Historia de un amor turbio

VI

El viaje de Rohán duró ocho años. Después de una larga temporada de idilios montmartrenses, — y en bohardillas, para más carácter, a ejemplo de todos los muchachos americanos que van muy jóvenes a París —, dedicóse a conocer bien la pintura. Frecuentó museos y talleres con la asiduidad exagerada de quien trata de convencerse de este modo de un amor que no siente mucho; leyó cuanto es posible leer sobre arte, y al cabo de tres años de esta efervescencia de erudición, un libro cualquiera le hizo ver de otro modo las cosas, e ingresó en un taller de fotograbados, con el fin de hacerse honradamente útil. Lo primero que hizo fue comprar una blusa azul, y lo segundo pasear orgullosamente con ella. Siguió dos meses el aprendizaje. Aprendió cosas preciosas para un obrero, pero absolutamente superfluas para él. Compró una máquina completa de fotograbados para trabajar luego, aunque sabía muy bien que todo eso era en él una monstruosa farsa. Hasta que al fin, devorado de repugnancia ante sus diarios sofismas, abandonó todo.

Su padre, bastante encantado de esa febril procura de vocación, común en los seres que no tienen fuerzas para seguir la que verdaderamente sienten, esperaba.

Pero, entretanto, el estómago de su hijo, que había dejado a éste en paz esos largos años, volvía a digerir por su cuenta. Tras la dispepsia llegaron los estados neurasténicos, y con éstos la desesperante  obsesión de sentirlos. Y los microbios, y el terror a la tuberculosis. Fueron tres años duros, sin hacer absolutamente nada — pensar no es tarea para un neurasténico — que Rohán digirió tan penosamente como su kefir.

VII

Un día, sin embargo, saliendo de su casa, entró en una panadería y compró cinco céntimos de pan que comió hasta la ultima migaja. Hacía una semana que no tomaba sino tres tazas de “yoghourt” por día. Pero tras largas horas de cavilaciones al respecto, había contado éstas por fin en el siguiente razonamiento:

Todo trastorno de un estómago lesionado cede a un régimen adecuado al carácter de esos trastornos: dieta, leche, bismuto, bicarbonato. Yo he ensayado todo y no he sentido el menor alivio. Si mi estómago estuviera verdaderamente enfermo, al cabo de un mes de severo régimen debería sentirme infaliblemente mejor; poco, tal vez, pero mejor. Y he aquí que un simple trago de agua me hace tanto daño como una comida completa. Lo que es absurdamente ilógico. Luego, yo no tengo nada en el estómago.

Tal acaeció. Salvo el malestar de la glotonería, nada sintió con su pan, y desde el día siguiente se encontraba curado, y con la convicción de que nunca más dejaría a su estómago preocuparse.

Sano ya, no volvió a pensar en erudiciones farsantes ni azules blusas de trabajo. Veía claro muchas cosas por la sencilla razón de haber pagado su tributo de zonceras y por tener sobre todo ocho años más. No buscaba más vocaciones, comenzando ya a sentir oscuramente la suya, que debía ser más adelante una profunda y enfermiza sinceridad consigo mismo. Pero tampoco se hallaba con ánimo para nada, y al cabo de este tiempo volvió.

Durante su estada había sostenido con las de Elizalde poca correspondencia. Recibió de Mercedes cinco o seis cartas, que él contestó con gran retardo. En los primeros cuatro años envió una sola, pues quería romper con todos sus recuerdos de América para vivir más puramente las impresiones de París. Luego, la sinceridad naciente fue borrando poco a poco todo aquello que no era suyo, y en este estado escribió a Mercedes una larga carta llena de cariño, dándole cuenta de una infinidad de cosas nimias, prueba de que se sentía más bueno y más contento. Mercedes le respondió con igual extensión. Supo así que Lola se había casado, pero que en cambio ella, a pesar de “su belleza”, corría gran riesgo de no hacerlo nunca. “Tengo ya veintiséis años y ¡usted está tan lejos! ¿Se compuso del todo de su estómago?”, etc., etc.

VIII

Ciertamente, una de las primeras visitas de Rohán al volver fue para las de Elizalde. Apenas lo entrevió Mercedes desde el comedor, gritó hacia adentro:

— ¡Mamá, mamá! ¡Rohán está aquí! ¡El duque Rohán, mamá!

Y se precipitó a su encuentro.

— ¡Ya no podía más, amiga! — tendió las manos Rohán —. ¡Por fin la veo!

— Y yo me moría. ¿No se encontró con papá? Se fue hace cuatro meses. ¿Cómo le fue?, cuénteme. ¿Cómo le fue?

— Divinamente. — Y tuvo que responder a las febriles preguntas de asombrosa incongruencia de la joven.

La madre había llegado. De pronto Mercedes se interrumpió:

—¿Y Eglé? ¿Eglé, mamá?…

Eglé entraba ya, y Rohán se sorprendió de reconocer perfectamente su rostro del cual no creía acordarse más. Solamente, la belleza un poco angelical de la criatura se había humanizado, más hermosa ahora por más tangible, más deseable y por estar al lado nuestro. Se dieron la mano amistosamente.

— ¡Cierto, si apenas se conocen! — observó Mercedes—. ¿Te acuerdas de Rohán, Eglé?

— Me acuerdo — respondió Eglé sonriendo. Rohán se acordó también; pero la joven había apartado tranquilamente los ojos y miraba al patio.

Después de dos horas Rohán se levantó para irse.

—Se queda a comer, ¿verdad? — lo detuvo tumultuosamente Mercedes. La joven lo observaba desde hacía un momento.

— Le hallo la expresión cansada… ¿Enfermo, no? Sí, ya sé que estuvo enfermo… Pero no es eso: fatigada, no cansada… ¿Por qué no, mamá? — levantó las cejas, al ver que su madre se encogía de hombros —. Puede estar fatigada, sin… ¿Qué edad tiene? — se volvió de golpe a Rohán.

— Veintiocho años.

— Vamos a ver, dígame cómo estoy yo. — Y se paró frente a él, con la manos cruzadas atrás — . ¡Veamos! ¿Soy tan linda como antes? — agregó, nerviosa ya por la proximidad y el examen.

— Un poco más…

— ¿Por qué un poco más? ¿Y por qué lo dice de ese modo?

Pero como él se contentaba con sonreír, Mercedes le hizo de soslayo un mohín con los ojos entornados, levantando la nariz.

Luego, en la mesa, la madre lo retuvo media hora, preguntándole una porción de cosas de Europa que ella sabía tan bien como él; y no obstante darse cuenta del desgano con que Rohán le respondía por eso mismo, persistía en su empeño.

Al fin tuvo lástima de Rohán y lo dejó ir a la sala, con la majestuosa y protectora tolerancia que las madres acuerdan a los hombres para que pasen a la sala donde están sus hijas. Mercedes tocaba el piano a vuelo tendido.

— ¿Le dejó ya mamá? ¡Que horror! Sea bueno, siéntese aquí, cerquita de mi ¿Cómo le fue de amores?

— Muy mal. Usted sabe bien…

— ¡No, no, en serio! ¿Cómo le fue?

—Mal.

— ¿De veras? — le preguntó con cariño.

— De veras.

La joven lo miró pensativa.

— Es raro…

—¿Por qué?

— No sé, me parece…

Rohán se rió.

— No obstante, usted, amiga, nunca se enamoró de mí.

— ¡Oh! Yo soy diferente… Eso es distinto. Fuera de que — agregó después de un instante —, a pesar de mis vestidos y de lo que el duque de Rohán me atribuye amablemente, él tampoco se ha enamorado de mí.

Se miraron sonriendo.

— ¿Quién sabe? — rompió él.

— ¿Quién sabe? — repitió ella —. ¿Qué más? — continuó, comenzando a turbarse.

— ¿Cómo, qué más?

— Sí, diga otra cosa.

— ¡Pero no sé nada!

— ¡Dígame cualquier cosa, pronto! — concluyó la joven, ya alterada.

Era un crimen abusar de ella, y Rohán suspendió el juego.

— ¡Esos nervios, amiga!

— ¿Qué nervios?

— Los suyos.

— ¿Qué tienen mis nervios?

Estaba lanzada de nuevo. Pero concluyó por encogerse desdeñosamente de hombros.

— ¡Qué aburrido que está usted hoy, Rohán! ¡Eglé! — se volvió a ésta que, de pie, delante del piano, recordaba un vals con un dedo —. Siéntate aquí. Ahora Rohán nos va a contar una cosa nueva.

Eglé se sentó, y las dos hermanas, atentas, esperaron.

El las miró sorprendido; pasó un momento, y la situación se hizo tan francamente ridícula, que se echaron a reír, levantándose.

IX

Rohán continuó visitando con frecuencia a las de Elizalde. A pesar de los años transcurridos, el carácter especial de su amistad con Mercedes no cambió, aunque tal vez ahora las constantes provocaciones de la joven habían cobrado una forma más lánguida, más retorcida, más segura, en que se sentía ahora a la mujer formada.

Así, en una de estas ocasiones, Mercedes se obstinó en que Rohán le contara algún amor suyo. Cansado ya de rehusarse, aquél empezó de golpe:

— Había una vez una madre que tenía dos hijas, con la mayor de las cuales…

Mercedes escuchaba, inmovilizada en una de esas profundas atenciones que hacen sospechar en seguida que se está pensando en otra cosa. Muy pronto lo interrumpió:

— ¿La quiso mucho?

— Mucho.

La joven quedó callada y satisfecha.

— Dígame — añadió —, ¿usted cree que a mí me hubiera podido querer así?

— Creo que no.

— ¿Por qué?

— Porque usted no me hubiera querido como ella, primero; después…

Mercedes se echó a reir.

— ¡Imposible! Dice muy bien. Hubiera sido preciso… ¿verdad? Sí, sin duda… ¿Y si yo lo hubiera querido? — le preguntó con los ojos y la sonrisa entera mareados.

Rohán acercó a ella el taburete hasta tocarle las rodillas.

— Veamos — dijo —. Adivine lo que tengo ganas de hacer en este momento.

— Diga.

— Suponga.

— ¡No, diga!

— ¡No, suponga!

Se sonrieron un largo momento, mirándose ; y Rohán pudo seguir línea por línea el cambio del semblante de la joven, que con los ojos siempre entornados se iba poniendo gradualmente seria, como cuando ya comienza la emoción.

Seguramente Rohán no era más el muchacho de antes, y la joven sentía que ahora no dominaba ella la situación. Sin embargo y con todo, se atrevió.

— ¿…un beso?…

Rohán sintió el fustazo de la provocación, y los dedos se le crisparon. Resopló profundamente y optó por levantarse, poniendo, al hacerlo, una mano en las rodillas de la joven.

Mercedes siguió con los ojos su paseo, y al rato insistió aún, arrastrando la sílaba:

—…sí?

— ¡Pero es idiota lo que está haciendo! — se volvió bruscamente Rohán a ella con la voz dura —. Usted bien sabe que no quiero, ¿verdad? ¿A qué esas zonceras? Y sobre todo, terrible amiga, le juro que no estoy absolutamente enamorado de usted.

Mercedes lo miraba siempre, pero evidentemente sin estar ya en la situación, con esa peculiaridad femenina de apartarse de la emoción del momento, por honda que sea, para imaginar las posibles consecuencias de un cambio de situación: si ella hubiera respondido otra cosa, si él la hubiera besado, etc, etc.

Pero Eglé llegaba felizmente, y todo pasó. Cuando Rohán se fue, Mercedes le tendió sus manos en el vestíbulo, muy tranquila y alegre.

— ¿Hasta mañana, no? Es decir, hasta el lunes. ¿Pero por qué no viene mañana? No lo comeremos… ¿Usted me hace el amor, Rohán?

— De ninguna manera. En cambio, es muy posible lo contrario.

La joven lo miró un instante asombrada. Llevóse las manos a las faldas y le hizo una profunda reverencia, tarareando:

— Matantiru-liru-liru…

— Adiós — se rió Rohán, Pero como ella se mantenía humildísima, él le hizo a su vez una grave reverencia.

X

Su amistad con Eglé, en cambio, era bastante fría. Trató de serle agradable por vanidad, al principio, luego sinceramente, al encarnar en la espléndida mujer de ahora a la criatura que le había llorado su amor hacía ocho años. Aunque estaba seguro de que todo lo anterior fuera una enfermiza ternura de la pequeña porque su grande amigo se iba a ir muy lejos, la indiferencia de ahora — tan justa, sin embargo — le parecía excesiva.

Una noche, observándola en silencio, deploró hasta el fondo del alma no volver a ocho años atrás. La veía de perfil, apoyada de brazos sobre la cola del piano, el busto fuertemente coloreado por la pantalla punzó. Hojeaba las músicas, completamente entregada a sus ojos, en su serena y firme soledad de cuerpo deseable que tiene la perfecta seguridad de que no lo podemos tocar.

— Usted ha cambiado mucho, Eglé — rompió él después de un largo silencio.

— ¡Yo! — se volvió la joven, sorprendida.

— Sí, usted; usted era más alegre antes… Verdad es que hablo de muchos años atrás.

— Es posible… Pero ahora soy tan alegre como antes — añadió con una sonrisa.

Rohán no insistió, y callaron. En el fondo, él no quería hablar; pero se sentía a su pesar arrastrado a hacerlo.

— Lo que noto — agregó al rato — es que usted era más expansiva.

Eglé se puso seria, sin responder.

— Por lo menos me quería más — concluyó Rohán, que aunque se esforzaba en ser natural, sentía él mismo su voz tomada.

Esta vez la joven volvió la cara a él, levantando las cejas de extrañeza.

—¿Más?…

— Me parece que sí — sonrió él con esfuerzo.

— Aun creo que recuerdo la fecha…

Eglé hizo un ligero gesto de desagrado y dejó el piano, sentándose. Hubo un largo silencio.

— ¿Cómo se acuerda de eso? — preguntó la joven al rato.

— No sé; me he acordado. Pero le ruego — agregó él fastidiado por el disgusto frío de los ojos de Eglé, y, sobre todo, por su fracaso — que no vea más allá de lo que he dicho. Me acordé no sé por qué, un recuerdo, ¡qué sé yo! Supongo que no creerá que hablé de eso como un reproche… ¡Lo que lamento — concluyó alterado — es haberme acordado estúpidamente de eso!

Se había levantado, paseándose con las manos en los bolsillos. Pero los dedos le cosquilleaban demasiado para tenerlos inmóviles. Cada vez que pasaba frente a la vitrina, se detenía un momento, hacía girar dos o tres chucherías, para recomenzar a la vuelta siguiente con los mismos muñecos.

— ¡Usted no creerá que lo odio! — rompió de pronto Eglé con una sonrisa forzada.

— ¡No, no es eso; bien lo sabe!

En ese momento Mercedes entró de la calle.

— ¡Rohán, lo que he visto! ¿Y mamá? ¡Pronto, el té! ¡Me muero de hambre; de hambre, Rohán!

Voló adentro, volvió sin sombrero y se sentó frente a su amigo.

— Rohán… mi amigo Rohán… Verá — le dijo tocándole apenas la mano —. ¿Sabe a quién vi hoy? A Olmos, el gordísimo Olmos. ¿Por qué no viene un día con él?

Pero se interrumpió, observando a Rohán con atención.

— ¿Qué tiene usted hoy? — le dijo.

Rohán se encogió ligeramente de hombros.

— ¿Qué tiene? — prosiguió la joven —. ¡Qué horror, dígame algo! ¿Lola se encontró esta mañana con usted? Yo lo quiero mucho, Rohán…

Pero éste estaba lleno de rabia con toda la casa, no hablaba una palabra, de modo que Mercedes tuvo que declarar, apretándose la cabeza, que su amigo estaba completamente imposible.

Rohán se fue casi en seguida y Eglé, más próxima a él, lo acompañó hasta el vestíbulo. Al despedirse, Eglé lo miró.

— ¿Está enojado? — le dijo.

— ¡Absolutamente! — repuso Rohán —. Pero le juro que jamás volveré a acordarme de nada.

Se fue, rabioso ahora consigo mismo por su respuesta que lo alejaba para siempre de Eglé —. Soy un imbécil, — se decía.

Lloviznaba, y la garúa desmenuzada que irisaba su traje iba oscureciendo poco a poco el asfalto.

Caminó sin fijarse por dónde, y al llegar a la esquina de su casa se detuvo un momento; pero se decidió a continuar, vagando. No tenía sueño, y sí demasiado mal humor para acostarse a reconstruir escenas de tormento. Por fin, a las dos, entró en su casa, y con el portado que dio pareció haber hallado un escape al hondo disgusto de sí mismo.

— ¡Mejor! ¡Así se acabó todo!

Eglé…

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