I
Una mañana de abril, Luis Rohán se detuvo en Florida y Bartolomé Mitre. La noche anterior había vuelto a Buenos Aires, después de año y medio de ausencia. Sentía así mayor el disgusto del aire maloliente, de la escoba matinal sacudiendo en las narices, del vaho pesadísimo de los sótanos de confitería. El bello día hacíale echar de menos su vida de allá. La mañana era admirable, con una de esas temperaturas de otoño que, sobrado frescas para una larga estación a la sombra, piden el sol durante dos cuadras nada más. La angosta franja de cielo recuadrada en lo alto, evocábale la inmensidad de sus mañanas de campo, sus tempranas recorridas de monte, donde no se oían ruidos sino roces, en el aire húmedo y picante de hongos y troncos carcomidos.
De pronto sintióse cogido del brazo.
— ¡Hola, Rohán! ¿De dónde diablos sale? Hace más de ocho años que no lo veo… Ocho, no; cuatro o cinco, qué sé yo… ¿De dónde sale?
Quien le detenía era un muchacho de antes, asombrosamente gordo y de frente estrechísima, al cual lo ligaba tanta amistad como la que tuviera con el cartero; pero siendo el muchacho de carácter alegre, creíase obligado a apretarle el brazo, lleno de afectuosa sorpresa.
—Del campo — repuso Rohán —. Hace cinco años que estoy allá…
— ¿En la Pampa, no? No sé quién me dijo…
— No, en San Luis… ¿Y usted?
— Bien. Es decir, regular… Cada vez más flaco —agregó riéndose, como se ríe un gordo que sabe bien que habla en broma de la flacura —. Pero usted, — prosiguió — cuénteme: ¿qué hace allá? ¿Una estancia, no? No sé quién me dijo… ¡También! ¡Sólo a usted se le ocurre irse a vivir al campo! Usted fue siempre raro, es cierto… ¿A qué usted mismo trabaja?
— A veces.
— ¿Y sabe arar?
— Un poco.
— ¿Y usted mismo ara?
— A veces…
— ¡Qué notable!… ¿Y para qué?
El muchacho obeso gozaba, muy contento, a pesar de la tortura del cuello que lo congestionaba, del pantalón que bajo el chaleco lo ceñía hasta el pecho, ahogándolo. Sentíase felicísimo con la ocasión de un hombre raro que no se ofendía de sus risas.
— Sí, el otro día leí una cosa parecida… ¿Astorga, eh? ¿Tolstoi, eh? ¡Qué bueno!…
Y a pesar de todo era un buen muchacho quien le hablaba, lo que hacía pensar de nuevo a Rohán en la dosis de corrupción civilizadora que se necesita para convertir en ese imbécil escéptico a un honrado muchacho.
Por ventura, Juárez había pasado a mejor tema, informando a Rohán en tres minutos de una infinidad de cosas que éste jamás hubiera soñado averiguar.
Rohán lo oía como se oye sin querer, cuando uno está distraído, la charla lejana de los peones en la chacra. De pronto Juárez notó que la mirada de su amigo pasaba fija sobre él, y callándose miró a su vez.
Dos chicas de luto avanzaban por la vereda de enfrente. Caminaban con la firme armonía de paso que adquieren las hermanas, el cuerpo erguido y las cabezas serias y decididas. Pasaron sin mirar, la vista fija adelante. Rohán las siguió con los ojos.
— Son las de Elizalde — dijo Juárez, bajando a la calle para estorbar menos y conversar mejor — ¡Qué tiempo que no las veía! ¿Las conoce?
— Un poco…
— No lo vieron. Son monas chicas, sobre todo la más alta. Es la menor. Viven en San Fernando… Están muy pobres.
— Yo creía que tenían fortuna…
— Sí, en otro tiempo. El padre estaba bastante bien. Aunque con el tren que llevaban… Tenía hipotecado todo. Murió hace cerca de un año.
Rohán no pudo menos de hacerlo notar:
— Bien enterado…
El muchacho obeso soltó una gran carcajada, echándose adelante de risa como una mujer.
— ¡No tanto, no sea tan malo! — repuso —. ¡Hay que dejar de ser pobres, amigo Rohán! No todos tenemos la suerte de heredar estancias… aunque tengamos que arar — añadió con otra carcajada, sujetándose de las solapas de Rohán con cariñosa confianza.
Se fijó así en el traje de éste.
— No trabaja con esta ropa, ¿verdad?… ¿Por qué no viene de botas?
Pero Rohán se había cansado ya del excelente animalito, y caminaba solo.
Lo que Juárez ignoraba es que Rohán conocía excesivamente a las de Elizalde. Tras una amistad de diez años con la casa, Eglé, la menor, había sido su novia. La había querido inmensamente. Y allí estaban, sin embargo; ella paseando con su hermana su belleza de soltera, y él, soltero también, trabajando en el campo a doscientas leguas de Buenos Aires. ¡Eglé!… Repetíase el nombre en voz baja, con la facilidad de quien antes ha pronunciado mucho una palabra en distintos estados de ánimo. Pero, a pesar de que esas dos sílabas conocidísimas le evocaban distintamente las escenas de amor en que las pronunció con más deseo, constataba que de toda la vieja pasión no le quedaba sino el cariño al nombre, nada más. Y lo murmuraba, sintiendo únicamente al oírlo una dulzura oscura de palabra que antes expresó mucho, como los idiotas que con la vista fija repiten horas enteras: — mamá…
— ¡Cuánto la he querido! — se decía, esforzándose en vano por conmoverse. Recordaba las circunstancias en que se había sentido más feliz; se veía a sí mismo, la veía a ella, veía su boca, su expresión… Pero todo esto con excesiva prolijidad, esforzándose más en recordar la escena que sus sensaciones, como quien trata de fijarse bien en una cosa para contarla después a un amigo.
Caminaba siempre, pensando en ella, cuando se le ocurrió de pronto ir a verla.
¿Por qué no? Aunque después del rompimiento no había vuelto más a casa de Eglé, aquél había sido provocado por causas tan particulares de ellos dos, que no halló inconveniencia en hacerlo. Sintió sobre todo viva curiosidad de ver qué emoción sería la suya cuando se miraran en plenos ojos… Y de nuevo evocaba la mirada de amor de Eglé, deteníala largo rato ante la suya, tratando inútilmente de revivir su dicha de aquellos momentos. Sabía por Juárez que vivían en San Fernando; costaríale poco averiguar dónde.
Al día siguiente, a las tres, estaba en el Retiro. Ahora que se acercaba a ella, que iba a verla antes de una hora, sentíase emocionado. Anticipaba mentalmente su llegada, la sorpresa, las primeras palabras, la ambigua situación… Volvía en sí, y suspiraba hondamente para recobrar su pleno equilibrio. Pero al rato recomenzaba el proceso — retrospectivo esta vez — ; y así, con los ojos fijos en la ventanilla, mientras las chacras, las quintas y las casetas del guardavía colocábanse sucesivamente bajo su visual, volvió al pasado.
II
Rohán conoció a la familia de Elizalde cuando tenía veinte años. Acababa de suspender sus estudios de ingeniería, en el comienzo, verdad es, pero no por eso con menos disgusto de su padre, el cual desde el fondo de la estancia mandóle decir tranquilamente que, puesto que quería ser libre, nada más justo que viviera por su cuenta y riesgo. Rohán, por su parte, halló muy razonable la meditación paterna, y poco después lograba instalarse en el Ministerio de Obras Públicas, en calidad de dibujante. Muy pobre, pero libre. Su padre entregóse, sobre esa curiosa libertad, a las constantes cavilaciones que provoca la falta de ambición de un hijo inteligente, en un padre ignorante, trabajador y económico. Hubo al fin de condensar el irresoluble problema en la fórmula más irresoluble aún: “Cómo de un padre como yo…” Y no se preocupó más de su hijo.
Hizo bien, porque éste tampoco se preocupaba de sí mismo. Un año después conocía a Lola y Mercedes Elizalde, y la manifiesta simpatía de la familia llevábalo a frecuentar los días de recibo, y más tarde las comidas íntimas.
Indudablemente, en la afable recepción de la madre influía, como un suspiro de posible felicidad, la fortuna venidera de cierto joven amigo; pero aparte de este detalle íntimamente familiar, la dueña de casa estimaba bien a Rohán — a de Rohán, como decía Mercedes.
Mercedes solía ir apresuradamente a su encuentro, recibiéndolo con una profunda reverencia de otros siglos, como convenía ante el vástago de tan noble alcurnia. Hablábale a veces en tercera persona, sin dirigirse a él. Tenía diecisiete años. Era muy bella, bastante delgada de cara. Sus ojos largos y sombríos daban a su semblante, cuando estaba distraída con malestar, una expresión de sufrimiento antiguo cuya fatiga dolorosa ha quedado en el rostro, expresión de una edad mucho mayor, y común en las muchachas inteligentes que se han desarrollado muy pronto.
Sus nervios la mataban. Siendo criatura, había soñado que un pájaro le devoraba las manos a picotazos. Nunca pudo recordar ese sueño sin revivir la vieja angustia y esconder las manos. Cuando tenía quince años adquirió la costumbre de acostarse vestida, después de comer. A la una se levantaba, la casa en silencio. Iba a la sala, paseaba aburrida, tocaba un momento el piano a la sordina, miraba uno a uno los cuadros, deteniéndose ante ellos largo rato como si nunca los hubiera visto ; y después de una hora volvía más aburrida a la cama.
Estando nerviosa, su tormento eran las manos; no sabía qué hacer con ellas. Rohán se reía al notarlo, y Mercedes le hacía horribles muecas que la indignación de la madre jamás podía contener. Cuanto más se burlaba Rohán, más exageraba Mercedes, aunque sabía bien que se ponía colorada y en ridículo.
En la segunda o tercera visita de Rohán, la señora habíale preguntado con afectuosa indiscreción si descendía de los duques de Rohán, de Francia. Rohán, que en ese instante se miraba las uñas de cerca, respondió:
— No, señora; mi abuelo era zapatero —. Y levantó la vista, mirando tranquilamente a la señora. La familia cruzó entre sí una rápida ojeada, aprestándose a defender altivamente la casta contra el agresivo sujeto. Pero pronto hubieron de convencerse de que Rohán parecía tener sobrada discreción — tal vez un poco despreciativa —, para agredir de ese modo.
Lola tenía veintidós años cuando Rohán la conoció. Era más bien gruesa, bastante miope, y tan blanca que sus brazos daban la impresión de estar siempre fríos. Era poco inteligente, pero con tal equilibrio mental, que no erraba casi nunca. Vestía muy bien, con innata noción del gusto. Esto escapaba a Mercedes, demasiado aguda en sus predilecciones, lo que la llenaba de fraternal envidia.
Lola no era rápida de ingenio, ni le agradaba el flirteo espiritual en que su hermana amaba precipitarse. Lo cual no obstaba para que se sonriera al oírla, pero lo hacía plácidamente, como si suspirara caminando.
Como había en ella toda la preocupación y cordura vigilante de una madre, tenía predilección por Eglé, de nueve años, bien que representara menos. Cuidaba de ella con prolijidad de hermana mayor, soltera y sensata, que hacía reír a la madre. La criatura comía a su lado, buscando el apoyo de sus ojos cuando estaba indecisa. Lola era quien la arreglaba todas las mañanas para ir al colegio. Sentada en una silla baja, con la criatura de pie entre sus muslos, observaba sin fatigarse el distinto efecto de sus lazos, con la atención estudiosa de las mujeres que observan de cerca un paño.
Roban conoció apenas al padre. Rara vez lo hallaba, ni aún en la mesa. Era un hombre bajo y delgado, de color cetrino y ademanes bruscos. Parecía simpatizar muy poco con Rohán.
La madre tenía, bajo el aparente descuido de su bonachona negligencia de obesa, la naturaleza sensata, campesina y calculista de que salen las hijas histéricas.
III
Indudablemente, dado el modo de ser de Mercedes, era ésta, de las dos hermanas, aquella con quien Rohán se hallaba más a gusto. En efecto, Mercedes y Rohán se querían cordialmente. Ni uno ni otro se esforzaban en buscar más plausible motivo a su afecto. Alguna vez, sin embargo, llevaron la gracia un poco lejos.
— ¿Qué respondería usted, señorita Mercedes, si yo le dijera un día que la quiero?
— Y si el señor de Rohán estuviera seguro de que yo lo quiero, ¿qué me diría?
Tras lo cual se echaban a reír como era conveniente. Pero como fuera de estos momentos de excesiva proximidad, Rohán no estaba absolutamente enamorado de ella, las cosas quedaban ahí. La madre miraba a veces al muchacho sorprendida de su terquedad. Si en verdad todos sabían que Rohán era únicamente amigo de ellos, bien podría él comprender por qué le habían abierto la casa con esa soltura. Rohán lo comprendía muy bien; pero como contaba escasamente con su corazón, y nada con la fortuna a venir, hallaba muy satisfactoria esa equívoca situación.
En cuanto a la pequeña Eglé, sus relaciones con ella se limitaban a muy poca cosa: medio minuto de conversación, los miércoles de tarde, cuando la criatura volvía del colegio con la sirvienta. Rohán las encontraba indefectiblemente en Piedras, entre Victoria y Alsina. El cruzaba la vereda y Eglé se detenía. Al principio, Rohán se contentaba con preguntarle cómo estaban en la casa y con enviar recuerdos. Una noche Mercedes lo fastidió dos horas con alusiones a ciertas citas que él tenía en la calle. Apenas al fin se había él dado cuenta de que se refería a sus encuentros con Eglé. El miércoles siguiente, al hallar a ésta, recordó la broma y habló gravemente a la criatura, en el preciso sentido de que se encontraba profundamente dispuesto a dar un beso a su novia, Eglé. Desde entonces fue decidido por Mercedes que Rohán besaría a Eglé siempre que la hallara en la calle, cual concernía a un conquistador.
— Sus conquistas habituales son mejores; ¿verdad, Rohán? — preguntábale Mercedes con afectuosa languidez.
— A veces.
— ¡Es usted tan buen mozo!
— Lo cual me alegra, porque hemos decidido con Eglé que los besos que le doy no son para ella…
— ¡Ah, no! ¡Si es por eso, puede evitarlos, amigo! — cortó Mercedes desdeñosamente.
Poco después Rohán se olvidó de esto, y cuando encontraba a Eglé seguía por su vereda, contentándose las más de las veces con enviar a la criatura cortada un grave saludo con el sombrero.
IV
En estas circunstancias Rohán recibió una carta de afuera. Su padre, cansado de la falta de aspiración de su hijo, decidíase a enviarlo a Europa por un par de años. “Creo que volverás más inútil aún; pero me quedará el consuelo de haber hecho lo posible por tí.”
El viaje parecióle bien a Rohán. Estaba harto de planos, lotes, colonias y tinta colorada. Además, hacía dos meses que comenzaba a preocuparle su estómago. Heredero, por parte de madre, de una notable dosis de neuropatías, había salvado hasta entonces su digestión. Verdad es que su misma tolerancia gástrica fuera excesiva, pues no hubo “bismark” ni caviar bastante especioso para sus trasnochadas.
Tenía, como todos los muchachos, el temor de debilitarse si no compensaba seis u ocho horas nocturnas — a veces de charla, únicamente — con terribles alimentos. Esa noche tenía pesadillas y se levantaba al día siguiente con la frente caliente y la boca amarga; pero muy satisfecho de haber repuesto las fuerzas perdidas. Luego había suspendido las cenas; mas el estómago, maltratado sobrado tiempo, continuaba mal.
Acogió de este modo el viaje a Europa, por lo que se refiere a su digestión, como uno de los tantos extraordinarios remedios con que cavilan los dispépticos, — que nada les exigen por su parte. Esto no obstó para que la víspera de su viaje comiera en lo de Elizalde todo aquello que es capaz de ofrecer una dueña de casa a un huésped sano y distinguido, y con más solícita razón a uno delicado del estómago.
— Un poquito de esto, Rohán; es muy liviano.
— Presumo que no, señora. Gracias.
— ¡Pero un poquito, no más! ¡No puede hacerle nada!
— Me va a hacer mal, señora…
— ¡No importa! Pruebe un poquito.
Rohán comía, y los cariñosos ofrecimientos continuaban, pues no hay en el mundo dueña de casa a la cual sea posible hacer comprender que uno es enfermo del estómago, o que no es precisamente cortés exigir una pésima noche en homenaje a la comida que se nos da. Una señora que sirve su mesa no hallará jamás otro motivo al rechazo de un plato, que la timidez del huésped. Este tiene el fatal deber de halagar debidamente a la señora por el honor que le hace, y de aquí la espantable respuesta que acababa de dar la de Elizalde a Rohán: — No importa que le haga daño…
Rohán, fastidiado, comió sin resistir más, y dos horas después tenía el ineludible puño cerrado en la boca del estómago. Su desgano aumentó, sin que el piano de Mercedes lo animara. Mercedes tocaba bien, sobre todo lo sentimental. Era ése uno de los fenómenos que más habían preocupado a Rohán. Constábale que Mercedes no sentía la música — de Chopin, por ejemplo. Y, sin embargo, la interpretaba perfectamente. Rohán se preguntaba cómo podía de ese modo sentirla tan bien en homenaje a los hombres, sin que ella misma la sintiera; y concluía pensando que si en vez de ser conocido por melancólico, se tuviera por frívolo a Chopin, la joven tocaría de muy distinto modo.
El nocturno concluyó.
— ¿Qué hace ahí, Rohán? — se volvió la ejecutante.
— Nada.
—¿Nada? ¿De veras?
— Nada. ¿Quiere que haga alguna cosa?
— Sí, vayase al balcón. Está horrible esta noche.
— ¿Le duele el estómago, Rohán? — intervino la madre.
— Un poco, señora…
— No es nada. Yo a veces siento así… Pero debería cuidarse un poco más. ¡Usted es muy desarreglado!
A Rohán, que sentía aún el gordo dedo de la madre hundiéndole a la fuerza en la garganta su comida, le hizo rabiosa gracia el consejo. Sacó una silla al balcón y se sentó.
Adentro, conversaron un rato y después de un momentáneo silencio, se levantó la voz de Lola, mientras su hermana la acompañaba, al piano. La voz de Lola no era expresiva, y aún ajustaba medianamente. Pero como todo lo que ella hacía, sus melodías tenían para Rohán una legítima seducción: voz de muchacha honrada que no se esfuerza por teatralizar, y que por esto mismo está llena de encanto.
V
Entretanto, la pequeña Eglé había salido al balcón. Rohán, ganado por la belleza de la noche, atrajo la criatura a sí, y comenzó distraído a acariciarle el cabello. Poco a poco Eglé se fue aproximando a su amigo; y al rato, al bajar Rohán la mirada, vio los ojos azules de Eglé fijos en los suyos con una expresión de hondo examen, — o más bien que habiendo comenzado siendo examen, ahora no era sino una honda contemplación.
La criatura, al verse observada, miró a otro lado. Rohán detuvo la mano que la acariciaba y Eglé se apretó más a él.
— ¿Se va? — le preguntó.
—Sí, mañana — respondió Rohán, jugando ahora con el cuello de Eglé.
— ¿Se va? — repitió la pequeña al cabo de un momento.
— Sí, mi novia, sí… — repuso al fin Rohán, un poco sorprendido. Notaba algo anormal en su pequeña amiga. La criatura volvió a mirarlo, pero apartó en seguida los ojos. Un momento después los alzó de nuevo, dilatados.
— ¿Usted me quiere? — le preguntó Eglé con la voz tomada.
— Te quiero mucho, Eglé…
Ella lo miró hasta el fondo con desconfiada angustia. Luego agregó, mirando a otro lado, en un como doloroso convencimiento adquirido desde hacía largo tiempo:
— Yo lo quiero mucho…
Rohán la atrajo más a sí y la besó enternecido:
—Eglé…
— ¡Lo querré siempre!… — continuó Eglé, casi por llorar. Rodeó con su brazo el cuello de Rohán, y se mantuvo así estrechada a él. Rohán, mucho más conmovido de lo que hubiera creído, le preguntó en voz muy baja:
— Y cuando seas grande, ¿me querrás?
La criatura movió a uno y otro lado la cabeza, a modo de las mujeres ya formadas, cuando la pregunta lleva ya en sí su dolorosa respuesta:
— ¡Sí, sí!…
— ¿Y te casarás conmigo?
Eglé no respondió; pero unió más su cara a la de él, estremecida. Sus ojos fijos, llenos de lágrimas, contaron a la luna muy alta esa insuperable dicha que nunca, nunca había de llegar. No hablaba ya, abrazándole siempre y con su mejilla húmeda apretada a la de Rohán.
Rohán no sabía qué hacer. ¿Qué decir a la pequeña? Sentíase un poco en ridículo. Hasta que por fin la voz de Mercedes lo llamó adentro. Había concluido la música, y era imperdonable que un hombre bien educado, como había ciertas presunciones para creerlo en Rohán, hiciera tan mezquino caso de sus amigas que querían distraerlo.
— No, oía todo. Muy bien, Lola… Lástima grande que cuando vuelva no la oiré más.
— ¿Por qué?
— Porque usted estará casada.
— ¿Usted cree? — saltó Mercedes —. Con ese de ahora no; es demasiado informal para Lola. A mí me gustaría… ¿Me lo pasas, Lola?
Rohán observó:
— Si estuviera tan seguro de vivir cien años como de que la voy a hallar soltera…
Mercedes entornó los ojos, y muy lentamente:
— El señor Rohán me parece…
— ¿Qué?
— ¡Oiga! — prorrumpió —. Esto va a decir usted: “De nieve están cubiertos mis cabellos…”
La madre sacudió los hombros ante el continuo disparatar y se fue adentro.
Lola, desde el sofá en que se oprimía los ojos, ya con sueño, continuó:
“Un año ausente de tus ojos bellos…
— ¿Cuáles? — preguntó Rohán.
— ¡Bah! — repuso Mercedes, hamacándose con las manos entre las rodillas —: Mis ojos no, señor duque… — Y lo miraba insistentemente, levantando los ojos a él desde el “pouf”, con una de esas sonrisitas irónicas que nos hacen pensar si no hemos perdido antes, mucho antes, alguna ocasión que ya no nos concederán.
Por fin, seriamente, Rohán se despidió. Eglé estaba apoyada muy derecha de espaldas en la cola del piano. Rohán se inclinó y le levantó el mentón.
— Adiós, Eglé.
— Adiós…
— ¿Me quieres dar un beso? — le dijo con una segura sonrisa de hombre que sabe bien dominar la situación.
Pero la criatura lo miró en los ojos tan desconsoladamente, que Rohán se avergonzó de su sonrisa y no la besó.