La consagración del narrador
El suicidio de Ana María cierra definitivamente una etapa. Su agonía y muerte convierten el paraíso de San Ignacio en purgatorio, en infierno luego. Quiroga permanece allí algunos meses, pero ya no es él mismo. Algo ha muerto definitivamente en aquel mundo construido con la pasión y la voluntad. En un cuento escrito con la perspectiva de siete años, ha dejado el testimonio de esas primeras horas de su vida sin mujer y con los dos hijos cachorros. Se titula “El desierto” y fue publicado por primera vez en enero de 1923. El protagonista, Subercaseaux, también ha quedado viudo y con dos niños: “Quedó de pronto solo, con dos criaturas que apenas lo conocían, y en la misma casa por él construida y por ella arreglada, donde cada clavo y cada pincelada en la pared eran un agudo recuerdo de compartida felicidad. Supo al día siguiente, al abrir por casualidad el ropero, lo que es ver de golpe la ropa blanca de su mujer ya enterrada; y colgado, el vestido que ella no tuvo tiempo de estrenar. Conoció la necesidad perentoria y fatal, si se quiere seguir viviendo, de destruir hasta el último rastro del pasado, cuando quemó con los ojos fijos y secos las cartas por él escritas a su mujer, y que ella guardaba desde novia con más amor que sus trajes de ciudad. Y esa misma tarde supo, por fin, lo que es retener en los brazos, deshecho al fin de sollozos, a una criatura que pugna por desasirse para ir a jugar con el chico de la cocinera.”
El tema central del cuento es la educación de los hijos.
En cada uno de sus aspectos, “El desierto” es al comienzo un documento de la vida de Quiroga en esos meses de su primera soledad. Cuenta cómo cosía la ropa suya y de los niños, cómo disecaba animales o hacía cacharros de tipo prehistórico, acompañado por la curiosidad y la inventiva de los hijos; cómo se pasaban las horas escuchando los mismos discos en el mismo viejo gramófono, cómo al quedarse sin sirvienta Subercaseaux tiene que aprender a hacerlo todo en la casa.
Lo que el cuento no dice (no tiene por qué decirlo) es que Quiroga no podía seguir viviendo en San Ignacio. Un buen día deja a los chicos con la odiada suegra y parte a Buenos Aires. Por segunda vez en su vida, una muerte de la que es involuntario responsable (aunque para la conciencia profunda nada es involuntario), deshace su mundo y lo impulsa a la fuga. Como en Montevideo ante el cadáver de Ferrando, ahora en San Ignacio, catorce años después, Quiroga entiende que todo ha terminado. Abandona el paraíso tan penosamente levantado con sus manos, se refugia en el caos (ajeno, monstruoso, indiferente) de la gran ciudad del sur. Vuelve.
Primero alquila un sótano en la calle Canning 162: dos piezas amuebladas pobremente y una cocina- comedor. Allí instala su taller, con las herramientas cuidadas con más amor que su propia persona; allí vuelve a sentirse “homo faber” y planea, luego realiza, la construcción de una canoa que bautiza (tal vez pensando en Chejov) La Gaviota. Quiere seguir siendo un Robinson, aun en plena ciudad, y vuelca su energía demoníaca en la mecánica. Pero está obligado también a ganarse la vida. Felizmente, por esa fecha, un abogado salteño, Baltasar Brum, es ministro de Relaciones Exteriores del Uruguay. El grupo de amigos con que no ha dejado Quiroga de cartearse tiene bastante predicamento en el gobierno. Ya en 1907 se había discutido en la correspondencia la posibilidad de obtener algún cargo diplomático para él. Ahora se consigue que sea incorporado a la representación uruguaya en Buenos Aires. Por un decreto de febrero de 1917, es nombrado secretario contador del Consulado General del Uruguay en la capital porteña. El cargo es una sinecura, a no ser que se entienda lo de contador como metáfora de cuentista. Quiroga lo toma como tal. En tres años asciende a Cónsul de Distrito de Segunda Clase y es nombrado el mismo año Adscripto al Consulado General. Con la fortuna política de Brum —que llegará a ser presidente de la República en el período 1919-1923, y luego presidente del Consejo de Gobierno en 1831-1933, cuando se implanta un régimen colegiado en el Uruguay— también parece asegurada la fortuna del grupo de amigos del Salto y por lo tanto la de Quiroga. De su paso por el Consulado han quedado anécdotas que lo muestran (como a tantos escritores antes que él) más dedicado a sus labores literarias que al cumplimiento de sus funciones burocráticas. “Su labor —él mismo la había elegido— se limitaba a confeccionar cierta fórmula B, la más fácil y rápida de hacer [cuentan sus biógrafos]. Su oficina era, en realidad, su gabinete de trabajo literario. Se encerraba en ella con su máquina de escribir, en una clausura de Noli me tangere que nadie osaba perturbar. Al que se atrevía a abrir la puerta en una tarde de invierno le estaba reservado, sin embargo, un espectáculo pintoresco. Entre una humareda apestante a tabaco y a petróleo, Quiroga hacía funcionar su pianito de escribir envuelto hasta las orejas en un chal de lana, tan arrimado a la estufa portátil que el resplandor le doraba la cabeza y casi le chamuscaba la ropa. La ciudad lo había puesto friolento como un gato doméstico.”
A partir de 1917, Quiroga vuelve a asumir oficialmente la ciudadanía uruguaya. Los años que han transcurrido desde 1902 son años completamente argentinos. Una segunda muerte involuntaria lo devuelve al Uruguay. Todo esto podrá parecer mera fórmula. No lo es, sin embargo. Como ocurre siempre con las fórmulas, ellas contienen un significado simbólico que no conviene despreciar. Quiroga es un hombre entrañablemente dividido y esa escisión interior se manifiesta no solo en su personalidad y en su arte, sino en los actos más importantes de su vida. Uruguayo de padre argentino, nace y crece en el Uruguay, pero reside en la Argentina durante toda su vida de adulto. Sin embargo, esa residencia no es totalmente argentina. Hasta 1917 sí, pero a partir de esa fecha será un uruguayo en la Argentina. Esta escisión se hace más dramática porque la Argentina no es un paisaje homogéneo, un habitat, para Quiroga. Ella misma está dividida en la gran ciudad que (como Montevideo o París antes) es el infierno, el castigo, la expiación, y en la selva, donde encuentra su paraíso. Misiones resulta en la mitología personal de Quiroga el regreso a los orígenes, un Salto pero agrandado por la ficción de los sueños infantiles. Por esa lucha, por esa dialéctica biográfica tan íntima, hasta los avalares de su nacionalidad tienen importancia. No los invoco aquí con ningún afán nacionalista. Creo que Quiroga certifica elocuentemente (como Echeverría, como Ascasubi, como Hernández, como Javier de Viana, como Florencio Sánchez, como Juan Carlos Onetti) la existencia de un mundo literario rioplatense, mucho más real que el parcelamiento político creado en el siglo XIX por los intereses coloniales de Inglaterra y Francia.
Al solucionar su situación económica parece solucionarse también la situación literaria de Quiroga. Una actividad cumplida ya durante casi dos décadas empieza a dar perdurables frutos. Cada vez lo absorbe más y sirve para compensar la soledad y confusión de su vida afectiva. Los cuentos escritos al borde de la selva, enviados río abajo, hacia la gran ciudad, para ser impresos en Caras y Caretas, en Plus Ultra, en Fray Mocho —ese puente de ficción que mantuvo el contacto con el universo cosmopolita de Buenos Aires— han ido creando una aureola en torno suyo. Miles de lectores han descubierto en ese narrador misionero al más poderoso y original de los cuentistas rioplatenses del momento.
Proyecta reunirlos en un enorme volumen que aluda al título de unos de Merimée, Cuentos de todos colores. Quiere mostrar con la masa de su producción todo lo que ha hecho en esos años de exilio misionero, busca dar la medida exacta de su arte. Pero no es fácil encontrar editor para un volumen de cuarenta cuentos. En sus Recuerdos ha contado Gálvez las peripecias editoriales del nuevo libro de Quiroga. En 1916 había fundado Gálvez la Cooperativa Editorial Buenos Aires sobre la base de cien acciones de cien pesos cada una, pagaderas en cuotas de cinco. Apenas fundada la sociedad, pensó en Quiroga y fue a su casa.
“—Vengo a que me dé un libro para la Cooperativa —le dije—. Y no me iré si no me lo da.
“Me contestó que tenía un centenar de cuentos publicados en Caras y Caretas. En su mayoría abarcaban solo una página de la revista. Se había propuesto que no pasaran de esa extensión. Y para hacerlos caber, había realizado minuciosos esfuerzos estilísticos. Trajo una carpeta y elegimos algunos; pero como no era posible elegirlos todos de una vez, prometió formarme un libro para muy pronto. Era hombre de palabra y cumplió. Le puso por título Cuentos de amor de locura y de muerte, y no quiso que se pusiera coma alguna entre esas palabras. El libro se agotó y reveló a los que no leen revistas el gran talento de Horacio Quiroga. Desde entonces se le consideró, entre nosotros, se entiende, como uno de los primeros cuentistas contemporáneos en español, acaso como el primero de todos.”
Aunque la mejor parte del nuevo volumen (que se publica en 1917) es aquella que refleja su experiencia misionera profunda, hay en los restantes cuentos algunos que merecen comentario aparte. Se advierte en muchos como los últimos estertores del decadentismo. La influencia de toda una literatura extranjera prestigiosa se hace sentir, por ejemplo, en “El perro rabioso”, que a pesar de ambientarse en el Chaco trae claras reminiscencias técnicas y temáticas de “Le Horla”; también en “El solitario” se ve la utilería fin de siglo movilizada para diseñar otra relación sado-masoquista de un hombre con una mujer dominadora; en “La muerte de Isolda” enlaza con un truco del relato digno de su maestro francés dos tiempos de una muy romántica historia de amor; en “Los ojos sombríos” escalona artificialmente varios amoríos morbosos; en “El infierno artificial” mezcla la necrofilia (el protagonista es sepulturero) con los paraísos artificiales y contiene hasta una cita de De Quincey; en “Los buques suicidantes” agrega algunas exquisiteces de la abulia al conocido tema del Ancient Mariner, de Coleridge. La línea poética que viene desde Coleridge y de Quincey, pasando por Poe y Baudelaire, hasta los modernistas hispanoamericanos, encuentra en Quiroga un dócil y alucinado discípulo. Pero ninguna de estas narraciones es de primer orden aunque haya en casi todas algún rasgo feliz que revela la amplitud de registro de este cuentista. El mismo Quiroga advirtió la debilidad de algunos cuentos al eliminarlos del volumen a partir de la tercera edición.
Si se exceptúan los relatos chaqueños o misioneros que ya fueron analizados en el capítulo anterior, o algunos otros que fueron aprovechados en capítulos anteriores por su contenido autobiográfico, es en dos o tres narraciones de Cuentos de amor de locura y de muerte donde revela Quiroga sus calidades. El libro se abre con “Una estación de amor”, cuyo contenido autobiográfico ya ha sido invocado aquí. Más espectacular es “La gallina degollada” (julio de 1909), historia del matrimonio cuyos cuatro hijos son idiotas, y que cree superada la maldición cuando nace una niña sana; es una historia morbosa en el sentido preciso de la palabra. Aquí se ha esmerado Quiroga en la pintura del horror, y no en balde uno de sus críticos (el chileno Alone) no pudo evitar el retruécano: “No me gustan esos platos fuertes”. Sin embargo “La gallina degollada” es algo más. En su presentación del tema hay una visión bastante honda de los conflictos conyugales, de los súbitos ramalazos de furia, celos y pasión erótica que hacen desgarrarse a la pareja, atacada en el centro mismo de su ardor por la idiotez de los hijos. También es hábil la introducción del símbolo solar, esa luz enceguecedora que se refleja en los rojos ladrillos del fondo; de la codicia y hasta la gula con que los idiotas miran en la cocina el lento desangrarse de la gallina; de las connotaciones rituales que adquiere el sacrificio de la hermanita. El final, con las notas impresionistas del piso inundado de sangre y la madre que echa los brazos sobre la cabeza y se hunde a lo largo del cuerpo del marido, emitiendo un ronco suspiro, revela claramente la mano del maestro. Es un cuento cruel, obsesivo, terrible.
El último relato del libro, “La meningitis y su sombra” (publicado en 1916), mezcla con finísimo sentido del humor los temas del erotismo algo decadente y el estudio bastante penetrante de la psicología del hombre enamorado. El defecto mayor de este cuento es su extensión. Aquí olvida Quiroga las lecciones de Pardo y se repite, aclara, se pierde en disgresiones didácticas.
También misionero, pero de una naturaleza emocional distinta de los cuentos que recoge este volumen, es “Un peón”, que Quiroga publica separadamente en un folleto de la colección bonaerense, El Cuento Semanal (1918). Consiste fundamentalmente en el retrato de Olivera, un brasileño que el narrador (Quiroga, aunque no se identifica) ha contratado para que cave unos pozos a pleno sol de verano. La primera parte del cuento gira en torno de la personalidad simpática del personaje. En la segunda parte hay un episodio erótico (el peón visita en la noche a una sirvienta y es identificado por sus botas), luego deriva hacia una aventura con una yarará. En la tercera parte, ya establecido firmemente el personaje y el medio, Quiroga introduce el tema de la busca de los entierros, supuestos tesoros dejados por los jesuitas al ser expulsados del territorio. Olivera parte selva adentro en busca de ese oro y no aparece más. Una coda del cuento detalla el macabro descubrimiento de un par de botas que cuelgan, invertidas, de lo alto de un árbol.
La publicación de Cuentos de amor de locura y de muerte significa, objetivamente, el reconocimiento exterior de la estatura narrativa de Quiroga. Su éxito casi inmediato (un par de ediciones en menos de dos años) equivale a una consagración. Hasta el momento, Quiroga había sido descubierto y reconocido solo por creadores literarios aislados, aunque muy importantes, como Lugones, Rodó, Roberto J. Payró; también había conocido el otro extremo del éxito, la popularidad de las revistas de gran circulación, como Caras y Caretas. Pero los libros que hasta entonces había publicado eran demasiado esotéricos, como Los arrecifes de coral, o de reducida circulación como El crimen del otro o Historia de un amor turbio. Con su nuevo libro alcanza Quiroga el primer éxito como autor generalmente reconocido. Él mismo ha dejado en una carta a José María Delgado (8 de junio de 1917) testimonio de la impresión que le produjo volver a Buenos Aires y encontrar que sus cuentos misioneros tienen resonancia. El final de la carta es muy revelador:
“ … Sé también que para muchos lo que hacía antes (cuentos de efecto, tipo “El almohadón”) gustaba más que las historias a puño limpio, tipo “Meningitis” o los de monte. Un buen día me he convencido de que el efecto no deja de ser efecto (salvo cuando la historia lo pide), y que es bastante más difícil meter un final que el lector ha adivinado ya: tal como lo observas respecto de “Meningitis.”
Este pasaje revela lo mucho que ha meditado Quiroga sobre la estructura y la técnica del cuento. De Edgar Poe y sobre todo Maupassant había aprendido el arte de preparar un final que cerrara el relato con una sorpresa. Enfrentando, sin embargo, al material nuevo y recién descubierto de sus relatos misioneros, Quiroga aprende que el efecto final puede ser solo mecánico. Advierte que es, valga la paradoja, una facilidad, que más difícil resulta imponer un final esperado.
El regreso de Quiroga a Buenos Aires significa, sobre todo, el retorno a una vida literaria intensa. No se trata solo de una vida de creación, porque ésta la tuvo, y espléndida, en la soledad misionera. Sino una vida de comunicación intelectual, de camaradería, de peñas y cafés, de celebraciones. Se va esbozando poco a poco, a través del encuentro con otros escritores, esa imagen popular suya que será como su máscara permanente: el huraño que solo rompe el silencio para emitir un exabrupto o una definición lapidaria, el caprichoso discutidor que se enciende solo con el vino, pero que consume más bicarbonato que alcohol, y también el seductor que atrae a las mujeres con el magnetismo de sus profundos ojos verdes, su barba negrísima, su impenetrabilidad. De ese período quedan testimonios contradictorios.
La chismografía rioplatense ha conservado con cierto fervor el nombre y características de un largo rol de amigas en el que se inscriben nombres conocidos de la poesía, las artes y el teatro del momento. Pero de pocas hay suficiente testimonio como para decidir si fueron algo más que amoríos, prolongaciones de su adolescencia, ahora que ha quedado solo una vez más, o si realmente alcanzaron a tocar al hombre interior.
Tal vez la más importante de esas amistades haya sido la larga relación personal con Alfonsina Storni. Quedan huellas en algunas cartas escritas a los amigos sáltenos; allí se puede advertir lo cerca que está Alfonsina de Quiroga. Aunque el nombre de la poetisa aparece en estas cartas en un contexto que indica sutilmente la intimidad, no se encuentran en ellas ni el menor rasgo de aquel exhibicionismo verbal con que Quiroga prolongó hasta la fecha de su tardío casamiento los pruritos adolescentes. Ha cambiado radicalmente y de una vez por todas. La madurez del hombre no hace sino certificar por otro camino la madurez lograda por el escritor en la selva misionera.
Por la misma época había conocido a una muchacha (que sus biógrafos no identifican). Vivía en Rosario y Quiroga, para visitarla, solía recorrer en motocicleta los ochocientos kilómetros del viaje de ida y vuelta. Había comprado una máquina de segunda mano hacia 1918. Hasta 1924, esa máquina fue su pasión. No se desmontaba de ella y solía invitar a sus amigos a acompañarlo en viajes “de ir con el Jesús en la boca”, porque se trataba de un conductor en quien fácilmente se despertaba el frenesí de la velocidad, haciendo caso nulo de las leyes del tránsito y efectuando gambeteos y virajes arriesgadísimos. Sus viajes a Rosario eran la ocasión de heroicas hazañas. “El aparato, a cada hoyo (siguen contando sus biógrafos), pegaba brincos que lo arrojaban de la montura, el barro le salpicaba las barbas, se le introducía en la boca y le ensuciaba los anteojos protectores hasta impedirle la visión, pero él no dejaba de apretar el acelerador, siendo solo por tener un dios aparte que máquina y maquinista no quedaron por allí con las entrañas al aire. [… ] Era casi imposible reconocerlo a su vuelta bajo la capa de polvo y lodo que traía en el saco de cuero, en la bufanda, en el jockey de orejeras, en las crenchas desgreñadas. Este aspecto exterior no era nada, con toda certeza, comparado con el que interiormente ofrecerían sus vísceras y músculos sacudidos por el bárbaro ajetreo.” No se sabe qué pensaría la joven de Rosario de este Romeo mecanizado, todo cubierto de barro y agotado como un atleta de la voluntad. Lo cierto es que la relación no continuó, aunque años más tarde Quiroga utilizaría tal vez algunos elementos de la misma para un cuento, “Silvina y Montt” (abril de 1921), que contiene interesantes notas autobiográficas. Vuelve aquí el tema de la atracción de las niñas impúberes (el protagonista ha conocido a Silvina cuando tenía ocho años), pero con un desarrollo irónicamente trágico que ocurre cuando ya la muchacha es núbil y el protagonista no se atreve a formalizar la unión.
Todavía en 1917 hace Quiroga un viaje a San Ignacio, al que seguirá volviendo regularmente en los años siguientes sin quedarse mucho tiempo. Hasta 1925, Misiones será solo un punto de referencia, fijo pero lejano, para su creación, un estímulo para su obra narrativa, una tierra hacia la que miran sus ojos. Otra vez, como en 1907, es el lugar de las vacaciones, del veraneo más o menos selvático. En tanto que Buenos Aires se ha vuelto a convertir en lugar de residencia. Por aquellos años asiste Quiroga a la primera conmoción social importante de la Argentina: una huelga tranviaria en que de algún modo se registran los primeros ecos rioplatenses de la revolución rusa de 1917. Es una señal más de ese lento despertar ideológico que el movimiento inmigratorio de las últimas décadas ha ido gestando en la cuenca del Plata. En una carta de enero de 1919, comenta Quiroga: “Hoy llego al consulado después de tres días de paro, sin tranvías ni nada. La cosa ha estado muy buena. Cuando se vuelva a hacer en serio —porque esto de ahora subió adonde no se pensaba—, tendremos cambio total de situación social. Es la seguridad de todos los que han asistido a ésta. Por de contado, estoy siempre dispuesto a afilar de nuevo mi machete para cultivarme mi tierra.” La impresión revela el entusiasmo de quien cree en la justicia social y no teme el trabajo. También se ve una esperanza, aunque informe. La realidad que sus ojos observan entonces es contradictoria. Por eso, en la misma carta podrá observar más adelante: “Aquí parece que se aplacará todo poco a poco”. Pero lo que interesa subrayar a través de esta instantánea verbal es su apertura ante una transformación que los tiempos parecen imponer en forma cada día más urgente. En otra carta de enero de 1919, hace una broma a Delgado que implica un comentario sobre la posible revolución social: “Los maximalistas —de los que formo humildísima parte— te dejarán venir y no tocarán tu dinero”.
Ya en Misiones, y cuando aún vivía Ana María, Quiroga había tenido alguna oportunidad de llevar a la práctica con sus hijos sus peculiarísimas ideas pedagógicas. Ahora, instalado en Buenos Aires, trae a sus cachorros como le gusta decir, y trata de completar en el nuevo medio esa educación tan personal. Los chicos habían quedado algunos meses en manos de la abuela. Esa solución (que a Quiroga le resultaba odiosa) estuvo impuesta por las circunstancias. Pero al considerarse instalado en el sótano de la calle Canning, manda buscarlos. El cambio brusco de ambiente y de pedagogías afecta a Eglé y a Darío. No es difícil suponer que en esos meses que estuvieron con la abuela fueron tan mal criados como lo había sido antes la propia madre. Por eso mismo, el padre decide aplicar más drásticamente aún sus enseñanzas. Con el varón dan poco resultado sus métodos. Darío, que tiene seis años, aprenderá a someterse pero cultivará una rebeldía interior que da frutos tristes y retorcidos a partir de la adolescencia. Eglé es más dulce y sumisa y se convierte en la gran compañera del padre. Quiroga era incapaz de tener relaciones tibias con nadie y menos con sus hijos en quienes cifraba tantas esperanzas, como la fiera del apólogo que escribirá más tarde sobre este tema (“El león”, enero de 1921). La relación con sus dos hijos fue tan feroz que ambos quedaron marcados para el mismo destino trágico del padre, sin ser capaces de rehacer realmente sus vidas al quedar solos y librados a sí mismos, capaces únicamente de ser hasta el último día los hijos de Quiroga. “Un escritor no suele ser un buen padre”, me dijo Darío en 1949, cuando ya hacía doce años que había muerto Quiroga y él se sabía independiente. La reflexión era tersa e impersonal, pero estaba cargada de pena.
Paradójicamente, este padre absorbente y tiránico sabía ser el más delicioso narrador de cuentos infantiles que iba armando sobre la trama misma de lo días y las noches misioneras. Muchos de esos relatos (que luego escribiría y publicaría) fueron inventados en los primeros años de los chicos, cuando aún vivía la madre; otros corresponden, sin duda, al período de viudez en San Ignacio o a la instalación en Buenos Aires. Con algunos compone un volumen que aparece en 1918 con el título de Cuentos de la selva para niños. Al aparecer en revistas se llamaban, más literalmente, “Cuentos de mis hijos”; ahora se mezcla una alusión a The Jungle Book, de Rudyard Kipling. La admiración de Quiroga por el narrador anglo-indio era de vieja data. Ya en Historia de un amor turbio hay una referencia directa a uno de sus cuentos largos. En su poco numerosa biblioteca abundaban los volúmenes de Kipling en las amarillas ediciones del Mercure de France. Esta vinculación reconocida desde el título, esta suerte de deuda, habrá de fomentar la imagen internacional de Quiroga como un Kipling de la América del Sur. Al traducirse sus cuentos al inglés se les titula South American Jungle Tales; muchos críticos lo saludan entonces, a la zaga de Ernesto Montenegro en un penetrante artículo para el New York Times (octubre de 1925), como el “Kipling sudamericano”.
Hay aquí una verdad que esconde un sutil error. En muchos aspectos, es lícito considerar a Quiroga como discípulo de Kipling: su común admiración por ciertos temas, la selva en primer lugar; su afición a contar historias de animales; una concepción peculiar del mundo virgen que paga tributo en buena parte a la mentalidad colonialista del sahib. Pero estas semejanzas requieren calificaciones y distingos. Para Kipling la selva era un tema literario y no una experiencia personal. Él era un escritor europeo que había nacido en la India pero aspiraba a reintegrarse en la comunidad de origen de su raza; un escritor europeo que aprovechaba el exotismo del lugar en que nace. En tanto que Quiroga es el hombre que nace en la ciudad y elige la selva como su habitat. Por eso, tanto el medio como sus habitantes están vistos por Kipling con perspectiva heroica en tanto que Quiroga (con excepción de algún cuento como “Anaconda” o “La guerra de los yacarés”) suele elegir las dimensiones cotidianas, pero no por ello menos trágicas, del medio al que él realmente pertenece. Hay detrás de sus cuentos una experiencia concreta, casi doméstica, que aparece transferida imaginariamente al relato. También es muy distinta la tónica colonialista de ambos escritores. Aunque hay en Quiroga resabios de la psicología del sahib, no hay nada de ese agresivo imperialismo que subyace en ciertos libros de Kipling. Otra vez se impone una distinción capital: Quiroga vive en Misiones no como un exiliado de la ciudad, ávido de explotar la tierra virgen para volver cargado de riquezas a su verdadero medio, sino como un hombre que allí ha encontrado la tierra adecuada para hundir sus raíces. Es un desterrado de la civilización que se arraiga en la selva. De ahí su diferencia abismal con Kipling. Quiroga encontró en este maestro de la narración toda clase de estímulos, invenciones y recursos técnicos admirables, pero se sirvió de ellos para desarrollar su propia visión narrativa, una estimativa que no coincide con la de Kipling y que revela en él a un anarquista. Es un Kipling sudamericano, tal vez, pero es también algo más.
La popularidad de los Cuentos de la selva no se debe, es claro, a este aspecto. Su mayor mérito literario es ser admirables relatos infantiles. Algunos de ellos —como “El loro pelado”, “La gama ciega”, “Historia de dos cachorros de coatí y dos cachorros de hombre”, “La abeja haragana”— funcionan perfectamente en su mezcla de ternura y humor, de imaginación para el detalle revelador y de fantasía bien dosificada. Otros más ambiciosos, como “Las medias de los flamencos”, “La guerra de los yacarés” e incluso “El paso del Yabebirí”, se resienten en parte por una entonación heroica que la óptica cotidiana de Quiroga no soporta con comodidad.
Cuentos de la selva es publicado por la Cooperativa Editorial Buenos Aires y pronto se convierte en uno de los libros más populares de su autor. Por esa fecha, Quiroga ya, ha alcanzado La Nación y La Prensa, los dos periódicos que determinan desde sus respectivos suplementos la cotización real de un escritor. Además, continúa su colaboración en Caras y Caretas, en Atlántida, en El Hogar. Por esa fecha es el más cotizado de los cuentistas del Río de la Plata. El volumen que publica en 1920 bajo el título de El salvaje aumenta y difunde su reputación. Por eso, más de un lector habrá de establecer la vinculación obvia entre el cuento que sirve de título al volumen y la máscara visible del autor.
A pesar de su éxito, El salvaje no es de los libros más logrados de Quiroga. Como casi todos sus volúmenes contiene relatos de muy distinto período. Algunos son magistrales, como “Una bofetada”, que ya ha sido analizado junto con “Los mensú”; como “Los cazadores de ratas” y “Los inmigrantes”, cuyo valor autobiográfico también ha sido señalado aquí. Pero en general predominan las narraciones que hubieran requerido para su completa sazón un trabajo interior más prolongado. Tal vez la más ambiciosa es la que da título al libro y que se compone de dos relatos, escritos y publicados separadamente en revistas y a los que ahora Quiroga funde en una sola narración en dos partes.
La primera se llama “El sueño” y se basa en un cuento publicado en marzo de 1919 con el título de “El dinosaurio”; la segunda reproduce el “Cuento terciario” (julio de 1919), con el título nuevo de “La realidad”. Mientras “El sueño” ocurre en la época actual, “La realidad” se desarrolla en la época de las cavernas. El primer cuento está situado en la región de la Guayra, en plena estación de lluvias; hay allí un personaje (con “un resplandor prehistórico en los ojos”) que cuenta al relator que anduvo tres meses con un dinosaurio; tal vez se trate de un loco. En el segundo cuento, Quiroga reconstruye a fuerza de imaginación la existencia amenazada del hombre de las cavernas. En un caso se presenta al ser primitivo que está en la raíz de todo civilizado; en el otro se documenta una etapa en el secular ascenso del hombre primitivo hacia la civilización. El empalme de ambos temas es sutil, pero ciertas precisiones científicas, o seudocientíficas, estropean un relato que, sin embargo, funciona admirablemente por su clima alucinado. El tema interior de este doble cuento era, por otra parte, fundamental para Quiroga. Allí se levanta hasta categoría alegórica el conflicto de este hombre civilizado que en lo más hondo de su ser tiene encerrado a un primitivo; de este primitivo que aspira oscuramente a crear una civilización en el terrible mundo de la selva. En todo lo que es intuición mitológica, el cuento funciona admirablemente.
El volumen contiene también “Los cementerios belgas” (enero de 1915), que refleja el mismo tipo de sensibilidad que hizo escribir a Rodó su “Bélgica” el mismo año; es una contribución a la causa aliada y carece de todo mérito narrativo. Hay varios cuentos, además, que tratan el tema erótico, con variada fortuna.
Uno de los mejores cuentos de este grupo es, sin duda, “La llama” (diciembre de 1915), que repite el tema tan quiroguiano del amor de un hombre por una niña de diez años, mezclando esta vez también a Wagner y su Tristán e Isolda, una de sus partituras favoritas, según confiará más tarde a Martínez Estrada. La situación debe algo a sus recuerdos de Edgar Poe y Baudelaire. El resultado es desparejo pero fascinante. El otro cuento importante del volumen es “Un idilio” (diciembre de 1909) en que el protagonista asume la representación de un amigo y se casa por poder con la novia de éste, para descubrir bien pronto que la ama y es correspondido. Felizmente, el amigo muere antes de consumar el matrimonio. La trama importa poco. Por debajo de ella, Quiroga explora bastante adecuadamente a la clase alta argentina de su época y aprovecha la naturaleza edípica de la situación para revelar (tal vez subconscientemente) una cierta inclinación a los zapatos femeninos charolados. Famoso fetichismo.
La heterogeneidad de origen de muchos de los relatos de El salvaje afecta considerablemente la unidad interior del libro y permite un juicio desfavorable sobre la colección, a pesar de la excelencia de los relatos misioneros que contiene y de dos, por lo menos, de sus relatos eróticos. Pero a Quiroga le gustaba ordenar sus cuentos de todos los colores en volúmenes que reflejaran esa variedad, y hasta cierto punto el aplauso del público parecía darle la razón.
El único notorio traspiés de esta época de plenitud creadora es un cuento escénico, “Las sacrificadas”, en que vuelve al tema obsesionante” de sus amores con aquella María Esther del carnaval del Salto de 1898. No es su primera incursión en el teatro ni será la última, pero es la única que se conoce bien. Intentó representar la pieza en Montevideo, pero una vez más, y a pesar de la importante ayuda de sus amigos, debió soportar las amansadoras ministeriales, el largo trajinar de influencias y la escritura de cierto tipo de cartas que hoy sirven para demostrar que Quiroga no dejaba de utilizar ciertos resortes. También demuestran que si la Argentina aprovechó mejor su talento no fue solo porque él se hubiera refugiado allí. Todas las veces que Quiroga intentó reanudar sus lazos literarios con el Uruguay se sintió hundir en la melaza burocrática.
Como para compensar este fracaso del dramaturgo, Quiroga consigue reunir en torno suyo, por aquellos mismos años, a un grupo de intelectuales. Hacia 1920 funda con ellos una peña: “Anaconda”, en la que organiza reuniones, banquetes, homenajes, visitas a Montevideo y hasta bailes de disfraz, según documenta alguna fotografía íntima. En una carta de diciembre de 1921 cuenta a Delgado su propósito de hacer un breve viaje a Montevideo y le ofrece una lista completa del grupo tal como estaba constituido entonces: Forman en exclusivo “Anaconda”: Alfonsina, Centurión, Rossi, Ana Weiss de Rossi, Emilia Bertolé, Cora, Petrone, Amparo de Hicken, Ricardo Hicken, Berta Singerman, Enrique Iglesias y yo. Toda gente de arte, aclara con cierta ingenuidad. Salvo Alfonsina, no hay allí otro creador de su talla o que siquiera se le acerque; domina el conjunto fácilmente, como un verdadero sultán. Pero su primacía en aquellos años no se reduce al grupo “Anaconda”. Su nombre ha llegado a significar en ese momento, y no solo en Buenos Aires, un magisterio narrativo. La predicción temprana de Lugones se ha cumplido por completo.