevitables. No se ha llegado de un golpe a la sinfonía. El genio ferviente y sincero de muchos siglos se ha empleado en aquélla. ¿Por qué el cine escaparía a esta necesidad, tanto más cuanto que su porvenir es más formidable? Y luego —es menester decirlo—, los que podían haberlo ayudado más eficazmente, lo han despreciado y vilipendiado. Dejando en manos de los arribistas del primer momento —ratés de todas las categorías— este inaudito medio de creación, los intelectuales…»

He aquí la palabra. No fueron sólo nuestros intelectuales, al parecer, los que permanecieron mudos y con superior sonrisa cuando se les habló de cine. «Arte para sirvientas», en el mejor de los casos. «Payasadas melodramáticas», cuando el intelectual explicaba su sonrisa.

Cierto; tales groserías melodramáticas constituyen el triste don que las hadas escénicas del primer instante hicieron al recién nacido. Pero continuemos:

«Los intelectuales se encerraron en el desprecio. No comprendieron que la imagen podía ser no solamente expresiva en su movimiento o su asunto, sino también bella. Pero no es ésta la obra de un solo día o de un solo espíritu. No basta, particularmente, con ir a ver de cuando en cuando, en los programas tan mal confeccionados de los salones actuales, dos o tres cintas para quedar ungido de gracia. Es menester frecuentar larga y pacientemente las salas…»

Tal es por lo común, en efecto, la causa de los innumerables desengaños. Dada la superproducción de films, que alcanza a muchos millares por año, puédese sentar, sin temor de yerro, que la primera cinta con que tropecemos en un cine cualquiera no será una obra de arte. Después de ocho y diez cintas, ya hallaremos una pasable. Y es menester que transcurra un mes entero —y tal vez un trimestre—, para hallar por fin un film que sea el exponente de este maravilloso nuevo arte. Hablamos aquí, como se comprenderá, de condiciones de film puramente artísticas.

Bien; un mes, un trimestre, un año… No es mucho plazo, sin embargo. Si en toda la producción escénica de un año corrido, y en la otra terrible superproducción literaria mundial, tuviéramos que escoger las obras maestras —con todas sus letras—, el rubor nos subiría al rostro al constatar que sólo tres o cuatro libros o algún drama merecen el nombre de tales.

¿Qué juicio del arte literario podría formarse un novicio ideal, por el primer libro adquirido al azar en una librería? No culpemos pues al arte cinematográfico de las tonterías diarias impresas en la primera pantalla que encontramos al paso. Para evitarlas se requiere una larga cultura —como pasa con el libro— que no se adquiere sino devorando mucho malo. Pues como dice y prosigue Clarté:

«Es menester frecuentar larga y pacientemente las salas. La fe no se adquiere de golpe. En el estado actual, el mejor film no contiene sino las bases posibles de lo que llegará a ser. Y tal mala cinta, en un segundo, en el relámpago de un gesto, en una actitud, en la expresión de un sentimiento, nos deja descubrir verdades no menos esenciales. Lo que desde un principio ha corrido a los intelectuales es precisamente lo que debería haber sido para ellos razón de entusiasmo: el modo como el público se ha apasionado por el cine, y la fuerza de su irradiación. Pequeña vanidad de inteligencias que no creen ser comprendidas sino por unos cuantos. Los intelectuales se han dado cuenta ahora, pero un poco tarde, de los tanteos, de la torpeza y del dinero que su indiferencia y desprecio ha costado al desarrollo del cine. Y si sueñan todavía con un arte dramático en trance de renovación, deben saber esto sólo: que el cine matará un día al teatro, si éste no se orienta hacia formas más puras».

Hasta aquí el intelectual (naturalmente, nadie conoce mejor a su familia que el miembro de ella) de Clarté. Bienvenido con su franco amor, su fe y su desencanto del exceso de palabras que han convertido al libro y la escena en un fonógrafo de larga repetición.

Dícese que en la mejor novela de trescientas páginas sobran cien por lo menos, del mismo modo que en el mejor drama se puede suprimir la mitad de los parlamentos. Como pocas veces se ha expresado cosa más cierta, las leyendas concisas de un film, bajo la pluma de un escritor de verdad, realizarán esa sed de brevedad, precisión sin palabreo ni engaño que sufre actualmente el arte.

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One thought on “Sobre el arte de contar historias

  1. Comparto el punto de vista de Horacio Quiroga, pero hay otras personas que escriben tal cual brotan sus palabras del alma. Para mi es un trabajo a encarar con seriedad y ética.

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