Prólogo
Cómo podría un niño hacer un viaje a la selva, entrar en su mundo donde todo es aventura? ¿Qué mejor que llevado de la mano de un gran escritor, conocedor de la selva como pocos, de la mano de Horacio Quiroga?
Vivir en plena naturaleza selvática, como él vivió, en la zona misionera de la Argentina, le significó un vasto conocimiento de su fauna, tan rica, y asimismo una cotidiana aventura que él quiso compartir no sólo con los grandes, en sus cuentos: también con los niños que algo o mucho tienen de exploradores.
En el transcurso de estas lecturas es como si ellos lo acompañaran a través del monte y de su literatura donde la fauna muestra su variada manera de ser, sobre todo cuando hablan los animales, que esto en los cuentos infantiles es tan natural que nadie se asombra de que así sea. ¿O es que sólo los escritores y los niños oyen lo que dicen tantos hocicos, bocas de peces, picos de aves? Horacio Quiroga nació en Salto, ciudad del Uruguay; vivió en Buenos Aires, y desde allí viajó junto al gran poeta argentino Leopoldo Lugones hasta el Alto Paranal con el propósito de conocer lo que perdura de las misiones jesuíticas. Y no regresó sino años después: impresionado por el paisaje de la provincia de Misiones, por su selva, se quedó allí, decidido a vivir entre sus árboles y sus matorrales, y los eleros donde el sol entra en el monte como si quisiera explorarlo, descubrir a sus criaturas que tan vivamente aparecen en este bello libro.
En Cuentos de la selva nos sorprende el mundo palpitante que componen, junto a la espesura vegetal y el suelo intensamente rojo, esa gran diversidad de animales que Horacio Quiroga aprendió a conocer hasta el punto de convertirlos en personajes tan dotados de vida que parecen desprenderse de las páginas del libro para llegar a nosotros y cobijarse en nuestra memoria.
Y como en la selva la quietud es sólo una apariencia porque allí siempre suceden infinidad de cosas y al mismo tiempo, las situaciones protagonizadas por estos inolvidables seres que habitan por igual la realidad y la ficción, son muy variadas, conmovedoras, inquietantes, animadas de diversión y de expectativa. La pregunta ¿Y ahora qué sucederá? nos tiene en vilo desde el comienzo de cada cuento.
Además, por este libro pasa un río, el Yabebirí. Pronunciamos su nombre y es como si lo cantáramos. Un río poblado de rayas, no las de la geometría sino las de la ictiología, que son aplastadas y bastante movedizas, es decir, las rayas que son peces.
Y más de una vez, en estas páginas acecha un tigre y es cuando en ellas el aire se vuelve amenazante como una tormenta. Y menos mal que existe el valor para defender a los más débiles del ataque de los que han acumulado tanta fuerza que se les sale del cuerpo.
Y también hay víboras pero no reptando entre los pastizales sino danzando vestidas de bailarinas y que además han invitado a medio mundo, a las ranas, a los sapos, a los flamencos, tan hermosos, a los yacarés y hasta a los peces. Es que el monte, por más cerrado que sea, se abre siempre en algunos de sus lugares para que le quepa una fiesta larga, y no a pedazos sino entera.
Una tortuga, esa especie de piedra con cuatro patas que camina, dos coatís, una esbelta y pequeña gama, un loro temerario, una abeja que se olvidó que las abejas son laboriosas, completan el conjunto de estos personajes que nos entrega la selva misionera como un regalo incesante, a través de uno de los más grandes escritores iberoamericanos, un regalo que no cesa porque continúa ofrendado en la memoria y la emoción de quienes tenemos la fortuna de haber entrado en la selva de la mano de Horacio Quiroga.
María Granata