La bohemia de los señoritos
Quiroga no fue nunca muy explícito sobre su aventura parisiense. A su regreso dejó que el ambiente literario hiciera toda clase de especulaciones, hasta que una leyenda fue coagulándose. En estas palabras de Raúl Montero Bustamante encuentra su mejor expresión: “Yo sabía que Horacio Quiroga había llegado a la gran capital del mundo, donde había paseado los grandes bulevares del brazo de Enrique Gómez Carrillo y Rubén Darío; que había vivido en el Quartier Latín, que había arrastrado una bohemia alegre e intelectual con poetas, literatos y artistas; y en una palabra, que había recibido el bautismo del arte en las orillas del Sena.” La falsedad de esta imagen, tolerada y hasta tal vez fomentada por Quiroga, importaba poco al regreso. Los más íntimos supieron del hambre pasado en París, pero nada de la indiferencia, del anonadamiento, del lloro y el crujir de dientes. El hambre, al fin y al cabo, era artículo corriente en la bohemia del fin de siglo que, con el decadentismo, reasumiría Quiroga en Montevideo, al sentirse una vez más seguro y alimentado. Y la leyenda de sus aventuras fabulosas en París habría de aclimatarse en su equívoco silencio para continuar enriqueciendo la ilusión de los que necesitaban creer que había en París (al pie del arco iris) un desquite para la mediocridad criolla.
Otra leyenda complementaria aunque opuesta habría de formarse algo más tarde. Según ella, Quiroga rechazó a París. Habría descubierto por la experiencia concreta de la gran ciudad lo que significaban realmente el decadentismo, la mentira de los sueños modernistas. Su temprano desprecio, su austeridad viril, su negativa a todo lo artificial, se explicaban a posteriori como oscuro presentimiento de dónde estaba su verdadero habitat. Misiones está prefigurada en el rechazo de París. Esta leyenda fue formulada (y tal vez forjada) por sus biógrafos: “Su repudio traducía, más que una decepción, la inafinidad absoluta de su naturaleza para aquel medio. Ni el paisaje, ni los seres que necesitaba su genio para desarrollar, residían allí. Su espíritu necesitaba otras correspondencias y estímulos: de ahí su desdén por aquellos lugares a los que jamás deseó volver.” Esta piadosa ficción ignora sin remordimientos que Quiroga continuó propagando el credo decadentista en Montevideo, y aún al trasladarse a Buenos Aires (hasta 1904, por lo menos).
Quiroga fue rechazado por razones que no tienen que ver con ningún desdén hacia París. Por eso, de vuelta al hogar, retoma la máscara del decadentismo y resuelve desandar lo andado. En vez de la conquista de París emprende la de Montevideo, que está más al alcance de la mano y parece más realizable. Los amigos de la patria chica hacían entonces allí sus estudios universitarios. Poetas casi todos (“Quién que es no es poeta”, había preguntado Darío), sazonaban el duro estudio de los textos con el verso. Quiroga había ahorcado la toga, pero no la Musa. Luego de una corta estancia en Salto, bajó a la capital a vivir con Jaureche en una casa de pensión de la ciudad vieja. Su gran compañero de adolescencia, Alberto J. Brignole, vivía pocas casas más abajo. Con Asdrúbal E. Delgado y Fernández Saldaña restauraron el viejo grupo, al que habría que sumar ahora en forma permanente y cada vez más destacada a Federico Ferrando, primo de Jaureche; era dos años menor que Quiroga (había nacido en 1880) y se habían conocido poco antes del viaje a Europa. De ese encuentro nació una amistad intensa y brevísima.
En la pieza de aquella casa, calle 25 de Mayo 118, segundo piso, funda Quiroga su tercer cenáculo literario y el primero que alcanzó fama nacional, el Consistorio del Gay Saber, como lo bautizó Ferrando inspirándose en las agrupaciones poéticas provenzales. En ese marco resaltaba la figura enjuta y barbada de Quiroga. Pero tal vez el más pintoresco de todos fuera Ferrando, del que dijo Quiroga que parecía “un sátiro inocente”.
Una rígida organización había distribuido los cargos consistoriales: Pontífice: Horacio Quiroga; Arcediano: Federico Ferrando; Sacristano: Julio J. Jaureche; Campanero: Alberto J. Brignole; Monagos menores: Asdrúbal E. Delgado y José María Fernández Saldaña. Con un afán algo pueril de perpetuar sus juegos, los jóvenes registran por escrito los pequeños incidentes del Consistorio. A esos documentos (verdadero archivo que Quiroga guarda con fidelidad ejemplar a lo largo de su vida aventurera) se deben las noticias que hoy se conservan de misas más o menos cómicas, de justas poéticas, de desafíos y triunfos en el papel, de reuniones para tomar el five o clock tea o el más familiar mate, de escarceos eróticos con las vecinitas. El Consistorio amplía en forma elaborada aunque no mucho más madura la fraternidad salteña de los mosqueteros. La misma necesidad de poetizar o fabular lo cotidiano estaba en la raíz de ambos grupos. Pero ahora la elaboración poética es más compleja y abre el camino para realizaciones más profundas. Consistorio era un laboratorio poético, el primero y más importante del Modernismo uruguayo, anticipo de la Torre de los Panoramas de Julio Herrera y Reissig. Allí, en el segundo piso de su casa de pensión, Quiroga, Ferrando y sus amigos sáltenos anticiparon modestamente, en las postrimerías del siglo XIX, la escritura automática en la que se especializarían los superrealistas, o las audaces asociaciones verbales y metafóricas con que luego jugarían también Herrera y Reissig y sus epígonos. Como ni Quiroga ni Ferrando estudiaban, ni tenían ocupación fija, andaban siempre juntos, en estado de constante tensión poética, impregnados de exploración y aventura. En el Consistorio, Quiroga y sus amigos jugaron con la rima, con la aliteración, con las medidas, con la semántica, atacando sin rigor pero con brío un territorio inexplorado del lenguaje. A la natural exaltación juvenil sumaban a veces los brahmines la de los paraísos artificiales, incluso el no tan prestigioso alcohol. Quiroga, el más audaz, ensayó hasta el haschich bajo la clínica vigilancia de Brignole, estudiante de medicina. La experiencia está registrada en un cuento, “El haschich”, que se publicó por primera vez en El Gladiador, de Buenos Aires.
El relato se inicia con una aclaración: está escrito para instrucción de los que no conocen prácticamente la droga y también para ilustrar a los apologistas de oídas del célebre narcótico. Indica que ya había practicado el opio, el éter, el cloroformo (“durante un año me hizo dormir cuando no tenía sueño, cogiéndome éste a veces tan de improviso que no tenía tiempo de tapar el frasco; así es que más de una noche dormí ocho horas boca abajo, con cien gramos de cloroformo volcado sobre la almohada”); detalla cómo preparan los orientales el haschich e indica qué métodos debió usar él. Mientras espera los efectos de la droga, toca una guitarra. De golpe, “los dedos de la mano izquierda se abalanzaron hacia mis ojos, convertidos en dos monstruosas arañas verdes. Eran de una forma falaz, mitad arañas, mitad víboras, qué sé yo; pero terribles. Di un salto ante el ataque y me volví vivamente hacia Brignole, lleno de terror. Fui a hablarle, y su cara se transformó instantáneamente en un monstruo que saltó sobre mí: no una sustitución, sino los rasgos de la cara desvirtuados, la boca agrandada, la cara ensanchada, los ojos, así, la nariz así, una desmesuración atroz. Todas las transformaciones —mejor: todos los animales— tenían un carácter híbrido, rasgos de éste y de aquél, desfigurados y absolutamente desconocidos. Todos tenían esa facultad abalanzante, y aseguro que es de lo más terrible. Quiroga piensa que ha tomado una dosis mortal. Como Brignole ha salido por un momento, se levanta y va hasta el balcón, desesperado de morir. Cuando entra la dueña de la pensión con una taza de café que le ha enviado Brignole, tarda un largo minuto antes de comprender que esa taza es para él y pierde otro minuto en querer tomar la taza. Luego traga el café hirviendo de un solo golpe. Cuando regresa Brignole, toma medio frasco de tanino y le arde el estómago. El cuerpo le pulsa con la fiebre. Un médico que lo atiende a las siete de la tarde encuentra que no hay nada que hacer. Las cosas continúan abalanzándose sobre él, atacando todo el cuerpo al mismo tiempo. “El salto era instantáneo, sin poderlo absolutamente evitar.” “Un calentador encendido, sobre todo, fue el atacante más decidido que tuve toda la noche. A ratos me escapaba al medio del cuarto, desdoblándome, me veía en la cama, acostado y muriéndome a las 11 de la noche, a la luz de la lámpara bien triste.” Cuando recrudecen los síntomas, Brignole se sienta a su lado, observándolo con disimulo; para Quiroga es un leopardo verde que lo atisba sin hacer ningún movimiento. Poco a poco los delirios cesan, mejora.
Hay alguna exageración en el relato. Según sus biógrafos había tomado solo cuarenta centigramos de extracto graso. La sensibilidad de Quiroga los multiplica haciéndole creer que ha tomado 1,20 gramos “lo suficiente para matar a dos individuos”.
El Consistorio era, también, un laboratorio moral. Como tantos, estos jóvenes habían descubierto casi simultáneamente el sexo y la poesía erótica. Al imitar a Lugones (el de la Oda a la desnudez y Los crepúsculos del jardín, especialmente) no resulta fácil descubrir dónde acaba el crudo gesto y donde empieza la trasmutación poética. Sus mentes, más que su carne juvenil, estaban confundidas por lo que Herrera y Reissig llamó entonces opulentamente “lujurias premeditadas que muerden con su diente de oro el tornasol de las carnes modernas”. Con el hedonismo como principio, los brahmines partían al asalto de la moral burguesa de la aldea que era entonces Montevideo.
A pesar de sus actitudes de agresiva bohemia no abandonó Quiroga sus prestigios de buen mozo, de dandy montevideano. Supo alternar el tumulto del Consistorio con el flirt en los salones. Alguna fotografía de la época lo muestra simultáneamente en esa doble condición: la ropa atildada contrasta con el cabello espeso y negro, minuciosamente desordenado, con la barba oscura, con la evidente pobreza y desorden del cuarto que lo enmarca. Como Eugène de Rastignac, Quiroga entonces tenía el pie puesto en dos mundos distintos y aparentemente incomunicados. La actividad del Consistorio no se redujo al ritual más o menos satánico de la calle 25 de Mayo. En el Café Sarandí también solían reunirse los conjurados poéticos, mezclándose con artistas y poetas de otras fracciones, ampliando el círculo de conocidos, difundiendo las leyendas de sus Misas Negras, de sus Paraísos Artificiales. Los productos del laboratorio iban a empezar a propagarse entre un público más vasto. El semanario montevideano Rojo y Blanco, que entonces dirigía el crítico Samuel Blixen, recoge un cuento de Quiroga, “Ilusoria, más enferma”, que lleva entre paréntesis la calificación de Página decadentista y está firmado con el seudónimo de Aquilino Delagoa (portugués).
La ocasión es un concurso organizado por el semanario La Alborada, que dirige Constancio C. Vigil. El jurado está integrado por José Enrique Rodó, Javier de Viana y Eduardo Ferreira. Se presentaron setenta y cuatro cuentos, de escritores de todas partes de América, excepto Paraguay. En noviembre se expidió el jurado, que concedió a Quiroga el segundo premio (“medalla de plata”) por “Sin razón pero cansado”, que también firma Aquilino Delagoa. El cuento fue comentado con elogios y no solo por la prensa salteña. Se trata de una narración de anécdota perversa en que Recaredo asiste abúlicamente al adulterio de su mujer, Blanca, con Luciano, su mejor amigo. Al enterarse el amante de que el marido lo sabe todo, mata a Blanca en un insólito y penoso arranque de voluntad. Descuenta (con acierto) la aprobación de Recaredo. Más que cuento es un apunte sobre la abulia. Algunos toques homosexuales administrados con la mayor inocencia —“¿Por qué a mí, Luciano?”, pregunta la víctima— contribuyen a aumentar la cuota decadentista de este triángulo morboso.
Este moderado triunfo le abre las puertas de la prensa literaria. Pocas semanas después, el mismo semanario que lo consagró le publica “Jesucristo”, cuento modernista (según reza el subtítulo). Es del 20 de enero de 1901, el nuevo siglo: “Con el yaqué prendido hasta la barba, trasnochado y el paso recto, marchaba Jesucristo por la Avenida de las Acacias, quebrando inconscientemente una rama caída entre sus guantes gris acero”. El retrato del dandy parisiense se completa con otros detalles: “su rubia barba de israelita —cortada en punta—; su elegante silueta; su monóculo; los ojos en que un profundo violeta idealizaba la fatiga”. El personaje recorre las avenidas de París y descubre entre los árboles una cruz de mármol. Evoca entonces rápidamente su anterior venida, su prédica, su calvario, sus errores, en fin. “Jesucristo miró todavía el Cristo de mármol, y una ligera sonrisa no pudo dejar de acudir a sus labios. En la cruda resurrección del pasado que llegaba hasta sus ojos, bajo el refinado petronismo de su existencia impecable, dilatábase el asombro, no para el esfuerzo, sino para la buena fe con que había cumplido aquello, la intensa necesidad de elevar el pueblo, el puro tormento de su sacrificio, con el Desastre final, tres horas de irretornable tormento que secaban su garganta, en la evocación de una agonía que pudo ser trágica y no fue sino bárbara.” Su silueta, que se pierde entre la luz que inunda la ciudad despertándola, sirve para cerrar la narración. Hoy no resulta demasiado novedosa la moraleja que se desprende de esta parábola; tampoco era original en su época el recurso del anacronismo deliberado. Para Quiroga, Jesucristo acababa por identificarse con el artista, inmolado por la mediocridad del medio y que acaba por refugiarse en el dandysmo. Una vuelta de tuerca para el albatros baudeleriano, en fin.
Al iniciarse los cursos en marzo de 1901, regresa a Montevideo y vive con sus amigos en una casa de la calle Cerrito n° 113. Ocupaban dos cuartos interiores del piso alto: el mayor le correspondió a Quiroga y Delgado; el otro estuvo destinado a Jaureche. El ambiente era menos austero que el de la pensión anterior y el diario contacto de los brahmines con ciertas inquilinas facilitaba escaramuzas eróticas. Algún debilitamiento en el fervor de los conjurados a aflojar los lazos, algo rígidos, del Consistorio. Aparecen nuevas figuras. Entre ellas, Vicente Puig, muchacho catalán, dibujante y devoto admirador del español Casas. Otra incorporación, aunque lamentablemente demasiado fugaz, fue la de Lugones, huésped de Montevideo por pocos días.
Entre tanto, Quiroga continúa con una producción intensa que poco trasciende al público. A mediados de año, La Alborada le publica otro cuento, “El guardabosque comediante”, en que también explora la conducta anormal. Dos semanas más tarde, el mismo semanario publica un breve relato, “Charlábamos de sobremesa”, que Quiroga nunca recogió en volumen y que abunda en ese horror mecánico, mal aprendido en Poe, del que anticipó ejercicios la Revista del Salto. Casi toda su actividad literaria en este momento se concentra, sin embargo, en la preparación de un primer libro, Los arrecifes de coral. Está dedicado, naturalmente, a Leopoldo Lugones.
El volumen ostenta el sello del refinamiento. Anchísimos márgenes enmarcando un texto generalmente breve y compuesto en cuerpo pequeño sobre papel ilustración. De las 164 páginas, muchas estaban en blanco. La carátula había sido diseñada por Vicente Puig: el título, el nombre del autor y la ciudad en que había sido impreso aparecían ilustrados por un dibujo (rojo naranja sobre el amarillo limón del fondo) de una mujer ojerosa, los hombros al aire, iluminada por una vela. La obra comprende 18 poemas, 30 páginas de prosa lírica, 4 cuentos; en la poesía abundan fragmentos que obedecen a un propósito, casi arqueológico, de reelaborar un tema que interesa al poeta sobre todo por su ascendencia literaria. Hay reminiscencias de Salambó, de Gil de Retz, de Lugones, de Edgar Poe, de Darío, junto a la de escritores más olvidados de la utilería modernista: Catulle Mendès, Charles de Sivry, Maurice Rollinat. En buena parte es ésta literatura fabricada sobre literatura.
Pero también hay otras páginas más personales, a pesar de su ascendencia literaria: son aquellas en que Quiroga explora temas eróticos. Algunas veces el obseso predomina sobre el creador. Un mismo motivo (la niña que se muere por excesos sexuales secretos) obtiene elaboradas versiones. Otras veces se insinúa el animalismo que reaparecerá en cuentos posteriores. Asoma la prestigiosa contaminación del amor con la muerte y hay atisbos de necrofilia o de locura. También hay fantasmas en la mejor tradición de Poe. Excesos sexuales, flagelación, incipiente necrofilia, demencia, parecen atestiguar una fuerte inclinación morbosa. Por medio de estas perversidades literarias, Quiroga exorciza sus fantasmas.
La reacción de la crítica ante Los arrecifes de coral fue muy violenta. Se le consideró una extravagancia, una locura deliberada. Al comentar la obra en Vida Moderna, su director, Raúl Montero Bustamante, afirma: “Pienso, como Unamuno, que la voz de este poeta nuevo es ‘una voz más de esta juventud inorientada mejor aún que desorientada, occidentada más bien’, y solo saludo a ese hermoso talento hoy extraviado, con aquel verso del poeta de la juventud:
Qui part trop tôt revient trop tard.
Quiroga se resintió de un vapuleo tan general. Aunque trató de parecer indiferente y hasta sonreía al escuchar la lectura de algunas críticas, no podía disimular demasiado el dolor de sentirse escarnecido. Es cierto que algunos lectores fueron favorables: Lugones, por ejemplo, que le predica con acierto un “seguro porvenir de prosista”; Ricardo Rojas o incluso Oscar Tiberio, contertulio de La Torre de los Panoramas. Felizmente no pudo conocer la duplicidad de algunos que lo elogiaban cuando estaba presente y escribían cartas envenenadas a sus espaldas. El más notorio de estos dúplices era Julio Herrera y Reissig. En carta que escribe a Eduardo Montagne, el poeta presenta a su colega con estas patrocinadoras palabras: “Le envío para que forme juicio, y a solicitud de su autor, que es algo pedantuelo, Los arrecifes de coral. Horacio Quiroga, que como Ud. sabrá me visita a menudo, tiene algún talento. Si no imitase tanto a Lugones, su pariente y maestro, y a sus abuelos literarios, Regnier, Samaian, Medés, Silvestre, Montesquiou y D’Annunzio, valdría seguramente mucho más. Versifica bastante bien, y en las prosas, aunque tiene mucho de tono, insubstancial, arrítmico y reminiscente, demuestra valor artístico. Es joven y rubio; lleva barba como el autor de Au jardin de l’infante y cabello a lo Daudet. 25 años y 25.000 esperanzas de gloria. Si a usted no le fuera molesto me gustaría que le escribiese, después de leer el libro, una tarjeta o carta expresándole su juicio de la obra, con esa franqueza que a Ud. distingue. [ … ] Diríjamela a mí que yo se le remitiré inmediatamente. (Envíela dentro del mismo sobre en que venga su contestación, así puedo saborear.)” Hay otras cartas, aún más mezquinas.
A principios de 1902, un poeta que había sido menospreciado por los consistoriales y también por los contertulios de la Torre de los Panoramas, publicó en La Tribuna Popular una silueta titulada “El hombre del caño”, en que se aludía a Ferrando y se le vinculaba ambiguamente con un ladrón que por entonces había saqueado una joyería introduciéndose en ella por el caño maestro. Los términos que usa Guzmán Papini y Zás son sucios y de incalificable grosería. Ferrando contestó con una nota y un desafío caballeresco. Papini contestó jocosamente con otra nota, “¡Apareció el del caño!”, en la que rechazaba el desafío. Esta segunda provocación rebasó toda medida. Ferrando envió un violentísimo artículo a El Trabajo. El tono es digno de los ataques de su adversario. Como contestación, y al pie de una “Silueta” dedicada a otro escritor, Papini y Zás agradece con inesperada sobriedad los conceptos que ha vertido Ferrando y manifiesta que se los agradecerá personalmente. Era el 5 de marzo de 1902.
Ese mismo día Quiroga llega de Salto, tal vez llamado por su amigo para asistirlo en este trance. Ferrando lo fue a esperar al puerto, almorzaron juntos en el Hotel Comercio y fueron luego a casa del primero. Un hermano de Federico había comprado por encargo de éste una pistola de dos caños, sistema Lafoucheux, de 12mm. Son las siete de la tarde. Quiroga toma la pistola para examinarla (entendía algo de armas de fuego y sin duda quería explicar el mecanismo a su amigo); sentados frente a él están Federico y Héctor. Mientras Federico mira con curiosidad, su hermano, que sabe que la pistola está cargada, grita a Quiroga que tenga cuidado en el mismo momento en que se escapa el tiro, alcanza a Federico en plena boca y se aloja en el occipital. Al caer su amigo sobre la cama, Quiroga se abalanza, lo abraza, pide perdón; Federico hace señas con la mano dando a entender a los familiares que acuden aterrorizados que Quiroga es inocente. A éste lo sacan de la pieza, lo llevan al fondo de la casa. A los pocos minutos Ferrando fallece y Quiroga cae en un estado de desesperación. Es llevado a la jefatura de policía (el viejo Cabildo), allí come algo y pasa la noche en vela. A la mañana siguiente es interrogado por el juez de Instrucción. Luego de la declaración, es trasladado a la Cárcel Correccional. Su abogado defensor, Manuel Herrera y Reissig, hermano del poeta, consiguió que fuera puesto en libertad tres días más tarde. Sobre la tumba de Ferrando, el poeta Herrera y Reissig pronunció un discurso fúnebre. Esto no le impidió, días más tarde, comentar así el episodio en carta a Edmundo Montagne: “¿Qué me dice de Quiroga y de su obra sangrienta? [….] Es un pobrecito enfermo; cada vez me afirmo más en la idea de que es un pobrecito pedante, ineficaz en todo sentido.” El cruel epitafio era prematuro.
La muerte de Ferrando ataca, además, los centros más íntimos de Quiroga, despertando en él un horrible sentimiento de culpa inocente. Hasta en las crónicas periodísticas de la época se manifiesta esa obsesión. La prosa llena de lugares comunes y torpezas recoge, sin embargo, las imágenes fundamentales: Quiroga abrazado a su amigo y pidiéndole perdón, Ferrando (ya invadido por la muerte) haciendo señales con la mano para exculpar a su involuntario asesino, la declaración ante el juez que se concentra en la atroz imagen del amigo cayendo sobre la almohada, la mano en la boca y haciendo señales de impotencia. En lo más hondo de su conciencia, Quiroga podía creer que había querido su muerte. Ferrando era el único de sus amigos que era su igual en rebeldía poética, en audacia de iconoclasta, en desplantes decadentistas. Era casi su alter ego: el pistoletazo era un suicidio simbólico, un ensayo, aunque prematuro. Bien dentro de sí, Quiroga tal vez creía que Ferrando era la víctima propiciatoria de su fracaso literario, el cordero sacrificado en el altar de un dios ciego y destructor, el estímulo brutal que él necesitaba para arrancarse definitivamente de una tierra que se había convertido en insoportable, hostil.