El aprendizaje de la objetividad
La experiencia del Chaco ha dejado un saldo poco claro. Aunque en la soledad y el trabajo Quiroga se ha descubierto a sí mismo, el cambio resulta aún invisible desde fuera. Quiroga habrá de retomar viejas actitudes apenas vuelva a Buenos Aires. El regreso se produce en los primeros días de octubre de 1905. Como Brignole, ya doctorado en Europa, había resuelto instalar su consultorio en la capital argentina, Quiroga liquida su ruinosa plantación y baja a Buenos Aires a compartir con el fiel amigo salteño los días y las musas. Viven en la calle Maipú 951. La pieza de Quiroga (anotará el mismo, ya convertido en biógrafo) reflejaba al inquilino: gran riqueza de libros, con la que contrastaban herramientas y enseres, en desorden caótico, desparramados por los rincones o apilados en baúles. No permitía que se tocara nada; la pieza era, a la vez, dormitorio, biblioteca y taller. Más que a la lectura o al sueño, Quiroga se entregaba al culto de las artes manuales, sobre todo a la galvanoplastia.
Por esta época empieza Quiroga a participar en la vida literaria porteña. Asiste regularmente a las tertulias que da Lugones en su casa una vez por semana y a las que concurren no solo poetas, sino personalidades de todas las ramas culturales. Brignole, que también solía ir, ha escrito: “Lugones sobresalía en lo grave y en lo frívolo, sea por la solidez de su hermenéutica, sea por la riqueza de su archivo anecdótico, en donde encontraba siempre la ocurrencia traída a sazón por la charla y que narraba con un gracejo de hablista consumado. Quiroga permanecía allí mudo las más de las veces, sin dejar, por eso, de hacer los debidos homenajes al brillante chisperío intelectual y al té y las tortas, no menos excelentes, de madama Lugones.” También se ve a Quiroga en “La Brasileña”, café de la calle Maipú, donde pontificaban el uruguayo Juan José de Soiza Reilly, periodista aclimatado en Buenos Aires; Antonio Monteavaro, Luis Pardo (virtual dictador literario de Caras y Caretas) y a la que asomaban a veces hasta don Roberto J. Payró y Florencio Sánchez, ya en el colmo de su fama. También frecuenta la tertulia Manuel Gálvez, abrumado como siempre de proyectos literarios. En el primer tomo de sus Recuerdos apunta retrospectivamente que Quiroga ya era un solitario, que “su hurañía lo apartaba de las reuniones literarias, si bien sus amigos eran todos escritores”. También anota sus peculiaridades: “Era un gran gustador de café, y no dejaba que se lo sirvieran sin que le hubieran entibiado antes la taza con un poco de agua caliente”. Otra imagen coetánea, de circulación mucho más privada pero no menos auténtica, es la que ofrece Brignole en su biografía: “Horacio tenía un modo peculiar de sentir la euforia báquica: estallaba en risas sin objeto, tenaces, sincopadas y abundantes en muecas histéricas. Experimentaba un gran placer en estas leves caídas orgiásticas, asegurando que si por algo valía la pena ser abstemio, era para poder sentir más intensamente las voluptuosidades de la incontinencia.” Más importante que estas máscaras al fin y al cabo superficiales es la imagen interior que van revelando sus trabajos publicados en varias revistas porteñas, y sobre todo en Caras y Caretas. Su colaboración allí se inicia en noviembre de 1905, con un artículo titulado “Europa y América”. No es la primera vez que publica en periódicos porteños. Ya en 1903 dio cinco cuentos en El Gladiador, entre ellos “La verdad sobre el haschich”, que, según él mismo dice en una carta, sirvió para revelarlo en Buenos Aires. Pero colaborar en Caras y Caretas significa algo muy distinto: El Gladiador pagaba poco y tenía escasa circulación; Caras y Caretas es la primera revista en su género y lo pone en contacto con un público acostumbrado a las primicias de la literatura hispanoamericana. En aquella época, este semanario podía darse el lujo de encargar a Rubén Darío la redacción de su autobiografía, y diez años más tarde iba a ser capaz de enviar a José Enrique Rodó como corresponsal exclusivo a la Europa en guerra. Allí aparece Quiroga, con su pequeña fama montevideana a cuestas y el antecedente de dos volúmenes de poesía y prosa decadentes, con el espaldarazo de Lugones, que certifica más una esperanza que una realidad. Pronto descubre las exigencias precisas de un mercado literario completamente distinto. La actitud del artista que escribe solo lo que le gusta y cómo le gusta, cede a la del escritor profesional que debe tener en cuenta ante todo el público al que se dirige y para el que escribe. Allí aprende la lección de la síntesis eficaz. El secretario de redacción, Luis Pardo, es un maestro implacable. Aunque Quiroga lo defina en una carta como “retórico, español y comerciante”, unos veinte años más tarde reconocerá que Pardo “fue quien exigió el cuento breve hasta un grado inaudito de severidad”, y por eso debe a su influencia “el destrozo de muchos cuentos por falta de extensión, pero le debe también en gran parte el mérito de los que han resistido”. Para el decadente que aún languidecía dentro de él, ninguna disciplina mejor.
El éxito de sus colaboraciones aparece en la crónica de sus cartas. “Por aquí voy mejorando visiblemente. Fuera del mayor conocimiento que la gente tiene de mí —han dado en elogiarme de lo lindo… ”—. También se encuentran en la misma correspondencia opiniones literarias, proyectos de trabajo y comentarios diversos que permiten reconstruir el rumbo de sus preocupaciones. Así, en diciembre de 1906, hace una suerte de balance en que señala la distancia que lo separa seguramente de su primo, todavía aferrado a la estética consistorial: “Yo he dado tal vuelco en cuestión miras y procedimientos de arte, que de cinco años a esta parte he mudado de pellejo, con ideas y todo”. Asimismo se confiesa en cartas a José María Delgado, que también era salteño pero tenía cinco años menos. Hermano de Asdrúbal, que fue compañero de las primeras andanzas, José Maria asoma a la vida literaria de Salto después que Quiroga se radica en la Argentina. Cabe considerarlo como epígono de la generación modernista. A la muerte de Quiroga, Delgado habría de colaborar con Brignole en la primera biografía del amigo común (1939). Las cartas que ahora le envía Quiroga están llenas de observaciones literarias, escritas con un tono de autoridad y hasta si se quiere algo patrocinador que falta por completo en las enviadas a otros amigos.
Más que una ciega admiración por una poesía cuyas limitaciones veía claramente, la actitud de Quiroga revela sobre todo la fidelidad al grupo literario de sus orígenes. Aunque se creía y sentía desarraigado, estaba unido al Uruguay y sobre todo a Salto por esos fils mysterieux de que habla tan bien Hugo. Por entonces, y casi hasta su muerte, Quiroga se convierte en un embajador sin cargo de los jóvenes escritores salteños que tientan la aventura porteña. Cumple así una función esencial de padrinazgo de la que él mismo se había beneficiado al ingresar en 1902 en la vida literaria argentina bajo la guía de Lugones. Algunas de las severas observaciones que hace a Delgado sobre la poesía en general o los versos de su corresponsal, contienen valiosos puntos de vista. Al comentar una composición de Delgado observa: “Lo que mata esos versos es su facilidad. Hay que trabajar un poco más, mi buen amigo. La poesía es cosa muy seria para entretenerse como quien se corta las uñas distraído para pasar el tiempo. Por lo tanto, esmérate con esos versos, retócalos o haz nuevos, que sería lo mejor. Sin que todo eso implique un desánimo bochornoso, porque si hacer versos malos es malo, abandonarse es peor. Todo esto que te digo a ti me lo vengo diciendo desde hace cinco o seis años.” En otra carta vuelve a insistir y aclara: “Voy regenerándome a fuerza de trabajo”; también le recomienda leer el prólogo de Maupassant a su novela Pierre et Jean, porque “se aprende”. En otra carta bastante larga hay un par de observaciones que revelan hasta qué punto está de vuelta de adornos europeizantes. Delgado habla de una “verde encina”, y Quiroga pregunta: “¿o preferirías cambiar de árbol? ¿Localizar más el idilio? Tropo Europa… ”. Más abajo le advierte: “Sabes que las revistas están un poco cansadas de cristalinos poemas hueros y decadentes”, frase que revela hasta qué punto la realidad literaria argentina ha modificado su rumbo. En otra carta advierte a su joven amigo que “las chozas no tienen tejado”, pero va un poco más lejos en la corrección: “A más, reniego de la choza: me huele a Europa o a sentimiento falso”. Esto en boca del autor de “Lemirre, Vanier & Co.”, y otros ejercicios parisienses demuestra el cambio operado en siete años. Realmente, Quiroga ha mudado de piel.
Además de publicar en Caras y Caretas, consigue colocar su producción cada vez más numerosa en El Hogar, en Atlántida, en Nosotros, en Papel y Tinta. Llega incluso a colaborar en La Nación, y no solo con seudónimo. Todavía no está maduro, sin embargo, para dar el salto de la revista (a pesar de su calificada circulación) al suplemento dominical de uno de los diarios mayores. Por eso, aunque celebra su éxito y lo comenta reiteradamente, Quiroga siente que aún no ha llegado. La nueva residencia en Buenos Aires coincide con la terminación de un cuento largo que ya había anunciado en alguna carta y que es su más ambiciosa producción hasta la fecha. Aunque escrito en 1905, “Los perseguidos” no se publicará hasta 1908. Allí paga tributo a algunos aspectos que parecían superados de su modernismo. Pero hay otras cosas en este relato; se encuentra una clave para la comprensión de sus demonios interiores. El cuento se basa en un personaje real, Lucas Díaz Vélez, a quien conoció una noche en casa de Lugones. En una nota previa, Lugones confirma: ‘‘Los perseguidos es un cuento del género en que sobresale el autor: la historia de un loco perseguido cuyo origen real conozco, lo cual me da por cierto un papel con nombre propio y todo en la interesantísima narración”.
En la superficie, “Los perseguidos” cuenta el caso de un loco con manía persecutoria por el cual se siente irresistiblemente atraído el narrador. La atracción se manifiesta en forma perversa. Un mediodía lo ve pasar por la calle Artes. Díaz Vélez caminaba mirando vidrieras, y el relator lo sigue sin dejarse ver. Otra vez el relator es el perseguido. La situación aparece invertida, con algunos toques que recuerdan The Tell-Tale Heart, de Poe. Hay un tercer encuentro más intenso. El viaje a Misiones abre un paréntesis. Cuando el relator regresa se entera de que Díaz Vélez ya está internado. El cuento retoma el asunto de “El barril del amontillado” y “El crimen del otro”. La pareja íncubo-súcubo aparece una vez más aunque en este tercer avatar quiroguiano la situación se ha vuelto más compleja porque los papeles oscilan y hasta se truecan. Ostensiblemente, Quiroga ha buscado contar una historia de locos. Su tesis —“esa terrible espada de dos filos que se llama raciocinio”, o como dice en otro lugar del cuento: “la razón es cosa tan violenta como la locura y cuesta horriblemente perderla”— aparece ilustrada precisamente por la atracción que ejerce el perseguido sobre el relator hasta el punto de convertirlo, a él también, en perseguido.
Lo que Quiroga llama perseguidos son también los seres asaltados por deseos perversos. Esa persecución que despierta en el relator la condición de “perseguido larvado” (según anota Quiroga) tiene también otro significado muy claro. El relator se siente impulsado a seguir a Díaz Vélez por la calle, se excita enormemente ante la idea de que podía tocarlo, cuando se sientan en “La Brasileña” hasta lo mira con ternura. Hay un momento en que siente la tentación de hundir sus dedos, bien rectos, en los ojos de Díaz Vélez, cuya mirada describe con algún detalle. Luego, al salir del café, caminan hacia Charcas y conversan. Del diálogo surge que el perseguido había descubierto al relator por su reflejo en las vidrieras, exactamente como las mujeres descubren a sus donjuanes callejeros. Cuando la situación se agrava, Díaz Vélez es ya su Díaz Vélez (como lo califica Lugones en un pasaje). El relator se siente con un nudo en la garganta y arrastrado por cada palabra del perseguido hacia un abismo inminente. En otro momento, el perseguido queda bajo las miradas devoradoras del relator con “toda la expresión de un animal acorralado que ve llegar hasta él la escopeta en mira”. Por fin, la locura de Díaz Vélez asume la forma, tan reveladora, del nudismo. Para cada ser la locura tiene una coreografía diferente. El relator de este cuento dibuja con toda precisión la imagen de un homosexual tan reprimido que no logra descifrar las claves que su mismo relato desparrama con toda profusión. Entiende la locura y el delirio de persecuciones, registra el hechizo y hasta el contagio. Pero es incapaz de ver qué hay debajo de esos simulacros.
Otros relatos que publica a lo largo de este período ya revelan al cuentista que llegará a ser Quiroga. Incluso sirven para marcar admirablemente la transición entre el narrador meramente literario o morboso de la época anterior y el creador de la madurez. Uno de los más característicos es “El almohadón de pluma”, historia de una joven esposa que perece víctima de misteriosa enfermedad. Cuando van a deshacer su cama encuentran dentro del almohadón sobre el que ha estado empecinadamente recostada su cabeza durante los últimos días, un monstruoso insecto que le ha chupado hasta la última gota de sangre.
Como narración es breve y brillante. Los elementos que en anteriores relatos aparecían separados, incapaces de integrar un solo movimiento creciente, acá están dominados por una disciplina rígida que no excluye el énfasis ni la violencia. Hasta el efecto penúltimo, el insecto bruscamente revelado, resulta admirable. Ya en sus dos primeros libros había imaginado Quiroga, con cierta complacencia necrofílica, la agonía de hermosas mujeres acabadas por placeres secretos. En más de un caso sumaba la cohabitación con animales. Hay indudables restos de estas perversiones literarias (tal vez estimuladas por Poe) en el cuento. Pero ahora Quiroga da el salto que transforma la posible historieta de vampirismo o bestialidad en franca alucinación. El supuesto toque científico final no hace sino subrayar irónicamente hasta qué punto Quiroga está tratando temas suprarreales.
Pero son otras narraciones, que luego Quiroga llamaría “cuentos de monte”, las que indican el comienzo del gran narrador que llegará a ser. Despojado de fáciles recursos, sobrio de estilo, poseedor de una visión ahondada, así se manifiesta en “La insolación”, “El monte negro” y “Los cazadores de ratas”. Con estos cuentos vence precisamente Quiroga esa impotencia expresiva, esa penosa fecundidad para inventar situaciones dramáticas, de las que se había quejado ya en los tiempos de su aventura parisiense. Solo en estos cuentos empieza a ser capaz de aprovechar su experiencia del mundo concreto para revelar una forma muy suya de instalarse en la realidad. Solo aquí la anécdota es algo más que un suceso. El hecho (vivido u observado) se convierte en ficción, en realidad literaria. Nada más difícil que esta simple operación. En uno de sus relatos posteriores (“Juan Darién”, de El desierto) habrá de comentar Quiroga que los hombres “no cuentan lo que ven, sino lo que han leído sobre lo mismo que acaban de ver”. Con estos tres cuentos empieza Quiroga a contar lo que ve.
Tal vez el más perfecto sea “La insolación”, que publica en marzo de 1908. Está ambientado en el Chaco y buena parte de su eficacia radica precisamente en recrear un mundo que él conoce en carne propia. Es un mundo en que el sol mata a ciertas horas. Todo está regido por su terrible poder. El punto de vista que asume el narrador es el de unos animales, recurso que le permitirá más tarde crear sus célebres Cuentos de la selva. Para Quiroga, todos los seres vivos son iguales, por eso (como dirá asimismo en “Juan Darién”), “ante la suprema ley del Universo, una vida equivale a otra vida”. Esa sabiduría permitirá que el narrador se acerque a los animales sin ese aire patrocinador que empobrece casi todas las fábulas, y que puede captarlos en su verdadera naturaleza. Sus animales son creíbles porque están, observados profundamente y con simpatía, están vistos.
En “La’ insolación” son cinco “fox-terriers” los que facilitan el punto de vista. Quiroga detalla sus rasgos diferenciales. El principal es un cachorro llamado paradójicamente Old. A través de él, y de sus cuatro compañeros, enfoca Quiroga la historia del amo, ese míster Jones, inglés perdido en el desierto chaqueño, a cuya muerte asisten impotentes los perros. El narrador describe con anotaciones breves al personaje, marca su borrachera, su arrojo y su impaciencia. Tal vez haya en él algún rasgo de un tal Robert Hilton Scott’ que Quiroga encontró en un viaje a Misiones y cuyo establecimiento en el Paraguay visitó a principios de 1907. Hay una carta que se refiere al viaje. Tal vez la imagen del inglés borracho que se desintegra en el desierto tropical sea demasiado genérica (está magníficamente desarrollada en Hudson, en Conrad y en Kipling, a quien ya leía Quiroga con avidez como para pretender una identificación concreta. De todos modos, los rasgos más interesantes del cuento están en la utilización de los “fox-terriers” para enfocar la situación que tiene a míster Jones como centro.
Al presentar toda la historia desde el punto de vista de los “fox-terriers” no solo se facilita una identificación del lector con éstos, sino que se logra una caracterización llena de irónica sonrisa y de ternura. Estos seres están dotados del encanto de lo primitivo, son imperfectos y a la vez radiantes, tienen un encanto invencible. Pero Quiroga evita lo que cabría llamar falacia antropomórfica, en el mismo sentido en que Coleridge hablaba de la falacia patética. Sus “fox-terriers” no son únicamente seres primitivos y arbitrarios, son animales completos. Ven las cosas con claridad y realismo, aunque las encaran desde un punto de vista que también acepta lo mágico. Por eso importa la diferencia de sabiduría de los cinco “fox-terriers”; por eso, el principal testigo es un cachorro que aprende (con esta experiencia concreta) que la Muerte es ante todo un doble que viaja por la vida a la busca del yo. Cuando se encara con la Muerte, Old cree que es el amo. Los otros perros saben que ese fantasma no es el amo; saben, además, que anticipa la muerte del amo; saben asimismo que esa muerte traerá para ellos el abandono. Esa sabiduría es una visión; allí ha puesto Quiroga las bases de su objetividad. La reacción de los animales ante lo sobrenatural está presentada por Quiroga en términos concretos: la muerte es una experiencia que los horripila, que los hace aullar y ladrar, porque es para ellos una experiencia concreta. Como Old es demasiado joven, no lo sabe aún. Hasta cierto punto, el cuento es la historia de su aprendizaje.
Otro cuento del período, “Los cazadores de ratas”, vuelve a centrar en los animales el punto de vista narrativo. Solo que aquí el animal es también el actor principal. En la víbora que habré de causar involuntariamente una muerte, vuelve a mostrar Quiroga una vez más su penetrante intuición, su capacidad de observador. Pero aquí no ha conseguido Quiroga eliminar por completo una suerte de sobreimpresión de los sentimientos humanos y los animales. En “La insolación”, míster Jones está visto siempre desde la misma distancia. Incluso cuando el narrador observa sobre él cosas que tal vez los perros ignoran, el punto de vista es exterior y algo lejano. Al final de “Los cazadores de ratas”, en cambio, Quiroga siente la tentación de sentimentalizar la muerte del niño y a la imagen que tiene la víbora de cascabel (un torpe osezno que la ataca), superpone el grito de la madre cuyo hijo ya ha sido alcanzado por el veneno. La emoción admirablemente administrada al comunicar los sentimientos de la víbora, desborda al fin en sentimentalismo. Más tarde, en “La serpiente de cascabel” (cuento de 1931) vuelve al tema con mayor rigor y hasta con toques inesperados de humor negro: entonces resulta más visible que es la serpiente la agredida, la victimizada, por los feroces seres humanos.
De este mismo período es “El monte negro” (junio de 1908) en que transcribe casi literalmente su experiencia de plantador chaqueño. Allí escribe un retruécano (Chaco, léase Chasco) que hasta cierto punto es muy justo. Pero el mayor interés del relato es permitir un cotejo entre lo que se cuenta del protagonista y lo que Quiroga cuenta de sí mismo en sus cartas. La imaginación ha convertido en sueños de gloria una realidad que era más opaca y, paradójicamente, contenía, sin embargo, una entonación más hondamente poética.
La vida continúa desarrollándose en Buenos Aires con monótona regularidad. Lugones es Inspector General de Enseñanza Secundaria y por su intermedio Quiroga (al que no bastan sus colaboraciones para vivir) logra ser nombrado Profesor de Castellano y Literatura en la Escuela Normal n° 8. Aunque tiene algunos problemas para cobrar el sueldo, las perspectivas parecen ser buenas.
Los sueños del trópico renacen bajo la forma —que será definitiva— de Misiones. En las vacaciones de 1906 viaja a San Ignacio con otro salteño, Vicente Gozalbo, boticario y hombre de empresa. Aprovechando las facilidades que ofrece el gobierno del Territorio a quienes deseen dedicarse al cultivo de la yerba mate, Gozalbo y Quiroga proyectan una empresa, la Yabebirí (por el nombre de uno de los ríos de San Ignacio), que habrá de convertirlos en millonarios en menos tiempo que a la lechera. Una vez más, Quiroga busca emular las hazañas del padre. Pero, una vez más, el resultado será el fracaso.
El regreso a Misiones es la certificación de aquella primera experiencia deslumbradora de 1903. Ya tenía alguna idea de la parcela que quiere comprar, “con gran monte, vistas al Paraná, etc.”, según apunta en una carta de 1906. El 4 de diciembre del mismo año confiesa: “Estoy loco por hacer un poco de vida brava”. En las cartas a los amigos salteños se referirá insistentemente a “mi definitivo viaje a Misiones”. Pero tarda en decidir el rumbo. Sube el Paraná en enero, acompañado de Gozalbo. Allí conoce a Scott, y arrastrado por una invitación, visita su obraje en el Paraguay, a unas 18 leguas arriba del Iguazú. La descripción que hace en una carta tiene momentos notables: “Éste es un país endiabladamente montuoso. No hay nada más que monte, sin el más elemental claro, monte hasta el Amazonas al norte, ídem hasta la cordillera al oeste, ídem hasta Corrientes al sur, e ídem hasta el Atlántico al este. Te enumero tan prolijamente esto porque es sorprendente la necesidad que se siente aquí de un pedacito de tierra en que no haya árboles y enredaderas y bejucos y tacuaras, tacuapís, tacuarembós.” Por la descripción se siente que ha alcanzado el verdadero corazón verde de América.
De regreso en Buenos Aires, no cesa de añorar el trópico. Es friolento y la- inclemencia del invierno porteño le hace acordarse de Misiones. En una carta de julio de 1907, queda una instantánea que explica en parte el hechizo que tenía para él (nacido al calor de Salto) esa tierra del norte argentino: “Aquí el invierno ha amainado dulcemente estos días, en forma de après-midis maravillosos, que me traen olor a azahar y melón silvestre de Misiones. No hago más que pensar, como objetivo de dieta, en los tres meses que pasaré pronto en las tierras de fuego, con sol abrasador y tierra roja y agrietada, de picadas, piques y lianas pegajosas, con escopetas mortíferas en una mano y machetes afilados a piedra en otra; con perros, aguarás y tapires mansos en el Zoo; fox-terriers, blancos, vibrantes de rapidísimos en la carrera, cara mitad blanca. y mitad negra y cola cortada, que comen lagartos y trepan a los árboles, y gritan cuando uno los deja en la casa y paran las orejas cuando nos ven venir de lejos, y muerden generalmente en el espinazo y pocas veces en la garganta, y entre tres estiran un gato y entre cuatro detienen a una onza, y comen poco porque son chicos, y se sienten inmóviles viéndonos comer, y cuando corren en la arena se caen a menudo, y saltan con las dos manos juntas y las patas separadas…”
La fecha del regreso definitivo a Misiones se va postergando. En las vacaciones de 1908 pasa dos o tres meses allí. Levanta un galpón con maderas que había cortado el año anterior y que había dejado estacionar; es una construcción rústica aunque menos caprichosa que el rancho de Saladito. Como éste, sin embargo, servirá no solo de habitación, sino de taller y hasta laboratorio. También cava un pozo, empieza a preparar la huerta. Con ayuda de un peón (que después ingresará al cuento homónimo, transfigurado por su imaginación macabra), se dedica a plantar bananos y mandioca. Va ordenando poco a poco su refugio, su isla de Robinson. Cuando regresa a Buenos Aires, en el otoño, está tan impregnado de esa experiencia de monte que no podrá evitar evocaciones cada vez más urgentes y vividas.
A fines de 1907 se casa Brignole. Quiroga se va a vivir a la calle O’Brien 233, cerca de Constitución, lugar que no conocen ni siquiera quienes viven allí, Según dice en una carta. Sigue conservando un cuarto en la casa del amigo para sus trastos y herramientas.
Por estos años, Quiroga abunda en enredos amorosos que por lo general cuenta con detalles a Fernández Saldaña, aunque se reserva algunas historias (según dice en marzo de 1907) “que me dejaron el pelo blanco por dentro”. Del vasto anecdotario, registrado sobre todo en sus aspectos más escabrosos, cabe destacar un solo amorío con una muchacha muy joven que vivía en Lomas y cuya boca Quiroga no se cansa de ensalzar. Las intenciones del galán son muy obvias, pero la muchacha, que parecía tan accesible al comienzo, “ha resultado de una honradez burguesa que sus toreadas primeras no permitían presentir”, según escribe en enero de 1906. La frustración que representa esta aventura, reaparece en Historia de un amor turbio. La protagonista es una muchacha que también vive en Lomas con su madre y su hermana; también tiene con el narrador intensas sesiones de besos, cortadas por la brusca aparición de un familiar: es, como la joven real, muy hermosa y de boca cálida. Aquí terminan las semejanzas. Quiroga ha eliminado al padre (lo que es significativo); ha sustituido al hermanito de dos años por medio de una doble vuelta de tuerca que le permite presentar a la protagonista como niña de nueve años en una etapa anterior de la historia, y ha modificado profundamente el motivo de la ruptura. En realidad, la muchacha de Lomas le ha servido apenas de punto de partida. Al trasponer la experiencia, Quiroga ha enriquecido el pretexto con temas que lo preocupaban ya desde Los arrecifes de coral.
Muchos elementos de la nueva anécdota derivan de cuentos anteriores: “Venida del primogénito”, “Corto poema de María Angélica” y algunos hasta de “Rea Silvia”. La situación equívoca de Rohan, que corteja a la hermana mayor, Mercedes, al tiempo que hace el amor, inconscientemente, a la niña Eglé, y que más tarde es cortejante de ésta, aunque sigue acariciando y hasta besando a Mercedes, estaba esbozada en las tres narraciones anteriores. Ése es el amor turbio del título: turbio por la simultaneidad del deseo dirigido a distintas hermanas, lo que agrega un toque incestuoso y triangular; turbio, además, porque devela la atracción por las niñas, poseídas de precoces ardores. El tema no es exclusivamente literario, como los antecedentes de Poe y Dostoievski podrían hacer pensar. Es cierto que en ambos, como en Dante, pudo encontrar Quiroga el tema de la fascinación que ejerce la inocencia erótica de las niñas; también es cierto que Eglé es un nombre dostoievskiano (es un personaje de Los endemoniados). Pero en Quiroga hay algo más que influencias poéticas. En sus Recuerdos cuenta Manuel Gálvez: “Una vez, cuando publicó la Historia de un amor turbio, le declaré que me había chocado la página en que el protagonista, y no por cariño fraternal, ciertamente, sienta en las rodillas a su futura cuñada, una chica ya señorita.
—¿Usted no lo haría? —me preguntó.
Y como yo protestara y contestara que no, él dijo, sencillamente, sin cinismo y aspavientos:
—Yo sí.
Otras influencias literarias son menos fuertes. El propio Rohan cita la Historia de los Gadsby, novela de Kipling, para subrayar una coincidencia de actitud. Pero nada tienen de común los argumentos de ambas obras. Sin embargo, lo más interesante de Historia de un amor turbio no es lo que deriva o coincide con ilustres antecedentes, sino lo que tiene de exclusivamente quiroguiano. Es tal vez su esfuerzo más logrado por explorar a fondo el problema del amor. La escisión básica de la mujer en doncella y hembra resulta expresada varias veces en el libro y a través de situaciones dramáticas muy expresivas. Primero es la rivalidad que se establece casi subconscientemente entre Mercedes (ya núbil en sus dieciséis años) y Eglé, todavía niña pero apasionada. Rohan se deja querer por la niña, se conmueve hasta preguntarle: “Y cuando seas grande, ¿me querrás?”, pero al mismo tiempo se siente ridículo y desea volver al abrazo de Mercedes. Cuando pasan los años y la situación ha cambiado, surge otra rivalidad turbia: ahora es Eglé (dieciséis años) la que está en el papel de novia, y Mercedes (de veinticuatro) la que tienta a Rohan con sus encantos más maduros y accesibles. Lo que en la primera época resultaba solo conflicto subconsciente asoma ahora en los términos urgentes del deseo sexual que despierta Mercedes con más vigor y crudeza que Eglé. Pero hay todavía una tercera instancia en que el conflicto parece simplificarse para estallar más hondamente aún. Desaparece Mercedes como rival, y Eglé asume las dos caras de la mujer: es una virgen y es también la hembra tentadora. Pero en vez de disolver la dicotomía por la posesión, Rohan se inventa un nuevo obstáculo: un rival. De ese modo, la situación triangular cambia pero se mantiene. Eglé ha tenido un novio en el intervalo de su separación de Rohan y éste se obsesiona con la visión de las libertades que el novio debe haberse tomado.
Aunque se llegue a la solución irónica (muy a la Maupassant) de descubrir diez años después que los celos no tenían fundamento, el conflicto no tiene solución. Rohan es incapaz de poseer a Eglé porque es incapaz de darse. Lo grave de esta historia de amor, y lo que justifica hondamente ese calificativo de turbio, es que siempre Rohan aborda el amor en términos neuróticos. Primero es la fascinación de la inocencia ardiente de la niña; luego es el toque incestuoso de la doble atracción que ejercen las hermanas; finalmente es la situación edípica del otro. Lo curioso es que por este camino inesperado la novela degenera también en un caso de delirio de persecuciones. Rohan se convierte a sí mismo en perseguido, revelándose el vínculo subterráneo entre esta novela y el cuento homónimo que Quiroga publica en un solo volumen en 1908. Aunque las máscaras anecdóticas sean tan distintas, el tema profundo es el mismo. Más significativo aún me parece que en tanto el cuento resulta logrado en su redondez narrativa y visionaria, la novela fracasa por motivos bastante complejos. Hay una doble imposibilidad en el narrador; Quiroga es incapaz de ver a Rohan con cierta distancia. Aunque el personaje no es estrictamente autobiográfico, es evidente que del punto de vista emocional Quiroga termina por identificarse con él. En una carta de junio de 1905 ya comunica: “He trabajado en mi novela, que no será tal sino cuento. Creo no estar maduro aún para ese aliento. También Brignole, que debía ser el protagonista, ha desaparecido para dar lugar a un Rohan que tiene casi todo de mí en el cuerpo de Brignole.” Precisamente por esta identificación con Rohan, no logra Quiroga mostrar el mundo femenino de la novela desde otro punto de vista. Como para el protagonista, ese mundo le resulta a la vez tantalizador e incomprensible.
La novela es, sin embargo, mejor de lo que se ha dicho habitualmente. Su defecto básico está en parte compensado si el lector, mediante una lectura atenta, puede advertir a través de la ceguera de Rohan los verdaderos móviles de su conducta. Porque esta otra historia también está dada en el libro. Tal vez Quiroga no sabía que la había puesto allí, pero la vinculación del tema y del personaje con su propia situación, permitió que la novela la expresase. Hay que leer entre líneas.
Como señalaron en 1939 sus biógrafos, nadie reconoció entonces la influencia de Dostoievski, y fue necesario que el propio Quiroga la denunciara en una carta de 1935. Pero la omisión de la época es explicable: pocos críticos rioplatenses conocían entonces la obra del novelista ruso. Es probable que la mayoría de los lectores haya reaccionado como Gálvez, escandalizándose por la audacia de ciertas situaciones. El libro era audaz en un medio que creía inmoral a Zoía. El desafío está explícito en el título y en el tema mismo; también queda muy a la vista en algunos pasajes de la novela. En el capítulo XV, toda la náusea que despierta en Rohan la hipocresía burguesa, su tartufismo sexual, aparece expresada en los términos más duros y desdeñosos. Allí se reconoce al autor.
Mientras el cuento “Eglé Elizalde” se transforma lentamente en la novela Historia de un amor turbio, Quiroga vive en la realidad su hasta entonces más profunda experiencia amorosa, y es posible que algunos de sus elementos hayan sido aprovechados en la novela. Entre las alumnas de la Escuela Normal ha descubierto a una muchacha que empieza por mirarlo fijamente. No es quizá la más bonita, pero es apenas núbil, tiene ojos azules, es rubia. Para Quiroga, Ana María Gires representa el prototipo femenino. No es la única alumna que lo mira y que se le acerca a la salida de clase con algún pretexto más o menos pedagógico, como confía en cartas que transparentan su vanidad de gallito. “Tengo también 36 muchachas en castellano, y 36 en literatura, una de las primeras bastante mona. Me rodean al concluir la clase, me aprietan a veces. Va bien, aunque faltan desgraciadamente las ocasiones de hablar a solas. Posible es que, entrado el año, algo pase.” Lo que pasa es que el profesor empieza a prolongar sus miradas y sus apartes con Ana María, como reconoce ya el 8 de octubre: “Hay una chica […] que se deja mirar demasiado por mí, dándome igual placer. Lástima que no haya mejores ocasiones. En estas vacaciones veré de propasarme.” Casi un año más tarde, cuando el asunto empieza a formalizarse, Quiroga descubre que no todo son rosas: “Frecuento a una chica normalista, la sola, la única de que te he hablado alguna vez [dice a su primo]. He ido dos veces a su casa. Lo malo es que, como es un potro, me desorganiza la clase, debiendo para evitarlo perder en una hora de clase lo que gano en toda una tarde. No sé en qué parará eso.”
En efecto es aún peor en el profesor que en la clase, como revela una carta del l° de octubre: “Ando muy mal de primavera: ésta se me ha metido en forma de una alumna —la de siempre— por la cual siento con las mismas ridículas exageraciones sentimentales de hace 8 años”. En una carta en verso escrita apenas siete días después, la muchacha se metamorfosea en personaje de El Cantar de los Cantares:
La dama de que hablo tiene un detalle de oro;
aliento a cosa henchida de frutas y damascos.
La atracción que ejerce sobre él la nubilidad de Ana María es comprensible. Pero ahora no se trata de literatura, sino de vida. La muchacha es hija única, vive en Bánfield con los padres y una señora amiga de la madre. Es una muchacha mimosa y celada por tres personas mayores que la adoran. Tiene catorce, quince, dieciséis años, para los casi treinta y luego treinta de su galán que (para marcar aún la diferencia) es también su profesor. Quiroga empieza el asedio frívolamente, pero de golpe se le mete la primavera en el alma y vuelve a sentirse como ante María Esther. Pronto está ya de novio y solo piensa en casarse. Los padres de la muchacha se resisten; ven con malos ojos a este hombre nervioso, extraño e irritable. En una carta del l° de diciembre de 1907, Quiroga se queja de su agresividad: “Ayer de tarde fui a pedir visita a la casa de la chica de marras. Los padres, inmensamente guarangos y malos y brutos (lo que me ha hecho pensar en la enorme diferencia que va de una galleguita joven a un gallego viejo), dijéronme que se informarían, etc., lo que está muy bien. Lo que está mal es el modo cómo pensaban y entendían la gentileza, etc.” Otra vez parece repetirse el malentendido que acabó por separarlo de la chica de Lomas; ahora con una diferencia: está enamorado y tascará el freno. Pero ya crece entre él y los padres de Ana María una hostilidad irreparable. Por sus palabras y las entrelineas de la carta, se advierte que ni siquiera sospecha que buena parte del malentendido se debía a su propia agresividad y hurañía. El noviazgo se prolonga.
En las vacaciones de 1908 viaja a San Ignacio, donde se queda hasta febrero de 1909. Va no solo a retomar contacto con una naturaleza que siempre le resultó nutricia, sino también a preparar la que habrá de ser su morada definitiva. Empieza a levantar la casa que sus biógrafos describirán así: “Un armazón de postes sólidamente enclavados en la tierra, sobre los que descansaba el techo, formado de vigas horizontales y angulares, y, el varillaje necesario para sostener un tejido de maderas […]. Y no hubo más que construir una galería del lado de la entrada, maderar el piso, dividir el espacio interior con un tabique en dos partes desiguales, la más grande destinada a hall-comedor, la otra a dormitorio, para dar por terminado el bungalow.” Mientras levanta la casa, se da tiempo, para escribir algunas cosas que envía a periódicos misioneros, como El Iguazú y El Diario, de Posadas, como si quisiera que el arraigo también fuese literario. Hay una intención detrás de estas actividades: el solitario, el misántropo, ha decidido casarse.
Pero la decisión encuentra resistencias previsibles. La muchacha está dispuesta a acompañarlo a Misiones y al fin del mundo, pero los padres se aterrorizan ante la idea de esa vida al borde de la selva. Una existencia que para Quiroga tiene solo encantos, resulta inconcebible para ellos. Mientras tanto, el novio la describe en términos idílicos: “Confío cómo en Mahoma en el matrimonio y la vida en Misiones. Con mi mujer, tal como la quiero y me entiende, y con unos cuantos pellejos de víboras a romper por ahí, la cosa va. Sabrás, de paso, que mamá va con nosotros, que Brignole irá por quince días, que toda la familia Fantasía [así llama a sus futuros suegros] se va del todo allí hacia enero, y que Bilbao y Asdrúbal piensan hacerlo hacia Semana Santa.” Pero los padres de Ana María no están convencidos como se desprende de esta carta. Presionan a la muchacha hasta forzar una ruptura. Esa noche, Quiroga llega desesperado a casa de Brignole y llora: insulta a la vida y hasta insinúa matarse. Pero el amigo lo retiene, frustrando sin duda el propósito. Aunque la muchacha acepta la voluntad de los padres, se va dejando languidecer hasta que el espectáculo de su tristeza conmueve a estos pobres gallegos. La reconciliación, con entrelineas casi funerarias, termina en el restablecimiento de Ana María y en casamiento.
Con asordinadas trompetas anuncia Quiroga a su primo la noticia, aunque había omitido mencionar antes la ruptura, las lágrimas, la amenaza implícita de suicidio, la enfermedad de la novia. “El 30 de éste me caso. Supondrás la tanda de reflexiones que me ha acarreado esto. Pero a la verdad estaba ya mortalmente cansado de mi vida perra, entre complicadas herramientas que me llenaban toda la casa, y mi disparatado estómago que el diablo se lleve.”
En estas cartas a Fernández Saldaña hay todavía mucha postura decadente, resabios consistoriales, alardeos eróticos, que obedecían en parte a los gustos de Quiroga, pero respondían sobre todo a la psicología del corresponsal. No es casual que solo para su primo detalle Quiroga menudas incidencias sexuales que lindan en lo pornográfico. La estadía en Misiones y el casamiento habrán de eliminar para siempre este intercambio erótico. Todavía en esta última carta, Quiroga se maquilla de Don Juan para el primo, pide disculpas por casarse, alega razones higiénicas y llama al estómago viscera capital, como si solo se casara por prescripción médica. Hace más: en un último alarde masculino, habla de infantar a su mujer. Todo esto es más farolería que otra cosa. La verdad está en otro lado. Las confidencias audaces de Quiroga disimulaban una gran timidez. Frente a la mujer, como lo revelan sus cuentos y su biografía, asumió Quiroga siempre una cantidad ambivalente. Por un lado quiso parecer un hombre fatal y en buena parte lo fue (todos lo somos para alguien); se quiso ver como un conquistador, un macho que impone su virilidad y perdona con ella la intrínseca debilidad de la hembra. Esa imagen, eficaz en los sonetos modernistas, y la confidencia epistolar, muestra solo una parte de su actitud ante el amor. La otra cara de la realidad, la más honda, es la de un ser de sensibilidad casi femenina, atravesado de angustias que lo obligan a postergar el encuentro decisivo con la mujer, que lo llevan a frustraciones casi constantes, amores imposibles y contrariados, sueños románticos, o que le permiten el expediente (puramente sexual) del comercio con prostitutas, mujeres fáciles, adolescentes histéricas, señoras casadas e insatisfechas. Casi nunca enfrenta Quiroga una mujer de su talla.
La verdad es que en Ana María Cires, Quiroga pensó en descubrir algo más que una muchacha que excitaba su erotismo: creyó encontrar una compañera para esa vida en la selva que era su sueño más ardiente. Por eso, cuando escribe un par de años más tarde al mismo Fernández Saldaña, desde San Ignacio y ya cómodo en su vida de casado, el vistazo que echa a su soltería posee una sinceridad que faltaba hasta entonces en sus confidencias: “Por aquí y desde mediados de mayo, gozo de una salud privilegiada. Solo yo sé cómo anduve el último año en Buenos Aires, y especialmente cuando tú fuiste. Tenía, sobre todo, una sensación digna de Muñecas: que yo no era yo. Hacía, hablaba, pensaba, pero no era yo. Un perfecto desdoblamiento, en el tormento de dormir sabiendo que hay un ladrón dentro de la pieza y sin poder hallarlo.”