Pasado amor

I

Lo que menos esperaban Aureliana y sus hijas, en aquel mediodía de mayo, era ver detenerse ante el portón al break que llegaba del puerto, y descender de él a su patrón Morán. Las chicas corrieron de un lado para otro, gritando todas la misma cosa a su madre, que a su vez se hallaba bastante aturdida; de modo que cuando acudían todas presurosas al molinete, ya Morán lo había transpuesto y se dirigía a ellas con aquella clara y franca sonrisa que constituía su atractivo mayor.

—El patrón… ¡qué bueno! — Exclamaba Aureliana por único, tímido y cariñosísimo comentario.

—Pensé escribirle —dijo Morán— avisándole que llegaría de un momento a otro; pero ni aun a último momento estaba seguro de que vendría. ¿Y por aquí, Aureliana? ¿Sin novedad?

—Ninguna, señor. Las hormigas, solamente.

—Ya hablaremos de eso más tarde. Ahora aprónteme el baño. Nada más.

—¿Pero no va a comer, señor? No tenemos nada; pero Ester puede ir de una corrida al boliche.

—No, gracias. Café solamente, en todo caso.

—Es que no tenemos café…

—Mate, entonces. No se preocupe, Aureliana.

Y con un breve silbido a una de las chicas, silbido cuya brusquedad atemperaba la amistad de los ojos, Morán indicó su valija de mano que había quedado sobre el molinete, y esperó a que Aureliana volviera con las llaves del chalet.

Hacía dos años que faltaba de allí. Desde la curva ascendente del camino, su casita de piedras quemadas, su taller y el mismo rojo vivo de la arena, habíanle impresionado mal. De espaldas a la puerta descascarada por dos años de sol, la impresión se afirmaba hasta oprimirle casi de soledad, bajo el gran cielo crudo y silencioso que lo circundaba. Un mediodía de Misiones vierte demasiada luz sobre el paisaje para que éste pueda adquirir un color definido.

Aureliana y las llaves llegaban por fin.

—¿Ha abierto de vez en cuando las puertas? —preguntó Morán.

—Sí, señor; todos los meses. Sacábamos la ropa afuera, y la retirábamos antes que cayera el rocío. Lo que nos molestaba eran las goteras. Hay tres o cuatro, como usted recordará, señor…

Sí, me acuerdo… —respondió Morán. Dejó su valija y entrando en su casa abrió las ventanas. El sol inundó las piezas con una brusquedad tal, que se hubiera creído que la soledad de las cosas, sorprendida de improviso, acababa de ocultar algo, ofreciendo ahora un aspecto muy distinto del que guardaba un instante atrás.

Morán echó una larga mirada a todo, con un semblante de apariencia impasible. Aureliana, en la puerta y con el llavero en la mano, se mantenía inmóvil, haciendo señas a las chicas para que no hicieran ruido. Pero su patrón acababa de decirle que tampoco tomaría mate, y salió seguida por el tropel de sus chicos descalzos.

II

Morán deseaba cambiar de ropa; pero también quería estar solo.

¡Misiones! Había salido dé él creyendo no volver en muchos años. Y ahora, apenas dos transcurridos, regresaba sin que nadie, ni él mismo, lo esperara. Su vista vagaba todavía por el interior de su casa. Ésa era la casa suya: lo sabía él muy bien. Y lo que efectivamente se había recogido en los rincones al hacer Morán brusca luz, era el espectro de su felicidad.

Aunque su dormitorio había sido transformado en los últimos días de su estancia allá, sus ojos, orientados sostenidos por su memoria, veían siempre la cama de matrimonio en el lugar donde lucía ahora un piso muy lavado. Y si no quedaba en él huella alguna de sus pasos, sabía bien que si cerraba los ojos podría hacer el trayecto, sin errar un milímetro, que salvó cien veces por noche los últimos días de la enfermedad de su mujer.

No puede decirse que Morán reviviera su martirio de entonces, pues no estérilmente el dolor ha golpeado sin piedad sobre las más agudas aristas del corazón. El amor de Morán había pagado su tributo al tiempo, y nada le debía ya. Lo que parecía haber guardado la casa para lanzarlo a su encuentro apenas hiciera luz él, era el bloque de recuerdos ligados a cada puerta, a cada clavo de la pared, a cada tabla del piso. Surgían ahora, no a amargarle el alma, sino a recordarle, en un conjunto simultáneo y como fotográfico, sus grandes horas de dolor.

Morán no había conocido la naturaleza sino a los treinta años. Pero del mismo modo que se descubre una vocación artística ante un cuadro, Morán descubrióse una vocación natural para vivir al aire libre, libre de trabas para los ojos, los pasos y la conciencia.

Rompió sin esfuerzo con su vida de ciudad y se instaló en Misiones a cultivar yerba, menos por esperanzas de lucro que por necesidad de acción. Había concretado sus ambiciones de riqueza en ganar lo necesario para ser libre, y nada más.

Mientras se construía su casita de piedra, bajó por unos meses a Buenos Aires, de donde regresó casado a inaugurar su chalet. No podía haber elegido Morán una mujercita más adorable y de mayor incomprensión para la vida que él llevaba y que amaba por sobre todas las cosas. Su matrimonio fue un idilio casi hipnótico, en el que él puso todo su amor, y ella toda su desesperada pasión. Fuera de eso, nada había de común entre ellos. Y como el destino tiene previsiones fatales, cortó aquel idilio al año justo de haberse anudado.

Cuando Lucila había quedado encinta, Morán resolvió llevarla a Buenos Aires, o por lo menos a Posadas. ¡Qué recursos podía ofrecer un lugar como Iviraromí, cuyas comadronas indígenas no hablaban sino guaraní, y rezaban después de 150 años de expulsión jesuítica, sus avemarias en latín!

Lucila se opuso. Lo que afrontaba su marido en su ruda vida de hombre, podía afrontarlo ella también con sus fuerzas de mujer. Morán razonó, rogó — aunque profundamente halagado por el valor de Lucila. Ella resistió, con un entusiasmo y una fe rayanos en el espanto, y el desastre se verificó. Después de quince días de fiebre, letargo y alucinaciones horribles, Lucila abandonaba la vida.

Morán quedó solo en el centro de un paisaje que parecía haber guardado, hasta en los últimos postes del alambrado, la impresión de su mujer. ¡Y en su alma! Remordimiento, sentimiento de abuso, de trasplante criminal, de martirio salvaje impuesto a una criatura de 18 años, so pretexto de amor. Él se había creído muy fuerte con la vida, y muy tierno en el amor. Allí estaban las consecuencias.

Dejó su casa al cuidado de Aureliana, y remontó el Paraná hasta la proximidad del Guayra, donde el rebaje de su conciencia lo acompañó sin tregua y sin abandonarlo, entre silbido y silbido y tiro de Winchester.

Sintiéndose incapaz de resistir en la soledad aquella depresión moral que el ambiente cómplice sostenía y excitaba, tomó el vapor de regreso a Buenos Aires, pasando a lo largo del río por Iviraromí, con el alma empequeñecida y sucia.

Pero el tiempo, que calma los dolores, arrastra también consigo los errores de la conciencia.

Al cabo de dos años Morán, como acabamos de verlo, regresaba a Misiones, calmado y tranquilo.

III

Ya refrescado, el dueño de casa salió del chalet y pidió a Aureliana las llaves del taller. Las chicas habían rodeado otra vez a su madre para contemplar al patrón.

—¡El patrón!… —Repetía de nuevo Aureliana ante el aspecto de Morán.

En efecto, volvía ella a ver cruzar ante sí al hombre de camisa arremangada hasta el codo y de botas, de cuyo continente podía decirse que «no admitía réplica». En los primeros tiempos de prestar servicios en la casa, Aureliana se atemorizó no poco ante el aire de su patrón, que no era de altivez ni de orgullo, y sí apenas de impasible seguridad. Era todo él, semblante, estatura y paso, la expresión acabada del carácter. Chacoteaba y reía como todo el mundo; pero aun riéndose, se notaba que aquel hombre lo hacía por un motivo cabal, sin que la risa le hiciera perder un átomo de su personalidad. Su rostro, diaria y prolijamente afeitado, fuerte de mentón, acentuaba esta impresión de energía con sus duras líneas de efigie antigua. Pero la característica de su persona era el contraste que ofrecía la dureza de su expresión en conjunto, con la suavidad de su mirada. Causaba asombro ver sonreír por primera vez a Morán; cualquier cosa podía esperarse de aquel hombre tallado física y moralmente en acero, menos la dulzura de sus ojos cuando sonreía. Y esto, si se pensaba en lo poco agradable que debían ser aquellos mismos ojos dominados por la ira, explicaba en gran parte la singular atracción que ejercía Morán sobre aquéllos a que alcanzaba su órbita de influencia.

Aureliana, naturalmente, la había sentido, dejándose arrastrar por ella con los ojos cerrados.

Las mismas brusquedades de Morán, muy duras de soportar a veces, parecían indispensables y justas en su patrón.

También la sentían sus chicas. Inmóviles y mudas cuando él las hallaba en su camino o les dirigía la palabra, no apartaban sus ojos de los suyos, a la espera del menor indicio de broma; y apenas la gravedad de aquella expresión se disolvía en la sonrisa que conocemos, las criaturas resplandecían de felicidad, sintiéndose ampliamente pagadas, con ése solo instante, de la dureza habitual en su patrón.

En el taller, y por primera vez desde que franqueara el molinete, Morán se sintió en su casa. Aquello era suyo, sin mezcla alguna de afectos. Todo le hablaba a él solo, sólo a él recordaba. Y su alma, a la vista del banco de carpintero, de la mesa de mecánica, de su horno, acababa de abrirse en una sonrisa semejante a la de su rostro. Aquellas herramientas manchadas de su sudor le habían esperado fieles, y a él solo, colgadas en sus ringleras para comenzar de nuevo el trabajo.

Pero si las de carpintería permanecían en su lugar, no pasaba lo mismo con las herramientas de mecánica, que se entrecruzaban hacinadas en un rincón de la mesa.

—Yo las descolgué, señor —explicó Aureliana—, a causa de las goteras.

—Pero yo dejé tachos sobre la mesa —advirtió Morán.

—Sí, señor, había, pero los ratones los cambiaban de lugar por la noche. Hay demasiados, señor. Entonces descolgué las herramientas y las junté en un rincón.

Morán echó una ojeada al techo, cuya primera cubierta de tablillas, revestida luego de chapas coloradas, le recordaba no pocas desazones.

En efecto, las ratas —o ratones, como dicen allá— se guarecían en el espacio que mediaba entre ambos techos, mal ajustados, al punto que la guerra sin cuartel declarada por Morán a las ratas se había estrellado siempre contra esa trinchera en lo alto, que iban a reforzar sus muestrarios de arpilleras teñidas, y sus papeles y cuerdas de amianto.

—¿Y el mate, señor?

—No, gracias; no tengo ganas. Haga traer café del boliche, y tuéstelo. Cuando vuelva me lo prepara.

Y con sus ahumados anteojos de carrera que Morán solía usar en las horas de gran luz, bajó la ladera del cerro costeando el bananal y entró en el monte, gozando nerviosamente la delicia de sentir de nuevo su mano adherida al puño del machete.

Caía ya la noche cuando Morán salió del bosque, la frente sudorosa y los anteojos en la mano. Durante tres horas habíase sentido feliz, a modo de un animal prisionero a quien se suelta por fin en su cueva, y que después de tres horas de deliciosos roces en la oscuridad, asoma la cabeza a olfatear la selva.

La naturaleza de Morán era tal, que no sentía nada de lo que una separación total de millones de años ha creado entre la selva y el hombre. No era en ella un intruso, ni actuaba como espectador inteligente. Sentíase y era un elemento mismo de la naturaleza, de marcha desviada, sin ideas extrañas a su paso cauteloso en el crepúsculo montes. Era un cincosentidos de la selva, entre la penumbra indefinida, la humedad hermana y el silencio vital.

Habíase reencontrado. Ascendía ahora a lento paso la falda del cerro dorado por los últimos rayos de sol, y cuando llegó a su casa vio, como en los tiempos que era soltero, la mesita puesta en medio del patio de arena, bien destacada a esa hora por el macizo de bambúes que le servía de fondo.

—Ya está la comida, señor —salióle al encuentro su sirvienta—. Pero si quiere el café ahora mismo, tengo el agua bien hirviendo…

—Después, Aureliana.

—Ya está pronto el baño. ¿Vio el yerbal, señor?

—No, no alcancé hasta allá. ¿Mucho yuyo?

—Barbaridad, señor… Pura capuera. No se ve una sola mata de yerba.

—También arreglaremos eso.

Y cuando llegaba al césped, sacándose ya la camisa empapada:

—¡Ah!, me olvidaba —exclamó Aureliana—. Estuvo don Salvador a verlo, hace un momento.

—¿Quién? —Se detuvo Morán, cogido de improviso.

—Don Salvador Iñíguez. No quiso bajar. Dijo que mañana o pasado volvería.

Morán se encogió de hombros y prosiguió quitándose la camisa.

No había pensado en ello. Debería reanudar las relaciones a las que poco o mucho se había sentido ligado dos años continuos. Para él, esos dos años contaban dos siglos; para sus conocidos, en el ambiente sin variaciones del país, no habían transcurrido siquiera. Y se resignó.

IV

Al día siguiente Morán estaba ya de pie al rayar el alba. Al salir el sol regresaba de una recorrida al monte, con los stromboot y el pantalón hasta medio muslo, hechos sopa. Y al sentarse a almorzar a las diez, el taller se hallaba ya en perfecto orden, y las herramientas todas con su filo repasado.

Increíble es la ineficacia del tiempo interpuesto entre un hombre y su obra detenida al parecer para siempre en el pasado, si en esa obra el hombre puso todas las fuerzas de su vida. Podía Morán haberse ausentado por diez años; podía no haber vuelto a sentir ni ver un árbol, un soplo de aire puro, una madrugada, un formón. Colocado de nuevo ante una semilla, una herramienta, Morán debía acto continuo escarbar la tierra y buscar con los ojos la piedra de afilar, porque tal era el instinto racial de su naturaleza.

Se comprenderá así que al caer la noche del segundo día en el país, Morán ensillase su caballo y se encaminara al bar del pueblo a afirmar definitivamente su regreso con charlas sobre cultivos, desmontes, animales, maderas y rozados, que constituían la afinidad que ligaba a Moran con los pobladores de Iviraromí.

Entre sus amigos se contaba Salvador Iñíguez —o de Iñíguez, como se firmaban ellos—, su visitante del primer día. Este muchacho de 22 años, jefe incontestado de su familia, interesaba en particular a Morán por los motivos que se verán a continuación.

La familia de Iñíguez estaba constituida por la madre viuda y sus hijos Pablo, Salvador, Marta y Magdalena. Habíanse instalado en el país en la época del matrimonio de Morán, con cuya mujer tuvieron amistad. Llegaban de Chile, pero por su origen, su nacionalidad y su alma, eran peruanos, con excepción de la señora, que era centroamericana.

Su fortuna debía ser grande, a juzgar por la escala de la plantación de yerba mate que habían emprendido. Otros motivos autorizaban dicha suposición. Los hábitos de la familia en confort y servidumbre, el continente, el semblante y el modo de saludar de todos y cada uno de los miembros de la familia, acusaban hábitos de fortuna desde tiempos atrás arraigados.

Decíanse nobles, descendientes de los primeros conquistadores. Ello es que los Iñíguez encarnaban —y el hermano mayor muy particularmente— el tipo de familia tropical, propietaria de hacienda y de negros, sin cultura alguna, ni más conocimiento de la vida que la que se desenvolvía en su fundo.

A causa de las condiciones de lucha y de carácter de su hijo segundo, Salvador, la señora viuda habíalo nombrado jefe de la familia, aceptado por todos, hasta por Pablo, mucho mayor que aquél.

Aquel muchacho de veintidós años apenas, alto y elegante como todos los Iñíguez, de color cetrino y cabeza chica, personificaba el aguilucho de entraña insaciable, cuya comprensión del dinero y de los hombres se definía por este aforismo, cierta vez que en su presencia se calificó con un mal nombre una
acción suya:

—El honor queda para la familia — había respondido impasible, prosiguiendo su jugada de ajedrez.

No erraba casi nunca en sus planes, a fuerza de tener el alma fría. Decíase que era un tirano al frente de su familia. Mostrábase muy cordial con los plantadores de yerba de la zona, y aun con los allegados a su casta, como jueces de Paz, comisarios, bolicheros, gentes todas que podían un día serle útiles. Pero el aguilucho de presa y sin piedad surgía apenas se solicitaba de él algo que atingiera a su bolsa o a su establecimiento. Los que lo intentaron al principio perdieron la esperanza para siempre.

Morán no se había hallado nunca en este caso; y ya por su modo de ser, ya por respeto a su cultura —imperio éste fatal aun en el fondo mismo de la jungla —, Salvador sentía por Morán un afecto particular, al que el otro correspondía con las reservas del caso.

En los ambientes alejados de la civilización, los hombres de carácter llegan a estimarse. Es el caso de Salvador y Morán, bien que uno y otro supieran qué abismo se abriría entre uno y otro al menor choque. Pero en las fronteras primitivas, el fuerte trabajo y el calor impulsan de noche al alma a la conciliación.

La presencia de Morán en el bar fue grata a todos. Apreciábanse sus dotes de trabajo y su discreción a toda prueba; pero en las chacotas a que se prestaba de buen grado, notábase siempre una sima insalvable entre Morán y los de Iviraromí, abismo que ellos respetaban, tanto más cuanto que sentían la misma sima entre Morán y los Iñíguez, a pesar de los aires de éstos.

En la amistad de Salvador —y de toda la familia— a Morán, influían no poco los conocimientos adquiridos por éste en sus tres años de observación y ensayos constantes en el cultivo de la yerba. Cualquier hombre, con una pala de punta y una azada en la mano, aprende en tres años más agricultura que la que pueden enseñarle un centenar de textos con diagramas sobre la germinación al 1/1000. Si se agrega a esto el olfato silvestre de Morán y una chispa de imaginación para entrever lo que pasa bajo tierra, se comprenderá el provecho, sin apariencias de tal, que el joven Iñíguez podía obtener con su abrazo de llegada.

—Le escribí a su dirección en Buenos Aires —dijo a Morán—, pero no obtuve ni una línea de respuesta…

—Sí, estaba muy mal en esos días —repuso aquél—. Pero eso no obsta — agregó conciliante— para que sienta un gran gusto al verlo.

—Encantado, Morán. Hemos de hacer todavía unos buenos partidos de ajedrez. ¿Y su yerba? Me dicen que la tiene abandonada. —Algo, no mucho…

—¿Es cierto que desde que usted se fue no ha querido que entre machete ni azada en su yerbal?

—Es cierto.

—Me gustaría ver el resultado. ¿Se anima a que vayamos mañana a echar una ojeada a su yerba?

—Muy bien; así veo yo también cómo anda eso —concluyó Morán, agregando para sí—: Ahora sé por qué ibas anteayer a saludarme.

Los contertulios del bar no eran gente extraordinaria; pero uno entendía de caña de azúcar, otro de abejas indígenas, aquél de cacerías de monte, el de más allá de guabirobas: especialistas todos en cosas que interesaban a Morán, cuyo principal mérito en estas charlas consistía en la profunda y sincera atención que prestaba a su interlocutor, y que concluía por abrirle la reserva indígena de sus amigos.

Se jugaba mucho al ajedrez, y se bromeaba pasablemente. Pero el tema constante, la preocupación y la pasión del país era el cultivo de la yerba mate, al que en mayor o menor escala se hallaban todos ligados.

V

A la tarde siguiente Salvador galopó hasta lo de Morán, y ambos fueron a pie a ver el yerbal ahogado entre una maleza inextricable.

Salvador lo miró todo, apartó con el rebenque los yuyos que ocultaban los troncos, y preguntó a Morán si se hallaba satisfecho de su método.

—Depende —dijo Morán—. Usted tiene apuro en obtener rendimiento de sus plantas; yo no.

—Pero aunque no tenga apuro —observó Salvador— hay un solo modo de cuidar las plantas, y es limpiarlas de la maleza.

—Quién sabe. No siempre el rápido crecimiento en la niñez es síntoma de sana y larga vida —concluyó Morán, echando una ojeada a su plantación.

Salvador nada objetó, como sucedía siempre que Morán encaraba la agricultura con este criterio. No creía en lo que decía Morán, esto va de sí; pero tampoco consideraba perdida su tarde por haberlo oído y haber visto su yerbal.

Volvieron.

—En casa lo estamos esperando — recordó Salvador al despedirse—. Mamá tiene muchos deseos de verlo.

—¿Es cierto que Pablo vuelve de Lima casado? Lo he oído decir anoche —preguntó Morán, sin responder directamente a la invitación de Salvador.

—Sí; lo esperamos a fines de julio. ¿Viene mañana, entonces? Mamá quiere que cene con nosotros.

—Iré —dijo Morán, después de un momento. Y tras otra pausa:

—Hubiera deseado pasar un tiempo sin ver a nadie… Iré sin falta. ¿Cenan siempre tarde?

—Sí; pero a cualquier hora que vaya, dará un gran placer a mamá y las chicas. A demain, entonces, Morán.

—Hasta mañana —respondió Morán, subiendo a paso lento el cerro con el machete cruzado a la espalda.

El recuerdo de la señora de Iñíguez le era apenas grato a Morán. Habíala sentido inmediata a sí, y sin tener con ella mayor intimidad, en los momentos más duros de su existencia, cuando la madre de Salvador asistió, cuidó y veló la agonía de un día entero de su mujer.

Morán no recordaba gran cosa de ese día. Había pasado las horas finales sentado en el suelo contra un árbol, a la vista del sol y los eternos aspectos iluminados de siempre, pero con el alma en un mundo de atroz pesadilla.

La señora de Iñíguez había dispuesto de la casa y del cuerpo para velarlo. Morán sólo recordaba en concreto que había respondido No al pedido de la señora de que se colocara un crucifijo sobre el cadáver.

La amargura de un dolor irradia como mancha a cuentos la vieron verterse. De aquí la resistencia de Morán a la invitación de Salvador. Bien visto, sin embargo —decíase Morán al llegar a su casa—, la devoción de la dama en aquellas circunstancias prueba buen corazón.

Y se prometió ir de buen grado al día siguiente a ver a las Iñíguez.

Lo más hermoso de la casa de los Iñíguez era su vasto living-room. Comunicábase por tres lados con los dormitorios, y por el otro una gran vidriera separábalo del monte virgen. Dentro de la casa lucían la luz y el confort de la civilización.

Morán, que cenaba habitualmente al caer la noche, llegó a la casa a las ocho y media, sin que allí pensaran aún en sentarse a la mesa. Los muchachos, por la hora a que se retiraban del trabajo y sus largos descansos en el bar, habían impuesto tal costumbre.

La señora de Iñíguez, alta y en eterno batón, poseía una gracia especial para erguir la cabeza, pequeña como la de sus hijos. Recibió a Morán con un afecto tan conmovido que llegó a conmover a éste.

—Ya le habíamos dicho a Salvador —exclamó con las eses melosas y las haches un poco aspiradas de su trópico —: Si Morán no viene a vernos en seguida, no se lo hemos de perdonar. ¡Señor! ¡Llegar aquí y no avisarle nada a nuestro Salvador! Pues ahora le tenemos, y nos va a prometer venir todas las semanas a cenar con nosotros. ¿Qué dices tú, Salvador?

—Ya he hablado con Morán — respondió aquél con voz breve y sin volver la cabeza, como deseando concluir de una vez. Estas respuestas esquivas y terminantes eran una de las modalidades con que el joven Salvador imponía su tiranía en la casa.

—¿Y tú, Marta? Ésta es nuestra Martita, Morán, que ha crecido un poquitito más desde que usted se fue.

La joven Marta, que cruzaba entonces el hall, sonrió a Morán sin timidez y sin cortarse, a pesar de su estatura. Era en realidad muy alta, pero de una elegancia tal para caminar — peculiaridad de los Iñíguez— que aquélla no le perjudicaba.

—¿Y Magdalena? —preguntó a su vez Morán—. Debe de haber crecido también.

—¡Oh! Ésa, muy poco. Sí, está más repuesta.

—¿Dónde está? —preguntó Salvador.

—Y ya sabes tú —explicó la madre —. Con su Adelfa, que desde que está enferma no hace más que pedir por su madrina. Y a Morán:

—Es una negrita huérfana que nuestra Magdalena ha recogido… La llaman Adelfa; ¿quiere usted creer? Pues no ve ella sino por los ojos de mi hija. Desde hace dos horas está allá. Es muy buenica Magdalena.

—Sí, bastante zonza —cortó Salvador.

—¿Y por qué la llamas tú zonza? ¿Es que tú te acuerdas de llamarla así cuando estás enfermo y no aflojas el ceño hasta que ella te atiende? Y no le crea usted, Morán. Tiene locura por nuestra Magdalena, ahí donde usted lo ve. Pero aquí viene. Oye, Magdalena: ¿A qué no recuerdas tú al señor?

La joven, que desde el pasillo había ya fijado los ojos en Morán, avanzaba hacia él con la misma absoluta falta de cortedad de su hermana.

—Cómo no me voy a acordar, mamá… —dijo, y dio la mano a Morán, sonriéndole en plenos ojos.

—¿Y cómo la halla usted? — preguntó la madre.

—Muy bien —repuso tan sólo Morán.

Sentáronse por fin a la mesa.

Si físicamente la familia no había cambiado en general, no podía decirse lo mismo de la menor de los Iñíguez. Donde Morán había dejado una chica larguirucha y a medio formar, hallaba una mujer completa. La crisálida se había transformado en mariposa: nada podía expresar mejor el cambio efectuado que este viejo símil.

—¡Mírela usted! No es sólo usted el sorprendido —decía la señora a Morán, que observaba a Magdalena con atención—. ¿Recuerda usted a los D’Alkaine, que pasaron diez días con nosotros antes de irse usted? Pues estuvieron aquí de paso hace un mes, y no reconocieron a mi hermosa Magdalena. ¿Lo oyes, criaturica? Morán, aun siendo quien es, podía haberte encontrado por ahí sin reconocerte.

—En efecto —asintió brevemente el aludido. Y volviéndose a Salvador:

—¿Cómo dice usted que se llama el naturalista de que me hablaba ayer?

—Ekdal. Halvard Ekdal. Es noruego, o cosa así…

—Conozco el nombre.

—Han venido del Sur. Vivieron muchos años en los lagos. Creo que se van a entender con usted.

—¡Y sí que lo creo! —intervino la señora—. Ya nos habíamos dicho todos: ¡Ojalá estuviera Morán aquí para hablar con Ekdal, él que es tan habilidoso!

—¿Es casado? —preguntó Morán.

—Sí, y con una excelente mujercita… Yo creo que es tan sabia como él. Y un poco rara, ¿verdad, Marta?

—No poco, mucho —afirmó la joven.

—¿Y usted? —Se volvió Morán a Magdalena—. ¿Usted también la halla rara?

—A mí me gusta mucho —respondió la joven—. Es muy buena.

—Pero no dejarás de reconocer — objetó su hermana— que eso de montar a caballo como hombre es bastante raro.

—Es costumbre de ellos. Y se usa.

—Pero no aquí. Y esos borceguíes, apenas más chicos que los de su marido…

—Yo no sé lo que tengan de malo. Sé que es muy buena con todos y con nosotros.

—Ya está ésta con su bondad — levantó la cabeza Salvador—. Para ella nadie es malo.

La joven se rió cordialmente.

—¿Y yo? —preguntó Morán—. ¿También yo soy bueno?

Bruscamente Magdalena dejó de reír, volviendo la mirada con sorpresa a Morán.

La madre y Marta cambiaron entre ellas una guiñada.

—¿Qué le pasa a esta gente? — pensó Morán, fijando con insistencia los ojos en Magdalena.

—¡Anda, hijita! —Se dirigió la señora a su hija menor, animándola, como se alienta a una criatura a decir algo que se sabe hará gracia—: ¡díselo tú misma!

—Aquí está él ahora, ¡díselo! — Apoyó Marta.

Magdalena tornó a mirar a Morán con el mismo aire de espantosa sorpresa.

—¡Bueno, hijita! No es menester poner ese aire de espanto… Nada hay de malo, gracias a Dios. Sabrá usted, Morán, que usted es el héroe de mi hija menor. El «hombre perfecto»; ¿no es así, Marta?

—Así es.

—¡Mamá!… —rogó Magdalena.

—¡Pero criaturica! ¿No te lo hemos oído decir cien veces? ¿A quién has defendido con más calor que a tu gran amigo Morán?

—¿Defendido?. —Alzó éste la cabeza con curiosidad.

Se hizo un brusco silencio. Nadie sonreía ya.

—Bueno, mamá, basta de tonterías —rompió Salvador—. Si es para esto para lo que deseaban tanto ver a
Morán…

Mas la señora:

—¿Y tú, por qué así ahora? ¡No seas tontico, Salvador! Vivimos aquí abandonados de la mano del Señor, como quien dice, y cuando tenemos un rato de expansión con un amigo tan probado como Morán, sales tú.

—Bueno, mamá. El tonto he sido yo —afirmó Salvador, conciliador. Y tendiendo la frutera a Morán:

—Usted tenía una teoría sobre la plantación de bananos, si mal no recuerdo. —Tampoco, que yo sepa. Y vueltos a este terreno agrícola y siempre grato en el país, la charla continuó fluida y sin volver a detenerse,hasta que Morán se fue.

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