Historia de un amor turbio

XI

Rohán pasó una semana sin ir a lo de Elizalde. Lo que continuaba mortificándolo no era tanto la frialdad de Eglé como lo que él llamaba su torpeza de hombre de veintiocho años. “Me he entregado en diez minutos; ni siquiera he podido sostener la voz.” Fueron siete días de vanidad herida; y en el fondo, sin que él se diera cuenta, de creciente amor a Eglé. A todo lo cual se agregó su estómago.

Rohán había adquirido, tras su extraordinaria cura en Europa, la convicción de que nunca más su estómago volvería a inquietarlo porque él no quería. Cuando de repente constató, casi con más fastidio por el fracaso de su razonamiento que por su malestar mismo, que, a pesar de todo, las cosas retornaban.

Comenzó a despertarse con dolor en la cintura y el cuerpo molido, no obstante un sueño masivo de nueve horas. El apetito, imposible. Sin embargo, no quiso rendirse. Penetrábase con toda clara voluntad, de su aforismo de antes: “No tengo absolutamente nada en el estómago,” No quería caer en la antigua tortura del estudio incisivo de cada síntoma. Su estómago, no enfermo, debía entrar en seguida en la norma que le imponía su claro diagnóstico.

Pero no hubo psicologías posibles. A los diez días una nueva crisis, si bien pasajera, reinstalábase con su angustioso séquito, y Rohán se resignó humanamente a sufrirla. Pidió licencia de un mes en el ministerio, donde había vuelto a ingresar, esta vez como subjefe de división.

Después de dos semanas de decaimiento, náuseas y chuchos, no quiso dejar pasar más tiempo sin ir a lo de Elizalde. Recibiéronle con un mar de reproches por su ingratitud.

— ¡Cómo ha cambiado en pocos días! — decíale la madre —. ¿Su estómago, otra vez? Es horrible, yo sé. ¡Lo único, lo único es un régimen!

— ¿No le hace mal el cigarro? — le preguntó Eglé.

Rohán volvió los ojos a ella y se asombró de la naturalidad con que Eglé lo miraba.

— No, muy poco…

— ¿Por qué no se va, Rohán? — exclamó bruscamente Mercedes, que se había mantenido alejada en la sombra.

— ¡Mercedes! — exclamó la madre severamente.

— ¿Qué, mamá? — contestó tranquila la joven, afrontándola. Y de nuevo, más cortante aún:

— ¿Por qué no se va, Rohán?

La madre, suspiró levantándose pesadamente del sofá.

— El día que usted le haga caso a esta chica — explicó a Rohán — está perdido. Y al pasar al lado de su hija extendió la mano para calmar esa cabeza loca; pero la joven apartó la cara, como si temiera ser quemada. Eglé siguió a su madre. Pasado un momento, Rohán fue a sentarse al lado de Mercedes.

— ¿Por qué quiere que me vaya? — le preguntó.

La joven, sombría, lo miraba con los ojos entrecerrados.

— ¡Váyase!

— De ningún modo, si no me dice por qué.

— ¡Váyase!

Rohán la miró detenidamente.

— Cuidado — le dijo en voz baja — porque va a llorar.

Mercedes se encogió de hombros. Luego agregó desdeñosamente:

— Porque lo quiero demasiado, ¿verdad?

Y casi sin transición, volviéndose a Rohán, de frente:

— ¡Veamos!, sea franco.

— Veamos — asintió él, acercándose más.

— ¿Usted es franco?

— Franco.

— ¿No va a mentir?

— No voy a mentir.

Mercedes lo miró hasta el fondo sin que ni uno ni otro perdieran su gravedad.

— ¿Usted cree que lo quiero? — dijo ella por fin.

Rohán le contestó seriamente:

— No.

— ¿Verdad?

— Verdad.

La joven lo observaba sin verlo, como en la vez anterior, pensando en lo que habría sucedido si él hubiese respondido…

Rohán acababa de ponerse de pie, cuando Mercedes le tendió las manos.

— Levánteme — le dijo.

Rohán notó claro el cambio de su voz. Prestó oído: Eglé tocaba el piano en la sala. La levantó entonces, y aprovechando el mismo impulso, cruzó sus manos detrás de la cintura de la joven y la besó en la boca. Ella lo rechazó bruscamente, Rohán se compuso maquinalmente la corbata y entró en la sala.

Cuando después de media hora Mercedes fue a su vez a la sala, la madre defendía a Europa de Rohán, que mostraba una agresión extremada, si bien riéndose.

— ¡Pero vamos a ver! — objetaba la madre —. ¿Por qué dice eso? Usted ha estado ocho años, es inteligente, sabe francés… Sí, sí, no te rías, Eglé; podría haber vivido mucho allá y no saberlo, verdad? ¿Y por qué no le gusta? ¡Qué hombre!

— Sí, me gusta…

— ¡Pero hace un momento decía lo contrario!

— No, señora; me refería a las mujeres.

— ¡Salga! ¡Si usted mismo no cree lo que está diciendo!

— Le juro que sí.

— ¡Sobre todo lo que decía hoy!

—Eso más que nada. Figúrese que una vez…

Aunque un poco espantada, se reía de los disparates de Rohán. En un instante de silencio, Mercedes levantó la voz:

— Rohán, que es tan inteligente, debe saberlo.

El sarcasmo de la voz fue tan visible que todos se volvieron a ella.

— ¿Otra vez, mi hija? — prorrumpió la madre sorprendida. La joven, sin dignarse responderle, no apartaba los ojos de Rohán.

— Se supone todo lo contrario, ¿no? — sonrióse éste, inseguro.

— ¿Y cómo quiere que se lo diga? — clamó Mercedes con rabia.

Rohán se encontró violento, a pesar de su confianza con la familia.

— ¿Qué le ha hecho? — le preguntó inquieta la madre.

— Nada, absolutamente nada… — respondió él, temiendo horriblemente en su interior una escapada de nervios de su amiga. Y como ésta no apartaba de él sus ojos de sombrío combate, apresuróse a reanudar la discusión.

Al conciliado final de ella, Rohán se volvió a Eglé, que había tenido los ojos fijos en él mientras hablaba.

— Y a usted, ¿le gusta Europa?

— ¡Sí, mucho! — le contestó ella sonriendo.

Tras sus ataques paradójicos — pero ataques siempre — Rohán había temido que Eglé quisiera halagarlo, poniéndose servilmente de su parte. Sintióse orgulloso de ella.

— ¡Ah! nos olvidábamos de decirle — detuvo la madre a Rohán, al despedirse —. El martes nos vamos a la quinta. Hace mucho calor aquí, y mi corazón… ¿Irá pronto a vernos? ¿Sigue un régimen, no? Cuídese mucho; yo sé lo que es el estómago. Lola, el primer año de casada, sufrió también horriblemente. Ahora lo hallo mucho mejor — concluyó observándolo.

— Sí, señora, de noche; pero mañana recomienza la fiesta. En fin, hasta pronto.

Mercedes se había acostado ya, de pésimo humor. Eglé lo acompañó otra vez.

— ¿Irá pronto? — le dijo al darle la mano.

Rohán la miró y vio sus ojos azules turbados, a pesar de la tranquilidad de la voz. Los párpados le temblaban imperceptiblemente. El detuvo la mano en la suya.

— ¿De veras? — le dijo en voz baja. Eglé la desprendió con una sonrisa.

— De veras.

Rohán salió caminando apresuradamente, loco de contento. No veía otra cosa que su último momento con Eglé, su Eglé, su pequeña Eglé, desahogando su bullente felicidad en acelerada marcha y apretones de puño dentro de los bolsillos hasta reírse él mismo de su entusiasmo.

XII

Al día siguiente, ya a las dos, estaba en lo de Elizalde. Pero no pudo ver ni a Mercedes ni a Eglé, pues ambas habían ido después de almorzar a la quinta a arreglar un poco aquello. Tuvo así que resignarse a perder un cuarto de hora con la madre.

— ¡Qué horror, Rohán! ¡Tiene un semblante atroz! ¿Pasó mala noche, no? ¿Pero es posible que tenga frío con este día? — añadió fijándose en el sobretodo de aquél —. ¡Bájese el cuello, por lo menos! — concluyó riendo.

Pero Rohán tenía demasiada experiencia de sus fríos para condescender con la maternal solicitud; ni aún sacó la muño de los bolsillos. Tuvo que irse, fastidiado de su fracaso.

Pasaron luego ocho días malos, Al fin, repuesto, fue a Constitución, y veinticinco minutos de viaje pareciéronle abrumadoramente largos. Dos o tres veces miró inquieto el sol, temiendo llegar demasiado tarde.Quería verla en plena luz, ver bien sus ojos, con el ligero fruncimiento de cejas que le era habitual cuando miraba con atento cariño. Llegó a Lomas, transpuso el puente sin apresurarse — ahora que iba a verla —, como si se debiera ese sacrificio de amor. Desde la primer curva de la avenida Meeks distinguió el blanco grupo en la vereda — la madre y Eglé sentadas en el banco de piedra, Mercedes recostada con las manos a la espalda en un paraíso. Al cruzar la calle lo conocieron. Mercedes avanzó a su encuentro afectando no verlo, para evitar la ridícula y cariñosa situación de dos amigos que reconociéndose de lejos no pueden dejar de reírse.

La joven lo recibió como si no recordara más su última noche.

— ¿Sanó ya? ¡Qué felicidad! ¡Qué aburrimiento, Rohán! ¿Se queda a comer, verdad? ¿Sí? ¿Se quedará?

Como la insistencia estaba llena de la más cordial buena fe, y su intención, por otro lado, no era otra, respondió que sí. En cambio, notó desde la primer mirada que Eglé no quería acordarse de nada. Saludó a Rohán rápidamente, volviéndose en seguida a comentar con su madre un grupo que pasaba por la vereda de enfrente. La indiferencia era excesiva para ser sincera; pero aún así Rohán sufrió un golpe doloroso. Prosiguió charlando con Mercedes, sin dejar ver en lo más mínimo su desengaño. Al revés de lo que le acontecía cuando estaba solo, en que todas sus emociones transparentábanse en el semblante, en presencia de gente disimulaba aquéllas perfectamente.

— ¡Qué tarde divina! — suspiró al rato la madre mirando al cielo —. No sé por qué no vivimos aquí siempre… ¿Caminemos, le parece?

Se pusieron en marcha, siguiendo la Avenida hacia Temperley. A cada instante tenían que apartarse ante el ciclismo titubeante de chicas con capota blanca caída atrás, cuyas ayas prestaban el hombro dormido al incipiente equilibrio. No siendo posible marchar sosegadamente, tomaron una avenida transversal, al oeste.

Caminaban despacio; Mercedes y Eglé iban adelante, dejando jugar los brazos pendientes alrededor de las caderas. Cantaban en voz baja. De pronto Mercedes se quejó:

— ¡Eglé, por favor!

Eglé tenía muy poca voz y aún afinaba mal. Acostumbrada a las protestas musicales de su hermana, sonrióse sin interrumpirse. Rohán miró a Eglé con profunda ternura.

— ¡Qué tarde! — tornó a repetir la madre, como si jamás hubiera visto una tarde igual. Todos se detuvieron, sin embargo, volviéndose hacia el camino recorrido.

El crepúsculo era realmente apacible en su frescura húmeda de quinta. La calle adoquinada, limpia por el aguacero del mediodía, albeaba todavía en el centro de la calzada, entre la doble fila de paraísos y álamos, cuyo follaje sombrío oscurecía ya las veredas. No hacía viento; todos los molinos estaban inmóviles. Las voces, cortadas, se oían claras y distintas en las quintas vecinas — las voces de mujer sobre todo. A pesar del olor a carbón que enviaba la vía, llegaba hasta ellos de vez en cuando, en vahos purísimos, el fresco olor de los eucaliptos de Temperley, cuya masa pizarrosa se confundía al sur-oeste con el cielo. Una tenue neblina esfumaba las frondas quietas, adormecía el paisaje, dando al atardecer moroso y sin viento una tranquilidad edénica.

Volvieron lentamente, y era ya de noche cuando llegaron a la quinta. Después de comer repitióse el paseo; esta vez Rohán al lado de Eglé, dirigiendo juntos la marcha hacia Temperley.

— ¡Cuidado, Rohán! — alzó Mercedes la voz tras ellos. Ambos volvieron el rostro. Mercedes, que avanzaba con la cabeza al aire, articulaba lentamente:

— “Había una vez un joven pobre que amaba”…

La insinuación era demasiado directa para que los jóvenes no se sonrieran; pero continuaron serios, embargados por esa precipitación fuera de tiempo.

Rohán tenía locos deseos de aclarar su situación — quererse francamente. Pero temía con horror dar otro paso en falso. Después de la primera noche en que habló con Eglé, al recordarle el cariño que ella le había tenido, sentía siempre la vergüenza de que Eglé creyera que él había evocado fatuamente su apasionamiento de criatura para exigirle su amor de mujer.

Caminaban uno al lado del otro, muy ocupados en observar atentamente cada carruaje del corso. Pronto pasaron el límite de éste. Eglé, seria miraba obstinadamente la calle, los ojos agrandados en una expresión de inquieta espera.

— Poca animación — dijo de pronto Rohán. Sabía bien que no la iba a engañar con esa frase indiferente y que ambos se conocían turbados; pero no se le ocurrió nada mejor. Eglé se lo agradeció en su interior.

— Sí, muy poca — repuso —. Y con la tarde tan linda…

Callaron de nuevo.

— ¿Le agrada que haya venido? — dijo de pronto Rohán, con la voz un poco baja y ronca de cariño.

Eglé arrugó la frente, tardando un momento en contestar.

— ¿Por qué? — preguntó al fin.

— ¡Por lo pronto — respondió él secamente — porque creía que eso le iba a agradar! — Tiró el cigarro y se abotonó el saco con los dedos nerviosos.

— ¡Francamente — agregó — es usted admirable! Si no temiera disgustarla más de lo que le disgustan mis ridiculeces, le diría el nombre justo de lo que está haciendo.

La joven se rebeló.

— ¿Qué hago yo?

Rohán la miró con toda la rabia que despertaba en él ese vil coqueteo.

— ¡Lástima que no pueda decirle nada! — concluyó amargamente, volviendo los ojos a la calle.

Prosiguieron, mudos. Detuviéronse debajo de un farol, una cuadra antes de llegar a Temperley, mirando ambos obstinadamente a Mercedes y la madre, que avanzaban lentamente hacia ellos, bajo el umbroso cenador de los paraísos.

Eglé se volvió a él.

— ¿He hecho mal? — le preguntó con la voz sumisa.

— ¡Claro! — respondió él violentamente sin volverse. Y continuó mirando a lo lejos, el ceño contraído y dolorido hasta el fondo del alma.

Volvieron, — Rohán esta vez con Mercedes, pero presa de un seco mutismo. Cuando llegaron a la quinta detuviéronse agrupados en el portón, y la familia entera saludó a sus vecinas, también en la verja, Rohán se hallaba de espaldas a la calle.

— ¡Pero Rohán, salude a las de enfrente! — le dijo Mercedes rápidamente y en voz baja, sin dejar de inclinarse y sonreír a las vecinas.

— ¡Oh, no tengo ganas! — respondió Rohán fastidiado. A pesar de las instancias de Mercedes para que se quedara a comer, marchóse en seguida a la estación. Se abrió un poco brutalmente camino entre los tercetos y cuartetos del brazo que colmaban el andén, subió en el primer tren que pasó, tiró el sombrero al lado, recostó la cabeza y cerró los ojos, hundiéndose amargamente en ese derrumbe total de su corazón, porque comprendía que después de lo que había dicho no le era ya posible recomenzar jamás.

XIII

Pasaron dos meses. Rohán y Eglé gastaban sus nervios simulando perfecta indiferencia. Cuando la conversación era general, y sobre todo cuando el grupo prestaba atención a una sola persona, observábanse fugitivamente. A veces sus miradas se encontraban, y desde ese momento ambos insistían infantilmente en dirigirse la palabra con la más clara expresión de naturalidad, para que Rohán no supiera… para que Eglé no llegara a creer…, etc.

Se llamaban a veces por el nombre de un extremo a otro del comedor, a fin de darse prueba de cabal dominio de sí. Pero ambos sabían que, a pesar de esto, no lograban engañarse uno a otro y que su amor continuaba creciendo en el fondo de esas bravatas.

Una mañana, después de ocho días de ausencia de Lomas, Rohán se encontró con la familia en el centro y tuvo que acompañarla a la estación. Dos o tres choques picantes con Mercedes lo distrajeron felizmente de la inmediación excesiva de Eglé, sentada a su frente. En el andén logró aislarse con Mercedes en un ambiguo y mareante tête à tête, forzando a tal punto la libertad de historias que ella le concedía, que la joven tuvo que advertirle dos o tres veces que era absolutamente imposible seguir oyéndolo.

Llegaron caminando hasta la locomotora, y el crudo resplandor del día les hizo volver en seguida adentro, a la sedante luz tamizada en que los ojos descansaban. Sobre el portland luciente sus pasos resonaban claros a contratiempo. Una carcajada que Mercedes no pudo contener se propagó nítida hasta el portón de entrada.

Al sonar la campana, Rohán subió con ellas un momento, sentándose al lado de la madre, Eglé se colocó junto a la ventanilla, mirando hacia el portón. Mercedes, el busto erguido, cruzó la sombrilla bajo las rodillas, como si fuera en auto sentada en el medio. Tenía la mirada febril y se mordía sin cesar los labios por dentro. Rohán miró el reloj.

— ¡Cuándo va a vernos, Rohán! — quejóse la madre, aunque en verdad la queja era por el calor que hervía dentro de su enorme corsé —. Hace quince días que ha desaparecido. ¿Está enfermo otra vez?

— No, señora, iré pronto…

—¿De veras?

— Sí, mamá, mañana — afirmó brevemente Mercedes.

— ¿Lo esperamos uno de estos días? — continuó la madre, sin hacer caso de su hija.

— ¡Mamá, te digo!… — sacudió Mercedes la cabeza impacientada.

— Muy bien; iré mañana, señora. Como su señorita hija tiene especial empeño en que vaya.

— ¡Ah, no! — lo detuvo la joven —. ¡Ah, no! Yo no deseo absolutamente nada; ¡muchas gracias! Solamente — añadió mirando fastidiada a otra parte — que de Rohán se muere por ir.

Rohán vio claramente a dónde iba, y la desafió.

— ¿Por ir, nada más?

— ¡Y por Eglé! — acentuó claramente Mercedes.

Eglé volvió la cabeza y lanzó a Rohán una disgustada y fría mirada. La madre levantó la vista a su hija mayor, con perfecta incomprensión de madre que no quiere comprender.

— ¡Nada, mamá! — respondió Mercedes a esa muda interrogación —. Hablo con Rohán.

Rohán, por su parte, mortificado, no hallaba qué decir.

— ¡Qué penetración! — se le ocurrió al fin, consciente mientras se le ocurría, lo decía y acababa de decirlo, de que aquello era una vulgaridad. La joven lo comprendió también y su boca ge entreabrió en una cruel sonrisa.

— Hubiera creído que los hombres son más inte… ocurrentes — se corrigió.

— ¡Mercedes! — clamó la madre.

— ¡Bueno, inteligentes!, ¡In-te-li-gen-tes! ¡Así! ¡Yo no tengo la culpa si Rohán dice pavadas!

Continuaba desafiante, la sombrilla perfectamente equilibrada entre las manos. La madre miró a Rohán, y Eglé volvióse de perfil a su hermana; pero como ésta seguía vibrante, cambió con Rohán una sonrisa forzada, riéndose en seguida con la madre. Cruzóse de piernas y se arrellanó en su rincón, seria de nuevo.

El tren partía. Rohán cruzó un rápido saludo de manos con la madre y Eglé; y tuvo que detenerse allí, porque Mercedes, por toda respuesta a su mano extendida, se había contentado con encogerse de hombros.

XIV

Pasaron quince días después de este encuentro antes que Rohán fuera a Lomas. Pero soportó alegremente los duros reproches de ingratitud por su ausencia, a pesar de que el saludo de Mercedes no  había sido de lo más cordial.

— ¡Qué alegre está hoy! — observó al fin Mercedes, volviendo a medias la cabeza a él.

— Sí, hoy estoy bien — respondió Rohán, Y acercándose a ella, muy cordial —: Sólo me hace falta su cariño.

Mercedes echó la cabeza atrás, entornando los ojos.

— ¿No se va a morir, Rohán?

Rohán fue y se detuvo francamente ante ella:

— Hagamos las paces — le dijo con lealtad. Pero tan cerca de ella estaba, que sintió el perfume de su carne distendiéndole los nervios en una ola de profunda languidez. Recorrió una por una sus facciones y se detuvo en la boca entreabierta de la joven. Mercedes hizo a su vez el mismo examen de facciones, deteniéndose también por fin en la boca de él. Pero tuvieron que apartarse un muchachote pecoso pasó por la vereda en bicicleta, volvió la cabeza sobre el hombro y miró fijamente a Mercedes. Eglé y la madre, muy separadas, retornaban lentamente del breve paseo a la esquina.

Comenzaba a anochecer. Rohán, que en las dos o tres veces que fuera a Lomas los domingos de tarde, había tenido la dicha de hallar a las de Elizalde sin deseos de pasear en el corso, tuvo entonces que resignarse a entrar con ellas, oprimidos en la estrecha caja del “breack”, saludando, cubriéndose de polvo, sin más diversión para Rohán que ver las eternas e insistentes miradas masculinas a Eglé.

El enojo de Mercedes con su amigo no cesaba. Más tarde, en la mesa, se refería siempre a de Rohán con incisiva negligencia.

— ¿Te fijaste, mamá, en las de Santa Coloma? Ya no saben cómo mirarnos. La menor nos devoraba con los ojos. A menos que mirara a de Rohán — añadió, haciendo correr dos dedos su copa sobre el mantel.

Pero Rohán habíase dispuesto a responder con obstinada buena fe.

— ¿Cree?… — dijo —. No es muy posible, porque no me conocen … No me fijé.

— Es una dicha — sonrió la joven compasiva. Continuaba mortificándolo, no obstante el visible cansancio de Rohán por esa agresión sin fin. La madre intervino inútilmente dos o tres veces. Los sarcasmos de Mercedes, exasperados por la porfiada mansedumbre de Rohán, llegaban ya a un grado intolerable, cuando de pronto la joven levantó el mantel y miró bajo la mesa:

— No se estire tanto, Rohán, que me va a tocar los pies.

Rohán se volvió sorprendido, y en ese instante sintió su propio pie estrechado, entre dos zapatos de charol. Mercedes, inmóvil, lo miraba con una turbia expresión de provocación y mareo.

Antes que Rohán hubiera tenido tiempo de hacer el menor movimiento, Mercedes había retirado sus pies sin hacer ruido.

— No alcanzo, Mercedes… — respondió Rohán. Aunque quiso hablar ligeramente, su voz a él mismo le sonó a falso. Eglé miró a su hermana con atención. La madre, fastidiada al fin, dijo que esas no eran las bromas más adecuadas en una niña… aunque se tratase de Rohán. Este se echó a reir.

—¿Soy tan poco peligroso?

La madre miró a todos.

— ¿Quién ha dicho eso? ¡Oh, por favor, Rohán! Quiero decir que aún para usted, que es de la casa y juega con ella misma, esas bromas son demasiado fuertes. ¡Sobre todo en una niña! — insistió severa, señalando a su hija con el mentón.

— ¡Bueno, mamá! ¡Bueno, mamá! Me arrepiento de todo. Quiero ser juiciosísima, más juiciosa que Eglé. Perdón, mamá; perdón, Rohán…

La madre miró a Rohán con lástima por la ligera cabeza de su hija, aunque también con visible orgullo. Evidentemente tenía debilidad por Mercedes.

Los antebrazos volvieron tranquilos al mantel. A pesar de la paz, la noche pesaba un poco sobre los nervios de Mercedes. Quería estar seria, y de pronto rompía en una carcajada timpánica, bruscamente cortada. Un rato después no pudo más, y durante dos minutos se rió con el ritmo en cascada y contagioso de las chicas histéricas. Mientras nadie hablaba, las carcajadas decrecían hasta perderse y la joven quedaba inmóvil, como abismada. Pero en cuanto se decía cualquier cosa, la risa volvía a jugar convulsiva en sus hombros. Por fin sus nervios se aplacaron, si bien la joven tuvo que evitar por largo rato mirar a nadie.

Habían concluido de cenar, entretanto. Eglé, la cara apoyada en la mano, hacía vibrar un bol. El lamento del cristal surgía temblando del agua irisada y ondulaba en el aire con una pureza de diapasón.

— Mi hija, deja eso — habíale dicho la madre, cuidadosa de la corrección. Pero Eglé, pensativa, no suspendió su juego.

— ¿Y si fuéramos a la estación? — rompió Mercedes, serenada ya —. ¿Vamos, Rohán? ¿Mamá? ¿Eglé?…

No era aquélla una solución extraordinaria, pero Rohán la aceptó de buen grado. La madre fue un momento a arreglarse, seguida de Eglé.

— ¡Venga, Rohán! — exclamó Mercedes, componiéndose rápidamente la falda —. Vamos a esperarlos en la puerta. Déme el brazo, para probarme que no está enojado conmigo.

Antes de llegar a la verja, Rohán se detuvo ante la joven, cogióla de las manos y la miró en plenos ojos. Ella intentó débilmente echarse atrás; pero como él no se movía, respondió a la mirada de su amigo con una esforzada sonrisa.

— ¡Qué lástima! — murmuró Rohán balanceándola ligeramente. La recogió de la cintura y aproximó su cara. Mercedes no intentó desprender su boca, ni devolvió el beso. Sintió un largo instante sus labios oprimidos, gustando así, inmóvil, el mismo fuego que Rohán, abrasándose en su boca.

Cuando éste desprendió la suya, Mercedes se desprendió también de sus brazos, y siguió lentamente hacia la verja. Apoyóse de espaldas en un paraíso y miró la luna sin pestañear. Rohán, frente a ella, se sentó en el banco de piedra, sin ánimo para dirigirle una sola palabra.

— ¡Qué hermosa noche! — murmuró Mercedes. Rohán no respondió. Al rato la joven, con la mirada fija siempre en la luna, añadió lenta:

— ¿Usted sabe que Eglé lo quiere?

Rohán sintió una instantánea y profunda ternura por Mercedes; le pareció que había equivocado su amor hasta ese momento; que era a ella, a Mercedes, a quien quería.

— ¿Tiene celos de usted? — murmuró.

Por toda respuesta, la joven se encogió ligeramente de hombros. La luna de plata agrandaba sus ojos fijos. Pasó un nuevo rato de completa inmovilidad.

— Tengo ganas de llorar — dijo Mercedes suavemente.

Rohán se levantó. Su cariño llegaba ahora a la compasión, a esa profunda compasión hecha de un verdadero río de ternura que brota del corazón masculino tocado en ciertas fibras; esa misma compasión que nos hace decir, sin motivo alguno para ello, acariciando a la mujer amada: “¡Pobrecita! ¡Pobre, mi amor!”…

A tiempo de levantarse, se contuvo: la madre y Eglé, llegaban, ésta con distinto peinado. Rohán la miró con la impresión de haber dejado de verla por varios meses, y sobre todo como si hubiera perdido el recuerdo de su hermosura. La observó encantado, y con una honda inspiración a la sola idea de poder llegar un día a besarla.

XV

La estación desbordaba de gente. Habiendo entrado por el pasadizo norte, tuvieron que detenerse allí, en la más absoluta imposibilidad de dar otro paso. No quedó a las de Elizalde otra acción que medir a las paseantes de una ojeada, y cambiar a su respecto breves palabras. Rohán, por su parte, admiraba la paciencia con que las chicas soportaban el examen. De lejos sabían aquéllas que al llegar allí iban a ser desmenuzadas; y sin embargo las pobres muchachas, incontestablemente mal vestidas, avanzaban sin la menor turbación hacia las de Elizalde, erectas e impasibles en la seguridad de su vestir intachable. Rohán, en disposición de ternezas esa noche, sentía gran simpatía por las pobres chicas.

Un riente saludo de sus amigas hacia el andén opuesto, lo distrajo.

— Crucemos — dijo la madre —. Son las de Olivar; vamos a charlar un momento.

Sobre todo, era más distinguido pasear por allá. Abriéronse paso como les fue posible y los dos grupos se unieron. No obstante poder caminar ahora en paz, el runrruneo de enfrente atraía sus ojos, y entre la conversación general, los comentarios proseguían, esta vez con saña doble por tratarse de las familias comm’il faut.

Desde allí parecía a Rohán más espantoso el rodeo ovino de los paseantes. Iban de un lado a otro, dándose vuelta infaliblemente en cada extremo del andén, como si allí concluyera el mundo. Hacíanlo con lentitud solemne, las caras enrojecidas y sudorosas. Ese lento y obstinado vaivén, visto tras el enrejado de alambre, daba a Rohán una impresión de maniobra porfiada e irracional que ya nos ha acongojado en pesadilla. Y a través de todo esto, los rápidos ululando a toda velocidad, con su cola de viento que montaba los papeles de la vía sobre el andén y hundía los vestidos entre los muslos.

Por fin se retiraron. Eglé y Rohán marchaban adelante, sin cruzar una palabra. También la joven regresaba pensativa.

— ¿Se divirtió? — rompió Rohán.

— No mucho — respondió Eglé, llevándose las manos a las sienes.

— ¿Le duele la cabeza?…

— No, me pesa un poco. ¡Qué aburrimiento! No sé cómo a Mercedes le gusta eso…

— Ella tiene otro modo de ser… A mí tampoco me divierte.

— Yo creía que sí…

— Absolutamente.

Se callaron. Al cabo de un rato, Rohán observó:

— Curioso que tengamos el mismo gusto…

Porque a pesar del silencio de Eglé, habíale parecido a Rohán notar en el “break”, primero; luego en la mesa, y un momento antes en la estación, ciertas miradas de fugitiva y honda fijeza, y que la joven había tenido la precaución de disimular todo lo posible. — Esta noche me quiere — se dijo. Y el demonio de la impulsividad que nos ha hecho perder tantas ocasiones por no contemporizar, le subió incontenible desde el corazón.

— ¿Oyó lo que le dije?

— ¡Eglé! — llamó la madre de atrás en ese instante. La joven se volvió.

— ¿Qué?

— No caminen tan ligero…

— Oí — respondió despacio Eglé, mirando al mismo tiempo a su madre, mientras agregaba en alta voz —: Bueno, ya vamos a llegar…

Rohán vio por tercera vez el camino abierto, pero recordó también los desencantos anteriores. — Apenas le diga algo concreto, — se dijo, — se va a cerrar de nuevo. Sentíase rabioso ahora —: Si piensa que le voy a dar ese gusto, ¡estúpida!…

Como siempre, en estos casos, forzaba la expresión, para afianzarse así en un estado de odio ficticio que se creaba él mismo para resistir mejor.

Llegaron a la quinta, mudos de nuevo. Fueron todos a la sala, donde Mercedes tocó el piano con mucha más apacibilidad de la que hacían presentir sus nervios de esa tarde. Momentos después Eglé reemplazaba a su hermana, y Rohán quedaba solo con ella en el salón. La joven prosiguió tocando; pero poco a poco sus piezas no alcanzaron ni a la mitad, concretándose luego a ligar acordes. Hasta que al fin se volvió a Rohán :

— ¿Qué quiere que toque?

— Lo que usted quiera…

Al oír la nueva pieza, Rohán se sorprendió. Era una cosa vieja, no oída hacía mucho tiempo, y a cuya época volvió de golpe, recorriendo en un segundo todos los cambios sobrevenidos. Cuando concluyó:

— Qué tiempo que no oía esto … ¿ Creo que se lo he oído tocar a ustedes antes? — la interrogó.

— Cierto, es verdad — asintió Eglé, Y sin apartar los ojos de la partitura:

— Mercedes lo tocaba la noche en que usted se fue.

La evocación era demasiado viva para que no lo tornara fosco de golpe. Desde el sofá — la cabeza echada atrás — la veía de perfil. Sus ojos, que bajaban fugazmente al teclado, estaban contraídos por la luz de frente y el esfuerzo de la lectura. Ahora que la atención de su trabajo la hacía olvidarse de su fisonomía, sus rasgos se acentuaban con un gesto un poco duro que debía de ser indudablemente su expresión natural a solas.

Rohán recorría detalle a detalle su cuerpo. El más nimio tenía para él en ese instante una sugestión incisiva; y como notara un alfiler salido a medias del cuello del vestido, eso solo inundó su pecho con una profunda ola de viril ternura. Sentía deseos locos de abrazarla, de protegerla, y la misma bizarra compasión de antes le traía a la boca: — “¡Pobre! ¡pobre!”

Se lanzó en la sima que se abría ante él:

— ¿Qué edad tenía usted cuando yo me fui?

El pretexto para recomenzar era infantil; pero la efusión de su amor lo entregaba como un niño.

— Ocho años. Era muy chica … — agregó Eglé.

— ¡Sí, ya sé! — replicó él secamente, — No he querido decir nada.

Eglé detuvo su mirada en la de él un segundo, pero el tiempo suficiente para que Rohán, por cuarta vez en el día, percibiera la intensa expresión ya aludida.

— Lo he dicho sin intención — se excusó Eglé.

— Creo — murmuró Rohán.

Pero siempre sin apartar los ojos del mismo punto de la música, la joven agregó:

— ¿Porque lo quería mucho, verdad?

— Sí — afirmó él. Y acentuó con doloroso sarcasmo —: Me quería mucho

Pero a pesar suyo, la verdad de su gran cariño lo entregó en otro tumultuoso impulso:

— ¿Se acuerda del balcón?

— Me acuerdo… — murmuró Eglé, aproximando más la cabeza a la difícil música.

Rohán, con el cielo abierto de golpe, se levantó, fue a su lado y puso torpemente su mano sobre la de Eglé.

— ¿Me quiere siempre? — le preguntó con la voz tomadísima de emoción. Eglé alzó la cabeza y lo miró sonriente y turbada de felicidad:

— Siempre…

Rohán se inclinó entonces sobre ella, levantóle la cara del mentón y unió su boca a la suya. El beso fue tan largo, tan apretado, que Eglé salió de él fatigada, rendida por ese amor que entregaba al fin en un beso.

Después de media hora se levantaron y salieron al balcón, No sabían qué decirse de alegría; se miraban riendo.

En la noche clara, la luna brillaba, luminosa sobre su inmensa dicha. El jardín, húmedo al fin de rocío, elevaba al cielo su serena esperanza. Mercedes, desde la verja, los vio.

— ¿Por qué no bajan, Eglé? Está fresco aquí…

— No podemos — contestó Rohán.

— No podemos — repitió Eglé.

Mercedes, después de observarlos un momento, habló con la madre en voz baja y subieron juntas.

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