Historia de un amor turbio

XVI

A la mañana siguiente Mercedes se levantó más temprano que de costumbre. Eglé, con la sábana a los pies, dormía aún. Se desayunó desganada y bajó al jardín. La mañana, fresca y llena de sol, le hizo en tornar los ojos, todavía no bien despiertos. Caminó un rato distraída de aquí para allá, sin resolución precisa ni vaga de hacer nada. Al fin se detuvo, suspiró profundamente oprimiéndose la cintura con las manos y miró a todos lados, aburrida. No sabía qué hacer. Pensó un momento en tocar el piano, pero sentíase llena de pereza de hacer ruido ella misma. Concluyó por subir a su cuarto y volvió con un libro. Sentóse en un banco y releyó atentamente el título cuatro o cinco veces con la mente vaga. Vio así una hormiga que cruzaba el sendero y la siguió con los ojos hasta que se perdió en el césped. Luego levantó la cabeza y el sol le hizo cerrar los ojos. Trató de afrontarlo, usando su mano de pantalla, y por mucho que se esforzó, aún cerrando del todo un ojo y abriendo el otro apenas, la luz la deslumbraba. Resignóse y se sentó de costado, la cabeza en la mano. Entretúvose largo rato con las conchillas, que desparramaba en semicírculo. Su zapato provocó en seguida su atención y extendió ambos pies cuanto le fue posible. Quedóse un momento mirándolos, pensativa. Luego, más pensativa aún, subió lentamente las faldas hasta media pierna. De pronto las dejó caer con un movimiento brusco, mirando inquieta alrededor.

Volvió al libro, abriólo al azar y no entendió una palabra. Lo dejó a un lado desganada, abrazóse las rodillas cruzadas y tornó a suspirar, mirando a todoslados. ¿Qué hacer? Decidióse al fin a ir a despertar a su hermana, ocupación siempre grata para otra hermana aburrida. Subió de nuevo, abrió la ventana de par en par y sacudió a Eglé del hombro.

— ¡Son las diez, Eglé!

Eglé murmuró sin abrir los ojos, tratando de volverse a la pared:

— Tengo sueño… — Pero su hermana cerró el tibio camino con el brazo.

— ¡No, levántate! ¡Si vieras!… Estoy más aburrida…

Eglé entregóse sin hacer más resistencia. Se vistió en silencio con prolijo esmero, mirándose larga y pensativamente en el espejo, como si no recordara ya su cara. Ya peinada salió al balcón, pasando el brazo por la cintura de su hermana.

El sol, más fuerte ya, blanqueaba la avenida caliente y desierta. En la esquina, un “break” cruzó la bocacalle, tronó un momento sobre los adoquines y enmudeció de nuevo en el polvo del callejón. Las hermanas tendieron el busto afuera, pero no pudieron conocer a los viajeros.

— Tengo sueño todavía… — murmuró Eglé —. Si me hubieras dejado dormir…

Mercedes se animó de pronto:

— ¿Vamos al centro?

— Mamá no va a querer.

— No importa; vamos a pedirle — y arrastró a su hermana abajo. En efecto, la madre se opuso resueltamente; el día anterior habían vuelto a las dos de la tarde y era bastante.

— ¡Pero Lola! — se quejó Mercedes — . ¡No sabemos qué hacer!

Desde pequeña, en los momentos de ternura, Mercedes llamaba a su madre por el nombre.

Perdida, pues, la única esperanza de distracción, las jóvenes se miraron desconsoladas. Pero cuando hubieron subido de nuevo:

— ¿Y si lo llamáramos a Rohán? — propuso Mercedes como un hallazgo.

— No — repuso brevemente Eglé —. Va a venir esta noche…

— ¡Cierto! No me acordaba… Señora de Rohán… Queda muy bien. ¿Cuándo te casas?

Su voz había cambiado un poco. Eglé no respondió.

— ¿Sí?… — continuó su hermana —. ¡Pues yo lo llamo por teléfono!

— ¡Mamá! — levantó Eglé la voz —; Dile a Mercedes que no haga eso.

— ¿Qué cosa? — respondió la madre.

— Quiere llamar a Rohán para que venga…

— ¡Mercedes! — clamó la señora desde abajo.

— ¿Por qué, mamá? ¿Acaso porque sea novio de Eglé, va a dejar de ser amigo nuestro?

— No; pero no está bien.

— ¿Pero por qué?

— ¡Porque sí, mi hija! ¡No seas ridicula! La joven miró entonces fijamente a su hermana, entornando los ojos.

— No lo voy a comer, a tu Rohán…

— Creo lo mismo… — repuso Eglé tranquilamente.

— ¿Qué crees?

— Que no lo vas a comer.

— ¡No! ¡Puedes estar segura! ¡No te tocaré absolutamente a tu Rohán! — insistió Mercedes.

— Creo lo mismo.

— ¡Crees!… ¡Dime, por favor! ¿Tienes celos de mí?

Eglé, sin responderle, se levantó con la expresión dolorida.

— ¡Mamá! ¡Dile a Mercedes que me deje en paz!

— ¡Mercedes!

— ¡Nada, mamá! ¡Es Eglé! ¡No se le puede decir nada! ¡Muy bien! Quédate con tu amor, te dejo. ¡Pero puedes estar segura, mi hija, de que nadie te disputará tu felicidad!

Toda esa tarde perduró la acritud fraternal. Pero al caer la noche fueron juntas a la verja, y los comentarios cambiados forzosamente por hábito, trajeron insensiblemente la paz.

XVII

Rohán visitaba al principio los jueves, y en los primeros tiempos la semana le parecía terriblemente larga.

Como siempre se quedaba a comer allá, el miércoles de noche, al sentarse a la mesa en su casa, se acordaba contento: — Mañana no como aquí; es jueves —. Y al evocar a Eglé a su lado, riéndose cada vez que le pasaba el pan por indicación de su madre, sentíase completamente dichoso por ir a verla al día siguiente.

En las demás horas, fuera de los momentos de aguda pasión, el recuerdo normal de Eglé no le producía más que un grande contento de sí mismo, y una reposada claridad para ver y juzgar las cosas. Pero era sobre todo en las circunstancias íntimas: al acostarse, al levantarse, cuando evocaba a su novia; y al hacer o pensar algo bueno que ella ignoraba, o al escuchar algún vago elogio de él. — Si ella oyera… pensaba en seguida.

Por fin el jueves tomaba el tren, acordándose a veces de los viajes que hiciera antes, cuando trataba de convencerse de que Eglé le era indiferente y bajaba en Lomas para ver sólo a las de Elizalde.

Eglé lo esperaba; y a la hora, no antes, porque los días eran largos y la verja sin ligustro, comenzaban su dúo en el jardín.

— ¡Amor, amor mío! — estrechábale Rohán la cara entre las manos.

Eglé, sonriendo, cedía a las sacudidas con que él apoyaba cada palabra de cariño. Por momentos quedábase ella seria y lo miraba atentamente, como si resolviera un problema de dudas sobre el amor de Rohán, o hundiéndose en una de las femeninas y características desviaciones de pensamiento. Rohán sostenía el examen, pensando a su vez en su extrema felicidad el día que Eglé fuera suya. Y ante esta inconfundible expresión, Eglé se entregaba, arrimando su frente al cuello de él. Cuando Eglé sonreía así — mientras Rohán le sostenía alta la cara del mentón —, Rohán sentía bramar dentro de sí, pugnando por escapárseles, los leones del deseo, y tenía que quedar un rato inmóvil, recostado al pecho de su novia para aplacar a aquéllos con hondas inspiraciones.

— Eglé, mi alma…

— ¡Sí, tuya, tuya! — murmuraba ella.

— Si vieras lo que he sufrido…

— ¡Y yo!

Quedaban un momento graves, estrechándose más.

— Mi amor…

— Sí…

— ¿Para siempre?

— Para siempre.

— ¿Para mañana?

— Sí, sí…

— ¿Y para un año?

— Para un año.

— ¿Y para muchos años?

Eglé se reía, demasiado dichosa ya para continuar el juego que ahogaban al fin con sus labios.

En otros momentos, Rohán:

— De lo que estoy seguro es de quererte mucho más que tú a mí.

— ¡No es verdad! — protestaba Eglé.

— Completamente cierto. Y si…

— ¡No, no! Yo te quiero más. ¡Si vieras!…

— Dime — cambiaba él entonces de posición para mirarla de frente —: ¿Por qué no querías hacerme ver que me querías?

Ella, contraída, se echaba sobre el pecho de Rohán.

— ¡Te quería tanto! — murmuraba. Rohán la besaba en la nuca, apartando el cabello con los labios para alcanzar más alto. Y añadía:

— ¿Creías que yo me acordaba de aquella noche, cuando eras chica?

— No, no…

— Sin embargo, no hay otro motivo… ¿Y me querías mucho entonces?

— ¡Mucho, mucho!…

— ¿Menos que ahora?

— ¡Más!…

— ¿Es decir que ahora me quieres menos?

— ¡Oh, malo! — se incorporaba ella por fin, probándole en largos y húmedos besos su error.

Naturalmente, evocaban a cada rato los menores detalles de sus choques anteriores, pero sin lograr nunca ponerse de acuerdo sobre las causas. Lo que para Rohán era evidente, para Eglé no eran sino insidiosos sofismas de aquél. En resumen, todo había pasado por mala interpretación de Rohán, según ella, y por coqueterías de Eglé, según él.

— ¡Pero no! ¡Te juro que no! — protestaba la joven.

— ¡Pero sí! — porfiaba él —. Te gustaba que te quisiera.

— ¡Ya lo creo! — se reía Eglé abrazándolo.

— Y si te gustaba que yo te quisiera y tú me querías, ¿por qué hacías eso?

— No sé, te juro que no sé…

— ¡Yo lo sé, en cambio!

— ¡Dime!

— No quiero — respondía él atrayéndola.

— ¡Dime, dime!

— No quiero…

Y sobre su boca y su cuello susurraba: — No quiero… no quiero… no quiero… — tan bien, que los leones volvían a bramar, trayendo la tregua necesaria.

Pero al rato:

— Quisiera saber qué se ha hecho de la personita impasible de antes…

Eglé se reía, dichosa. Constituía una de las más frescas impresiones de Rohán, el haberla presentido así, profundamente afectiva.

— ¿Ya no hay más gestos de reina, parece, señorita?

— ¡No, no!… ¿Y me querrás mucho tiempo, tú?

— ¡Psss!… Doce años.

— ¡Qué horror!

— Sí; pero como tengo once más que tú, en verdad son aún veintitrés de amor. Once años… ¿mucho, verdad?

—¡Cállate!…

— ¿Aunque nos casemos?

— ¡Oh! — clamaba ella entonces, si bien aproximando a Rohán su cara echada atrás, y en su boca aquella sonrisa con una sola comisura de los labios, que Rohán absorbía en un mudo, hondo y estremecido beso que arrancaba un ronco bramido a sus leones.

A veces, sin embargo, la charla era muy seria.

— Supondrás — asegurábale él — que deseo para ti la misma libertad que para mí. Si quieres ir a un baile, hazlo. Ten la plena seguridad de que te quiero bastante más de lo necesario para hacerte la ofensa de creer que vas expresamente a un baile a enamorarte. Y a este respecto, otra cosa: si alguna vez llegamos a ir juntos, no daremos el cargante espectáculo de meterle a la gente por las narices nuestro amor y nuestras inseparables personas. Tú bailarás por tu lado, y yo por el mío, fuera de los momentos en que tengamos natural deseo de estar uno al lado del otro; ¿te parece?

Eglé asentía, aunque no hubiera deseado que él hablara así. Y como quedaba mirándolo, hundida de nuevo en su giro de pensamientos deductivos, él observaba:

— ¿Te da pena que no sea celoso?

Eglé se recostaba en su hombro sin responderle.

— No desees verme celoso — sonreía él acariciándola —. Te aseguro que no es agradable.

Luego Eglé, que suponía a Rohán excesivamente afecto a las mujeres, ponía en él sus ojos de duda y fe:

— No me importa que hayas querido; lo que deseo es que me quieras a mí.

— Sí, a ti sola… a-ti-so-la. Y tú — añadió él en esta ocasión, observándola —: ¿Has querido alguna vez?

Tras una breve pausa, Eglé respondió:

— Sí, creí querer… Pero ahora que sé como te quiero a ti, veo que no amaba.

Su cabeza y su brazo izquierdo habíanse de nuevo estrechado al cuello de Rohán. Este, seguro de que Eglé no le mentiría, la besó agradecido de la confianza que en él mostraba.

A las once generalmente volvían al salón. Eglé tocaba el piano, con ritmo no siempre justo por la insistencia de Rohán en apoderarse de una mano, cuando alcanzaba en los bajos hasta él. La madre y Mercedes se aburrían discretamente. A las doce y veinte en punto se iba, pues no quería perder el último tren al centro y verse obligado a dormir en Adrogué, como ya le había acaecido dos veces.

XVIII

Pasaron así dos largos meses, y Rohán comenzó a hallar un poco largas sus visitas. Se retiraba cansado siempre, la cintura dolorida por las torceduras del busto en el banco, y a la mañana siguiente — como llegaba a su casa a la una y media y no se dormía hasta una hora después — levantábase tarde, lo que no era de su agrado. En consecuencia, dijo una noche a Eglé que en adelante tomaría el tren de las once y cuarenta. Eglé levantó los ojos con dolorosa extrañeza, y lo miró largo rato, mientras en sus ojos nacían, morían y tornaban a renacer sus dudas sobre el amor de Rohán. Rohán la miraba tranquilo a su vez, seguro de que en sus ojos Eglé no leería más que la natural y firme decisión de no cansarse demasiado… sin ningún otro motivo.

Eglé sonrió al fin débilmente, como las personas que consienten, convencidas sin embargo de que ellas tienen razón, y buscó el cuello de él.

— Yo no me cansaría de estar con mi novia… murmuró.

— ¡Qué sabes tú! — se sonrió Rohán, alzando el rostro oculto en su pecho —. Son cosas nuestras… Tú no sabes nada. Además, esto es típico de las mujeres. Todo el amor a nosotros está en ustedes únicamente: “No importa que él se fatigue o sufra; estando conmigo me da placer, y, por lo tanto, debe quedarse”. ¿No es esto? Vamos, vamos… ¡Si te quiero siempre igual!

— Antes no te cansabas…

— Porque era al principio.

Eglé no comprendía y levantaba de nuevo los ojos. Rohán reafirmaba lo que acababa de decir con las sencillas razones de que por natural entusiasmo de comienzos de amor, sentíase antes más excitado e incansable. Aunque se daba cuenta de que esa verdad no era posible para una mujer enamorada, vale decir con peor interpretación de la habitual, a pesar de eso no podía menos de ser sincero con ella.

Dos semanas después, Rohán llegó a lo de Elizalde a las siete y media. Habíase quedado más de lo acostumbrado en la Dirección de Tierras, estudiando ciertos perfiles de pozos artesianos que acababan de llegar del Sur a su división. Y en su entusiasmo por las mechas y sondajes, entretuvo largo rato a Eglé con los proyectos de lo que harían en la estancia cuando fueran algún día a vivir allá.

— Luego — concluyó besándole las palmas de las manos — éste es el motivo de haber llegado tarde. ¿Me perdonas?

Eglé perdonaba, con la misma débil sonrisa. Y en sus ojos Rohán leía claramente la triste certeza de que él la quería cada vez menos. Ella se lo decía a veces y él se echaba a reír.

— No, te juro que no… Es que ustedes sienten el amor de un modo muy distinto del nuestro… ¿No has leído por casualidad la “Historia de los Gabsdy” de Kipling?

— No, ¿qué dice?

— Algo muy parecido a lo que nos pasa… A lo que nos pasó, Eglé, mi vida… ¿Verdad? — la estrechaba de nuevo.

Pero como a la visita siguiente llegaba otra vez a las siete y media, y lo mismo las veces siguientes, Eglé, paseando sola a su espera por el jardín, sentía que se derrumbaba su felicidad de dos meses, porque el amor de Rohán se iba apagando poco a poco, y no la visitaba sino por no hacerla sufrir si le decía que ya no la quería más.

XIX

Una tarde, Rohán quedó muy sorprendido de no ver a Eglé esperándolo.

— Ha salido, pronto vuelve — le dijo la madre —. La menor de las Olmos estuvo hace una hora… Usted sabe la amistad que tienen con Eglé. Quería a toda costa que fuera a comer con ella… Es su cumpleaños, y nunca ha faltado mi hija. Al fin Eglé consintió en ir un rato, esperando estar de vuelta antes de que usted llegara. Ha venido temprano hoy — concluyó mirando el reloj.

— Sí, señora…

— Espero, Rohán…

— ¡Oh! — se rió Rohán con franqueza —. ¡Supondrá que no soy tan chico!

— Ya va a venir — prosiguió la señora —. No puede demorar. Entretanto, ¿por qué no tocas el piano, Mercedes? Hace un año que no se te oye.

La joven comenzó, mientras la madre subía al primer piso.

Desde que Rohán tenía amores con Eglé, su amistad con Mercedes había perdido del todo la turbulencia de antes. Ahora hablaban juiciosamente, sin el menor recuerdo ni en la voz ni en los ojos de sus equívocos días. Acaso Rohán hubiera hallado modo y ocasión de fustigar un poquito aquellos nervios locos; pero la joven afectaba tal disposición a no ver ahora en Rohán sino un sencillo y querido hermano, que éste no quiso insistir.

Esa noche, sin la presencia absorbente de Eglé, mal dormidos recuerdos despertaban agudos, mientras la miraba tocar. Había engrosado. La cintura quedaba ahora alta sobre el taburete. La falda, echada de lado, ceñía tirante los muslos, y bajo la axila la blusa tensa formaba pliegues. Conocíase claramente su fraternidad con Eglé en la igualdad de expresión cuando leía música: los mismos ojos entornados con esfuerzo de miopía, e idéntica dureza en la boca. Cuando concluyó su “Tosca”, Rohán acercóse al piano.

— ¿No toca más?

— No — respondió la joven, recorriendo de nuevo con los ojos la música ejecutada —. Si usted quiere, sí…; pero no tengo ganas.

— No, gracias…

La joven se levantó sin mirarlo, oprimióse las sienes con la punta de los dedos, por costumbre de pertona que ha sufrido jaquecas, y se recostó de brazos en la cola del piano, hojeando partituras. Rohán, con la rodilla encima del taburete, la miraba, mientras sus leones despertados comenzaban a asomarse a sus ojos. Dejó el taburete y fue a su lado.

— ¿Interesante, esa partitura?…

— Sí, estoy viendo…

Rohán se aproximó más.

— Qué raro, todo esto… — señaló con el mentón un trozo cualquiera de la música.

— No, eso es fácil… Esto es mucho más difícil — señaló Mercedes con el dedo.

Rohán extendió la mano y se apoderó del dedo.

Sin pronunciar una palabra, la joven lo retiró y bajó la cabeza a las líneas inferiores de la página. Durante un rato ambos quedaron inmóviles. Rohán veía sin mirar la mejilla de Mercedes enrojecida junto a la oreja, y con las narices dilatadas respiraba hasta el fondo de su ser el perfume mareante. Lentamente rodeó con el brazo la cintura de Mercedes, aproximando en silencio su cabeza a la de ella. Al sentir el contacto, la joven se estremeció; subió los ojos en la página y su expresión se contrajo con desagrado, mientras el fuego de sus orejas invadía la mejilla entera. Como el brazo continuaba oprimiendo sin mover un dedo, la joven intentó llevar la mano atrás para desprenderse. Pero se detuvo y quedó inmóvil, más abrasada aún.

Rohán ciñó todavía el -brazo, y vibrando de escalofríos puso sus labios en el cuello de Mercedes. La joven se oprimió todo lo que pudo contra el piano.

— ¡Déjame! — murmuró.

Ante este tuteo inesperado, Rohán, con todos los leones en rugidos, la estrechó más.

— ¡Dejáme! — se quejó de nuevo Mercedes. Y esta vez logró llegar con su mano a la cintura y desprenderse, yendo a caer sentada en el sofá. Rohán la siguió y, mudo, atrájola violentamente a sí. La besaba aquí y allá con un pequeño gemido de deseo exasperado en cada beso. Al fin ella desprendió su boca y recostó su cabeza en la de él.

— Tú no me quieres… — murmuró con lágrimas en la voz, pero estrechándolo furiosamente al mismo tiempo.

—Sí, te quiero…

— ¡No, no me quieres!

Rohán quiso decir algo, pero no halló una sola palabra. Mercedes midió su silencio.

— ¡No, no me quieres! — repitió de nuevo fríamente, y levantándose a tiempo que llegaban la madre y Eglé.

Al ver a Eglé, Rohán sintió hacia ella súbita e inmensa ternura; ternura de marido, no de novio, algo de íntimo agradecimiento y mucho de honda protección, sentimiento que conocen los casados al día siguiente de haber sido muy injustos con su mujer.

XX

El jueves siguiente Rohán llegó un poco más tarde aún. Días atrás había adquirido cuantos catálogos de aparatos de sondaje existían en plaza. No bastándole esto, al salir de la oficina iba a una u otra casa; examinaba válvulas, grúas, diamantes; calculaba calibres y desgastes, todo con la atención y el tierno entusiasmo de un aficionado pobre que remueve un costoso mecanismo. Como temprano o tarde llegaríale la ocasión de abrir todos los pozos imaginables en la estancia de su padre, su ánimo industrial, pasando sobre mechas y sondas, llegaba hasta Eglé, ante la certeza de trabajar dichosamente un día, ella a su lado.

Contento de fe en sí mismo apresurábase a ir a Constitución; y de este modo, llegando tarde a Lomas, Eglé lo recibía lastimada. No le decía nada; pero Rohán notaba en su primer mirada y sobre todo en el modo de reclinar la cabeza en su cuello, que el desaliento proseguía, Rohán pensaba a su vez en la visible injusticia de su novia deseando, a costa de todo lo importante que él pudiera hacer en Buenos Aires, tenerlo con ella. Sabía que si hablaran desahogándose, todo pasaría; pero el mudo sufrimiento de Eglé, en vez de despertar su compasión, hacíale sentir más la sinrazón de esa pena. Y de este modo, no obstante los momentos claros, continuaban sufriendo a la par.

Ese jueves, por fin, decidióse. Dijóle todo lo que ella sentía y lo que sentía él.

— En el fondo — concluyó Rohán, acariciándola para mitigar la dura verdad — no hay sino el terrible egoísmo del amor de ustedes. Poco les importa la dicha personal, — independiente del amor usufructuado —, del hombre que quieren. Lo único que aman es su propia felicidad, la que les proporciona el hombre querido con su presencia. Por lo pronto, no es esto hallazgo mío… Con esta sola excepción — concluía pasándole la mano por la garganta.

Rohán no se había aún habituado a la sensación del terso cutis de Eglé, y cada vez que lo tocaba le sorprendía su suavidad. El encanto salíale de tal modo a los ojos, que ella comenzaba siempre a sonreír cuando él se disponía a acariciarla de ese modo.

— No, no es eso… — murmuraba esta vez Eglé recostando su cara a la de él —. Es que tú no me quieres como antes…

— ¡Te quiero!

— ¡No, no!

— ¡Sí, sí!

— Vienes porque tienes lástima, nada más, de tu pobrecita Eglé…

— ¿Lástima, verdad?… A ver, bien de cerca…

— ¡Oh! ¡Así no vale! — protestaba ella ahogada de besos.

— ¿Olvidamos todo, entonces?

— ¿Vendrás más temprano?

— Eso no. De veras — agregaba seriamente — y te juro que tengo que hacer.

— Todos los días que vienes…

— Y los otros. ¿Olvidamos?

— Sí, olvidamos.

Y la paz se selló en esa ocasión con tal sacudida amorosa, que las peinetas de Eglé se desprendieron y el cabello cayó, cambiando instantáneamente su compostura de novia en frescura de recién casada.

Bajaron al jardín. Rohán a cada instante la detenía, echábale la cabeza atrás del mentón, y sobre el rostro de Eglé, bañado por la luna, en que la dicha reencontrada delatábase con arrobada expresión, surgía la lenta y divina sonrisa con una sola comisura de los labios.

— Mi amor, mi amor querido…

— Sí, sí…

— Mi alma…

— ¡Toda tuya!…

— ¿No te cansa?

— ¿Qué? — retiraba ella la cara, temerosa.

— Lo que te digo; no sé decirte otra cosa…

—¡Oh!…

— Sí, sí… Mi amor, mi vida, mi alma querida…

Pero en esos torrentes de ternura, la boca, la nuca, el cuerpo entero de Eglé oprimido al suyo mantenía a sus leones en un constante bramido. Cuando aquéllos se enloquecían, Rohán conteníalos rompiéndose las mano  como en un torno tras la cintura de Eglé. Mas la dicha de haberse hallado de nuevo era demasiado fuerte para desprenderse uno del otro, y así los leones tornaban a soltarse, poniendo en cada dedo de Rohán un haz vibrante de nervios enloquecidos.

Esa noche, en un instante de tregua, Rohán echó una ojeada alrededor:

— Sentémonos, ¿quieres? Estoy cansado…

Rohán se sentó primero, y al sentarse Eglé la atrajo suavemente a sí. Eglé resistió oprimiendo su boca a la de él, y cayó en el banco a su lado. Rohán, el alma y la voz turbadas, insistió:

— Sí, mi alma, sí…

— No… no… — gimió ella.

Los leones enmudecieron de golpe. Ella lo sintió, sin adivinar claramente la causa, y redobló sus besos con muda congoja. Pero él se levantó.

— Es inútil ya — dijo con fría voz —. Estoy muerto.

Eglé quedó helada.

— iQué tienes! — murmuró.

— Nada… Vamos adentro… Me voy.

Eglé se levantó muda y marchó a su lado. Después de caminar diez pasos lo detuvo de la mano, mirándolo consternada:

— ¡No te vayas así!…

— ¡Muy gracioso! — rompió él con la voz trémula por la violencia que se hacía —. Hoy no te parecía bien… Que te besara, sí, pero eso no… Sabías que no debías hacer eso… Que te besara, sí, porque está permitido; pero eso no. Como si fuera diferente… ¿Te manchaba más que un beso que te sentara en las rodillas?

Eglé lo miraba angustiada en los ojos.

— ¡Dime! — reanudó él —. ¿Te creías deshonrada por eso?

— No…

— ¡Y entonces!… Lo que me da rabia es el cálculo…

—¡Oh!…

— …¡Sí, el cálculo, el dogma de ustedes! Cuando después de una hora de cariño siento la necesidad de tenerte más cerca de mí, te acuerdas de que has aprendido que las mujeres no deben permitir eso… ¡Y conmigo, como te quiero yo!

— ¡No, te juro!…

— Pero y si me quieres y crees que te quiero, ¿por qué no quisiste? Esto es lo que me indigna: ¡que te hayas resistido, no porque no lo desearas, sino porque habías aprendido que no debías hacer eso!

Llegaban ya hacia la casa; pero se detuvo bruscamente.

— Es imposible que me vaya así… Caminemos un rato.

Caminaron apartados, mudos. De pronto Eglé murmuró en voz baja y lenta:

— Lo que te aseguro es que pocas novias harían lo que hago yo…

Rohán no respondió en seguida, profundamente herido por el simulado candor de Eglé.

— ¿Tú crees que los novios no besan a sus novias? — preguntó al fin con amargura.

— No me refiero a eso — repuso Eglé mirándolo con triste firmeza —. Digo que pocas novias soportarían lo que me estás diciendo!…

Rohán se encogió de hombros. Seguía rabioso, con temor de hablar y decir algo de que después debiera arrepentirse.

Hasta ese instante habían girado sin cesar alrededor de un macizo. Poco a poco la costumbre les hizo extender el radio y llegaron así cerca del banco en que acababan de escollar. Rohán, que iba a la izquierda de ella, esquivó el banco, cortándole el paso hacia otro sendero. Eglé se detuvo a medias y buscó sus ojos, pero él no la miró. Entonces ella lo detuvo.

— ¡Mira! — le dijo con súbita y angustiada decisión — Hace dos años yo tuve un novio… Y por la resistencia que hice es que todavía soy digna de ti.

La primera impresión de Rohán fue desastrosa: nunca le había dicho ella que hubiera tenido novio. Pero casi en el mismo instante, midió la nobleza de la pobre criatura al hablarle así.

— Muy bien… Te agradezco mucho lo que acabas de decirme. Pero yo también te juro que si hubieras hecho lo que yo quería hoy, siempre serías para mí tan digna de mí y de ti misma como ahora — concluyó —. Y recogiéndola con tiernísimo respeto:

— Bueno, mi amor, se acabó…

Eglé se recostó a él, temblando en escalofríos que le recorrían todo el cuerpo. Un momento después Rohán sentía en el cuello una gota tibia. Profundamente enternecido:

— No, mi alma…

Ella entonces se oprimió más, conteniendo sus sollozos.

— ¡Te quiero tanto!…

— ¡Si yo también te quiero! Bueno, se acabó…

— ¡Estoy tan contenta de habértelo dicho!…

Prosiguieron caminando cogidos de la cintura, entregándose en oprimidos besos el consuelo de su amor lastimado. Poco a poco, sin embargo, las caricias de Rohán disminuían, mientras su expresión cambiaba. Eglé lo notó, y deteniéndose ante él lo miró con honda súplica. Rohán, inmóvil, soportó fríamente el examen. Luego se desprendió, reanudando la marcha.

— Lo más doloroso para mí — rompió de pronto —, es que hayas necesitado acordarte del otro para defenderte de mí…

— ¡Oh! — lo detuvo Eglé, apartándose. Rohán la atrajo en seguida.

— No, no… No quise decir eso… No sé lo que me digo… ¡Perdóname!

Eglé lo besó con honda pasión, repitiéndole de nuevo, pero ahora con dolorosísima evidencia, como si se lo dijera a sí misma:

— ¡Te quiero tanto!…

Pero el tormento de Rohán proseguía. Volvía y revolvía, mientras caminaban, lo que acababa de decir a Eglé. Apenas concluida su frase, había sentido él mismo su ofensa —. Pero por algo lo dije — obstinábase —. Al fin creyó ver claro.

— Vuelvo, sin embargo, sobre lo que te he dicho — rompió de nuevo —. Me turbé hoy y no supe qué responderte… Dime, ¿por qué me dijiste hace un rato que habías tenido novio?

Eglé, hundida en su quebranto, no pudo entrar en seguida en la argumentación de Rohán, y quedó inerte, mirándolo. Pero él, frío, insistió:

— ¿Por qué me evocaste el recuerdo de la resistencia que debiste hacer antes, en pos de lo que quería hacer yo?

Indudablemente estaba en lo cierto. Eglé, llena de angustia por la injusticia de Rohán, se había apoyado en su doloroso recuerdo para que su novio comprendiera el peligro que corría con él queriéndolo como lo quería, Eglé vio también que ése era — no obstante la dureza con que Rohán lo había planteado — el único motivo de habérselo dicho. Durante un rato quedaron mirándose, mientras seguían mutuamente en sus ojos sus pensamientos hermanos.

— ¡Dime! — la recogió bruscamente —. Dímelo con toda franqueza: ¿Me quieres mucho, mucho?

— ¡Oh, no sabes cuánto!

— ¿Me quieres a mí únicamente?

Eglé apartó la cara, lo miró angustiada y volvió a recostarla sin decir una palabra, en el pecho de Rohán.

— ¿Unicamente? — insistió Rohán.

Ella entonces lo estrechó, vibrando de transida convicción.

— ¡Sí! ¡Sí!… ¡No sabes, no sabes cuánto te quiero!…

Esta vez, y por el resto de la noche, la paz no se interrumpió.

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