Bajo el signo del sol
San Ignacio no es la selva misma, sino uno de sus umbrales. Un paso fuera del pueblo y ya se está en pleno monte, tupido, inhóspito, dócil solo al machete. Y también misterioso, desafiante, perturbador. Quiroga era un absoluto. La medianía lo aterraba. Al fracasar en París, y en esas versiones empalidecidas de París que encontró más tarde en Montevideo y en Buenos Aires, comprendió sin comprender que en América la solución estaba en el extremo opuesto. La ciudad es factoría, puerto, es la cabecera de la imposible Europa. América empieza a partir de sus ciudades: en esas afueras que se convierten bruscamente en pampa o desierto; en las colinas que ascienden fatalmente a montañas o cordilleras; en los parques que pronto degeneran en monte y selva. Las gracias de la civilización pesaban sobre este hombre de 32 años. Ahora que tiene su compañera se arroja a la aventura: la conquista de su verdadero habitat. El viaje por el río es un viaje de retorno en el tiempo. Quiroga asciende décadas, siglos, eras. Quiere probarse definitivamente. Medirse con la única vara que no ha cambiado desde que la vida emergió oscura del seno del mar; medirse con una naturaleza que no premia ni perdona, la naturaleza que él necesita.
Un desafío lo espera a las puertas de San Ignacio. Para enfrentar ese desafío tiene Quiroga su experiencia del Chaco, una compañera, los manuales técnicos que le permitirán (nuevo Robinson) reinventar una civilización entera a su propia escala. San Ignacio es el umbral de la selva. Quiroga lo sabe, o lo intuye definitivamente, y se hunde en el seno agreste como quien viaja hacia sus orígenes. La inmersión en la selva es como una fecundación. Este hijo casi póstumo, este hijo sin padre y que ha buscado oscuramente por espacio de 3 años al padre perdido, habrá de convertirse a su vez en progenitor. Se hunde en la selva, la posee y la fecunda, para que de esa monstruosa unión nazca (renazca) Horacio Quiroga.
A principios de 1910 llega a San Ignacio con su flamante mujer. No vienen solos. La nueva pareja está acompañada por doña Pastora y por Brignole; más tarde llegarán también, para instalarse definitivamente, la madre de Ana María, y su fiel amiga. Es un traslado en que obedece, sin duda, al deseo de acompañar y hasta proteger a la recién casada, pero que también responde a un deseo del escritor de someter a los recalcitrantes ciudadanos al encanto de Misiones. Toda su vida hará Quiroga proselitismo misionero. Como D. H. Lawrence más tarde, siempre soñará con reconstruir en algún intacto lugar del mundo una suerte de sociedad utópica de iguales que permita sortear las trampas de la vida civilizada. Este Robinson aspira a una corte entera de Viernes.
La instalación en la casa de madera es bastante precaria. El único dormitorio es reservado para los novios; doña Pastora dormirá en el comedor y Brignole habrá de acomodarse como sea en la galería. Pronto se descubre que con la lluvia, el techo se convierte en regadera. Se pasan la noche cambiando las camas de sitio, y el día tratando de calafatear una construcción que revela la novatada del arquitecto. Un cuento de 1922, “El techo de incienso”, registra las humorísticas peripecias de la lucha. También se pueden recoger ecos autobiográficos de estos días en otro cuento, macabro hasta la locura, que se llama “El perro rabioso”. No todo es goteras, por suerte. Imbuido de su papel de anfitrión, Quiroga pasea a su mujer y a sus huéspedes por los alrededores. La subcapital del Imperio Jesuítico (como la llama Quiroga en “Los desterrados”) conserva aún en 1910 los restos salvajes de las inmensas construcciones realizadas por los indios bajo la precisa dirección de los padres. Los viajeros visitan las ruinas y se maravillan. La actitud de Quiroga es curiosa: como residente, muestra y hasta ostenta las ruinas; pero como narrador, casi no las menciona en sus cuentos y novelas. En Pasado amor las ruinas aparecen solo como puntos de referencia para ubicar una casa y un bar a los que concurre el protagonista. En otros relatos, su presencia es aún más casual. La omisión de las ruinas no obedece a una actitud iconoclasta frente a los testimonios del colonialismo. Más bien se trata de algo más profundo: Quiroga no destaca las ruinas porque forman parte de un paisaje que le está dado íntimamente. Las ruinas jesuíticas o las cataratas del Iguazú son monumentos para el turista. Para Quiroga, en cambio, son datos de una realidad familiar. Así como la mención de las ruinas es casual, también lo es la de esas espléndidas cataratas, excepto en un cuento, “El salvaje”, en que funcionan como elemento central de la narración, o en un par de artículos (“Cuatro literatos”, “El sentimiento de la catarata”), que fijan su posición ante el tema.
En febrero de 1910, doña Pastora y Brignole regresan a Buenos Aires dejando a la pareja instalada, y sola, en ese San Ignacio que los indígenas llaman Iviraromí. Es un mundo regido por el sol, fuerza implacable capaz de quemar las verduras “como al contacto de una plancha” y que en tres segundos fulmina a las hormigas rubias y en veinte a las víboras de coral, según escribirá en uno de sus cuentos (“El peón”) muchos años después. Bajo el signo del sol habrá de desarrollarse por unos años su existencia. Quiroga aprenderá a ser implacable y ardiente, creador y destructor a la vez como ese fuego que lo clava a la tierra en busca de sombra.
Había comprado tierras en una meseta que da al río Paraná, a media legua de distancia del pueblo y a una legua de las ruinas jesuíticas. Está como a espaldas de la actividad pueblerina, pero enfrenta al río, con una magnífica vista sobre la poderosa corriente. Su valor paisajístico es enorme, pero como tierra no sirve para nada. Pura piedra, le dicen riendo los nativos. Pero él se empeña porque ha descubierto en esa meseta un incomparable mirador sobre el río. El terreno era volcánico, es cierto. Intentar hacerlo habitable parecía un locura. Pero Quiroga tenía sus arranques y el desafío de esa tierra estéril, hostil, es un estímulo. Como el viejo de “La pampa de granito”, aquella parábola de Rodó, como aquel otro alucinado, Brand, de Ibsen (al que dedicará notables páginas en su correspondencia de 1936), este hombre necesitaba responder al desafío de su contorno con su propio desafío.
Para mejorar la vista sobre el río, debió reforzar y hasta alzar un poco la meseta natural. Hizo enormes hoyos que rellenó con la mejor tierra y en los que plantó las palmeras gigantes y los cedros que hoy bordean el terreno; debió cuidar pacientemente la gramilla, demasiado tierna para aquel clima solar. Su vida se convirtió en la de un jardinero, regido por la naturaleza. Debió sentirse entonces como el primer hombre en la primera huerta del mundo.
El camino que va del puerto nuevo a San Ignacio divide la propiedad en dos partes. En la que mira al sur están la meseta, con el bungalow y las plantaciones de bananas y mandiocas (únicos especímenes que resisten el rayo del sol misionero), cercadas por un alambrado. La parte norte es un campo que se extiende hacia el Paraná, hacia la selva. Para penetrar en ella, para irla domesticando de a poco, Quiroga abre picadas que mantiene viables a fuerza de machete. Es una lucha diaria con una naturaleza que no da tregua. Atravesando el monte, a la izquierda de la casa y de la meseta central, hay una pequeña elevación, creada especialmente por el colono. Allí acostumbraba encerrarse lejos del ruido del hogar, a escribir sus cuentos o simplemente a leer o pensar. Entre las ramas se vislumbra la cinta plateada del río que yace “dormido como un lago”.
A espaldas de la casa está el pueblo. En el cuento que se titula “El techo de incienso” hay una descripción: “A la vera de las ruinas, sobre una loma descubierta, se alzan algunas casas de material, blanqueadas hasta la ceguera por la cal y el sol, pero con magnífica vista al atardecer hacia el valle del Yabebirí. Hay en la colonia almacenes, muchos más de los que se pueden desear […]. En el espacio de dos manzanas están ubicadas todas las oficinas públicas: Comisaría, Juzgado de Paz, Comisión Municipal, y una escuela mixta. Como nota de color, existe en las mismas ruinas —invadidas por el bosque, como es sabido— un bar, creado en los días de fiebre de la yerba mate, cuando los capataces que descendían del Alto Paraná hasta Posadas bajaban ansiosos en San Ignacio a parpadear de ternura ante una botella de whisky.” En el pueblo todo gira en torno de la explotación de la madera y la yerba mate. En algunos de sus mejores cuentos incorporará Quiroga el testimonio de cómo se saqueaba entonces la tierra y se corrompía al hombre. Él mismo estuvo al comienzo asociado, aunque en escala muy pequeña, a la explotación de la yerba mate. Pero sus puntos de vista diferían esencialmente del colono de tipo europeo que solo busca el rápido enriquecimiento. En Pasado amor hay una página que revela su profunda actitud de hombre enraizado en aquella zona de fronteras: “La impresión de Morán sobre el cultivo de la yerba mate, tal como se efectuaba, no era muy risueña. Entendía él que se estaba forzando a las tiernas plantas a crecer, a agigantar precozmente un desarrollo que en condiciones naturales adquirían sin prisa, paso a paso, evitando los peligros incidentales, acostumbrándose a los forzosos, procediendo con la sabiduría de la naturaleza, con el fin de llegar más tarde a las grandes luchas de la sequía y el sol, con un organismo adaptado, sobrio y enjuto. Las plantaciones nuevas prosperaban, sin duda, y la lujuria extraordinaria de las jóvenes plantas conquistaba a los especuladores. Pero aquel vicio no se obtenía sino a costa de un surmenage feroz, que hacía rendir a las plantas, en ocho o diez años, sus reservas para toda la existencia.”
Iviraromí es, además, un pueblo de fronteras. No solo linda con la selva de la naturaleza y la brutalidad de la explotación industrial más rapaz. Linda también con la selva del hombre. En la otra margen del río está Paraguay; un poco más al norte y al este empieza el Brasil. Como en toda frontera, por San Ignacio pasa toda clase de seres: el que huye de algún contratiempo (quién no debe una muerte en esos tiempos del cuchillo), el que no soporta la patria en que le ha tocado nacer, el que trata de descubrir en la fuga el olvido de sí mismo, atraviesan silenciosamente el monte o el río, como diminutos ratones (la imagen es de Quiroga) perforan el bosque virgen, y se pierden en San Ignacio. Es la tierra de fronteras en que aparece tanto el peón nativo que habrá de ser devorado instantáneamente por los yerbatales como el excéntrico europeo, sobreviviente de guerras, revoluciones y hambres, que recorre el mundo como sonámbulo en busca de algún imposible sueño. Quiroga no es el único ser civilizado que ha venido a parar allí.
Dos de los más notables desterrados están inmortalizados en el libro del mismo título que publica en 1926. Bajo el nombre de Van-Houten presenta en el cuento homónimo a Pablo Vandendorp: “Era belga, flamenco de origen, y se llamaba alguna vez Lo-que- queda-de-Van-Houten, en razón de que le faltaba un ojo, una oreja, y tres dedos de la mano derecha. Tenía la cuenca entera de su ojo vacío, quemada en azul por la pólvora. En el resto era un hombre bajo y muy robusto, con barba roja e hirsuta. El pelo, de fuego también, caíale sobre una frente muy estrecha en mechones constantemente sudados. Cedía de hombro a hombro al caminar, y era sobre todo muy feo, a lo Verlaine, de quien compartía casi la patria, pues Van-Houten había nacido en Charleroi.” Salvo alguna acentuación del grotesco en este retrato literario (tenía ambas orejas, le faltaban solo dos dedos), el hombre que llegué a conocer en un viaje a Misiones en 1949 era el mismo que Quiroga presenta en el cuento. Emergiendo de la siesta y la sombra de una galería de madera en una casa semitropical, Vandendorp se parece más a un personaje de Joseph Conrad que al pobre Lélian. Ante su figura plena de vida a los ochenta años, se advierte lo que supo trasladar Quiroga a su relato: la fuerza indestructible, la jocunda actitud. No importa que el resto (anécdota, tratamiento dramático a lo Kipling), sea pura creación literaria y carezca de todo apoyo en la realidad, sin duda trivial, del hombre concreto.
Para muchos lectores de Los desterrados quizá sea penoso saber que una de sus mejores creaciones —más claras y cargadas de sombra, a la vez— esté copiada literalmente de la realidad. Juan Brun, habitante silencioso y discretísimo de ese San Ignacio que visité en 1949, es en lo esencial el mismo Juan Brown del libro. “Era argentino y totalmente criollo a despecho de una gran reserva británica [escribe Quiroga]. Había cursado en La Plata dos o tres brillantes años de ingeniería. Un día, sin que sepamos por qué, cortó sus estudios y derivó hasta Misiones. Creo haberlo oído decir que llegó a Iviraromí por un par de horas, asunto de ver las ruinas. Mandó más tarde buscar sus valijas a Posadas para quedarse dos días más, y allí lo encontré yo quince años después, sin que en todo ese tiempo hubiera abandonado una sola hora el lugar. No le interesaba mayormente el país; se quedaba allí simplemente por no valer sin duda la pena hacer otra cosa.”
Deliberadamente omitió Quiroga en esta descripción, aunque no en el cuento mismo, los más profundos valores de esta figura. “El narrador quiso poner primero en evidencia, como pórtico, las graciosas contradicciones de su displicencia. Algunas palabras de sus cartas demuestran que Quiroga no dejó de advertir la verdad esencial que escondía este hombre. En una a Martínez Estrada lo llama “un gran hombre, visible y palpable en su ser moral”, y en otra a Julio E. Payró comunica un rasgo conmovedor del personaje: “Ando ahora ocupado con don Juan Brun en instalar la industria de los turrones de maní… El pobre Brun está entusiasmado, y parece que con motivo. Tan pobre llegó a estar que los cinco primeros pesos ganados le parecieron diez mil. Y los empleó —los diez mil— en un par de zapatos a una sobrina que no tenía que ponerse.”
Todavía estaba vivo en el San Ignacio de 1949 un hombre al que Quiroga debe mucho: don Isidoro Escalera, que fue no solo el mejor y más devoto acompañante, el colaborador y consejero en la construcción de su casa y adorno de la meseta, y otro padre para los hijos futuros del narrador, sino que fue sobre todo el cronista de Misiones. Había llegado en 1897 y conocía la pequeña historia de cada cual. Se relacionó con Quiroga desde los primeros tiempos. Gracias a su arte consumado de narrador oral, a su vivacidad, a su memoria, pudo conocer Quiroga en su misma fuente y con tanta inmediatez como si hubiera sido él mismo el testigo, tantas historias que convertidas en materia literaria continúan hechizando hoy a sus lectores.
Mientras Quiroga iba reconociendo y ocupando su habitat, aumentando su familia (una niña llegará en 1911, un varón en el 12), comprando tierras para explotar la yerba mate, el creador iba acumulando dentro de sí esa experiencia humana que habría de convertirse en arte. Trabaja mucho, pero se siente solo. La relación con Ana María es buena, sobre todo al principio, pero no puede compensar el comercio intelectual que Quiroga tenía en Montevideo o en Buenos Aires. Tampoco los amigos de San Ignacio pueden sustituirlo. En una carta tardía a Martínez Estrada llegó a escribir algo que fue verdad toda su vida: “No quiero hablar media palabra de arte con quien no comprenda”. No podía esperar esa comprensión literaria ni de su mujer ni de sus desterrados. Quiroga rara vez posó de literato y menos entre los que solo sabían de vida, de vida realmente vivida. Escribió siempre porque ese era su destino y para su trato con los demás hombres esa escritura era un oficio casi secreto.
En San Ignacio tenía pocos amigos de su talla. Por su gusto en rodearse de ex hombres y gente humilde, era mal mirado por los ricos del pueblo. En uno de los cuentos de Los desterrados (“La cámara oscura”) evoca un banquete que dan los “aristócratas de la región, plantadores de yerba, autoridades y bolicheros”, al que se niega asistir como invitado pero que presencia desde lejos en compañía de un carpintero tuerto y borracho y de un cazador brasileño. También en Pasado amor se advierte la hostilidad con que tratan los demás colonos a Morán, el protagonista. Hasta cierto punto, Quiroga exageraba ese desdén por los ricos y su simpatía por los desterrados con que solía reunirse (a beber y a jugar) en el bar de las ruinas. Esta doble actitud ha fortalecido la leyenda de ese temperamento hirsuto que reaparece en un nutrido anecdotario.
Una imagen de desdén y orgullo ha sido preservada por Leopoldo Alonso en un artículo periodístico que ha corrido la prensa rioplatense. Alonso era vecino de Quiroga en San Ignacio y sostiene que era orgulloso, que nadie lo quería en el pueblo. Como toda leyenda, ésta tiene alguna base real. El mismo Quiroga ha contribuido a fijarla con su conducta y hasta a documentarla en alguno de sus cuentos. En “El techo de incienso”, por ejemplo, su alter ego, Orgaz, es definido como “un hombre amigo de la naturaleza que en sus malos momentos hablaba poco y escuchaba en cambio con profunda atención un poco insolente. En el pueblo no se le quería, pero se le respetaba. Pese a la democracia absoluta de Orgaz, y a su fraternidad y aun chacota con los gentiles hombres de yerbas y autoridades —todos ellos en correctos breeches—, había siempre una barrera de hielo que los separaba. No podía hallarse en ningún acto de Orgaz el menor asomo de orgullo. Y esto precisamente: orgullo, era lo que se le imputaba”. También en el personaje de Morán asoman rasgos complementarios del mismo carácter. Solo que aquí aparece también la ternura que escondía esa frialdad, esa aparente insolencia.
Como lo demuestra Alonso, no todos en San Ignacio eran capaces de reconocer esa ternura. Por eso, en la novela Quiroga acentúa la soledad esencial de Morán, aislado por una invisible sima de todo el pueblo y no solo de la gente humilde. Porque si bien Morán no se entendía bien con los trabajadores, como lo documentan algunos pasajes de la novela, su mayor separación ocurría con los pretendidos gentileshombres de la yerba mate. A ellos dedica el autor las páginas más aceradas de la novela, subrayando desde su condición de advenedizos sociales y católicos a machamartillo hasta la explotación ciega que hacen de la tierra y sus hombres. Con los trabajadores, en cambio, hay algo que se parece a un respeto mutuo: “Morán, por su modo de ser, por su amor al trabajo, por sus duras tareas solitarias a la par de cualquier peón, gozaba de simpatías generales en las clases pobres”.
Hay aquí restos de la condición inevitable de señorito metido a colono (el sahib, diría Kipling), pero también hay un reconocimiento de la virtud solidarizadora del trabajo. Como no era un demagogo, Quiroga no temió señalar las distancias que, a su juicio, lo separaban de la clase trabajadora. Lo hizo con esa agreste sinceridad que es su marca de fábrica. Al hacerlo no pretendía implicar otra cosa que una diferencia. Íntimamente, se sentía bien solo con cierta clase de individuos, pero esa clase no tenía nada que ver con las diferencias sociales, sino con los abismos que separan psicológicamente a los seres. Solo hablaban su idioma los fronterizos, esos individuos que viven permanentemente entre la realidad y el delirio.
Otro amigo de estos días misioneros es el salteño Carlos Giambiagi, como Quiroga, voluntario desterrado en Misiones. Pero a diferencia de los otros, Giambiagi es también artista: crea con las manos. Es pintor, grabador y hasta escultor. A él se deben los ensayos de Quiroga en el campo de la escultura. La amistad no es solo estética. También consiste en trabajos y empresas industriales como la fabricación del yateí (dulce de maní y miel), de unas macetas especiales para el trasplante de yerba mate, la invención de un aparato para matar hormigas, la destilación de naranjas. Ni Giambiagi ni Quiroga eran hombres fáciles; por eso, la amistad está hecha de profundas y continuas discusiones, que habrán de agravarse con los años, por cuestiones políticas. Pero éste es un momento de comprensión, un momento en que Giambiagi ilustra los cuentos de Quiroga, pinta cuadros con los mismos temas con que crea relatos su amigo y va haciendo surgir (en una gama de verdes y azules oscuros) ese mismo mundo casi líquido, submarino, de las profundidades de la selva. Las alternativas de una evolución política que orienta cada vez más firmemente a Giambiagi hacia el comunismo habrán de separarlo para siempre del anarquista sentimental que fue Quiroga. La guerra de España sella la ruptura.
Toda la obra profunda que Quiroga realiza en estos años misioneros es obra callada, para sí mismo, búsqueda empecinada de una realidad que había empezado a vislumbrar durante su experiencia chaqueña y que ya le permitió crear algún cuento tan perfecto y definitivo como “La insolación”. Ahora, devuelto al mundo original de la selva, en las pausas de esta empecinada recreación del paraíso, Quiroga escribe. Algunos cuentos del período pertenecen a lo más notable de su producción. Conviene repasar cinco. “A la deriva” (junio de 1912) es ejemplar del cuento corto e intenso que Quiroga aprendió a escribir en la dura escuela de Luis Pardo. Gira en torno de una mínima anécdota: un hombre es mordido por una víbora, escapa hacia el río que lo llevará a la ciudad, a la salvación, pero el veneno lo alcanza durante el viaje y muere en un delirio de tranquila reminiscencia. Lo que da jerarquía a este cuento es la eficacia de cada línea: nada sobra, nada falta tampoco.
Más elaborado es “El alambre de púa” (agosto de 1912), que se apoya en una anécdota seguramente real. En otro cuento, “El techo de incienso” habla Quiroga de un francés que vivía en Misiones y al que llama Bouix; era juez en San Ignacio y sus burros constituían el terror de la localidad porque andaban sueltos, devastando plantaciones, hasta que Orgaz (es decir: Quiroga) resuelve el problema con un escopetazo sobre el primer burro ladrón. Aquí está el germen que habrá de convertirse luego en la historia del toro Barigüí, que no respeta alambrados y despierta la envidia de dos caballos, el alazán y el malacara, por su potencia, por su arrojo y desfachatez. Una vez más, Quiroga elige (como en “La insolación”) el punto de vista de unos anímales mansos para contar una historia de locura y exceso; una vez más establece el contraste entre el ser fuerte y autónomo (el inglés en el cuento anterior, el toro en éste) que es arrastrado por su propia hubris al sacrificio, mientras la acción es contemplada desde el punto de vista de seres comunes (los perros en el primer cuento, los caballos en éste). Pero ahora introduce Quiroga otro punto de vista: el de las vacas que no ocultan su admiración por Barigüí. A diferencia de “La insolación”, aquí el autor explica mucho y disminuye en parte el impacto del cuento. El relato, sin embarazo, abunda en felicidades. La psicología de los dos caballos está admirablemente contrastada: el alazán es viejo e ingenuo, el malacara joven y sabio. Para ponerlos en evidencia antes de la acción principal, Quiroga inventa el incidente del potrero cuya salida descubre el malacara ante el asombro del alazán. Establecida firmemente la psicología de los testigos, el narrador pasa al centro del asunto, que aparece mostrado en dos instancias: la primera hazaña triunfal del toro y la venganza del chacarero. El retrato de Barigüí es completamente dinámico: el toro aparece ya actuando. La presencia del coro de vacas no hace sino acentuar esos rasgos de virilidad insolente que Quiroga quiere subrayar. Pero la fuerza bruta habrá de enfrentarse con la astucia e inteligencia del hombre. Aquí el cuento sufre una transformación emocional porque Barigüí pasa de bruto triunfal a la condición de pobre bestia sangrante.
Más simple, más hondo, es “Yaguaí” (diciembre de 1913), historia de un “fox-terrier” que pasa de las manos de un amo inglés, míster Cooper, a las de un brasileño, Fragoso, empeñado en enseñarle a cazar como los perros misioneros. Casi todo el cuento asume el punto de vista del perro y va mostrando su absoluta inadecuación al medio. Es un cazador de ratas que ignora su vocación y al que se trata de forzar a adaptarse a un ambiente hostil. Cuando se junta con los perros locales será para aprender a robar maíz y no para desarrollar sus artes de cazador. La nueva habilidad adquirida será su ruina. De alguna manera, el cuento es como una coda a “La insolación”. Esto pudo haber sucedido a alguno de los “fox-terriers” de míster Jones al morir el amo. Pero al concentrar el interés en uno solo y al sumarle elementos tan patéticos como la vuelta subrepticia al hogar y la muerte a manos del amo, Quiroga ha profundizado la visión, ha dejado fluir sin reservas la ternura, convirtiendo a Yaguaí en un ser con el que puede identificarse totalmente el lector. Es cierto que este cambio (que coincide con la mutación del punto de vista narrativo al final del cuento) implica el riesgo de la sentimentalización del personaje, riesgo que no se vence del todo. Pero a través del cambio se apunta un nuevo rumbo de la visión narrativa: la objetividad se enriquece ahora de pasión. Quiroga busca más hondo sin abandonar la mirada totalizadora. De esta manera alcanza a mostrar algo que el cuento no dice pero insinúa: Yaguaí es un desterrado también, el más patético y desamparado de todos.
En otro nivel se encuentran “La miel silvestre” (de 1912) y “Los pescadores de vigas” (mayo de 1913). En ambos domina lo anecdótico, el trazado de personajes es convencional, un cierto gusto por explotar sutilmente los efectos de color local priva sobre la autenticidad de la experiencia. En el primero, sobre todo, no se ahorra truculencias. El horror en que deriva el cuento (hormigas carnívoras empiezan a devorar el cuerpo vivo pero inmovilizado del protagonista) hace recordar otros ejercicios en el terror que había practicado Quiroga. La similitud con “El perro rabioso” es obvia, aunque en el nuevo cuento la truculencia no es la única nota; hay felices detalles estilísticos, como al indicar que los pies ya le hormigueaban al protagonista por efectos de la parálisis, antes que las hormigas empiecen a cubrirlos. De otro calibre es, sin embargo, “Los pescadores de vigas”, en que la figura de Candiyú se suma a la de otros seres simples y sacrificados que asoman en estos mismos relatos de monte. Las estampas de los obrajes de madera, la lucha del protagonista con el inmenso río para pescar las grandes vigas, tienen nobleza narrativa. También hay un sentido alegórico en la situación colonial que el cuento define como por transparencia al presentar a ese inglés que ofrece el milagro del gramófono al indígena maravillado y que de ese modo obtiene la viga que necesita para su casa. Pero no es un cuento totalmente logrado: apunta el tema, lo define en breves trazos vigorosos, alude a un ambiente y una situación prometedoras, pero no ahonda.
Mucho más importantes son otros dos cuentos que también escribe por este mismo período de su primer arraigo misionero. Cuentan entre los más populares de su producción y con ellos aborda el tema de la explotación del hombre en los maderales del Territorio. Tanto “Los mensú” (abril de 1914) como “Una bofetada” (enero de 1916) son ilustres adelantados de toda una literatura rioplatense y hasta americana de realismo social. Casi coetáneos de Los de abajo, de Mariano Azuela (1916), en México, anticipan una copiosa producción americana que en los años siguientes habría de aumentarse con Raza de bronce, del boliviano Alcides Arguedas (1919), La vorágine, del colombiano José Eustasio Rivera (1924), Don Segundo Sombra, del argentino Ricardo Güiraldes (1926), Doña Bárbara, del venezolano Rómulo Gallegos (1929), e incontables novelas más que registran la lucha del hombre americano contra su medio y contra la explotación colonial de los herederos de España. Mejor que muchas de estas narraciones, los cuentos de Quiroga encaran un aspecto fundamental de la cuestión social.
Hay otro relato, muy posterior, que también dibuja el mundo de la explotación maderera. Se llama “Los precursores” y es de abril de 1929. Su anécdota ya había sido anticipado por Quiroga en una página del cuento “Los desterrados”: “Para mayor extravío [dice allí], iniciábase en aquellos días el movimiento obrero, en una región que no conservaba del pasado jesuítico sino dos dogmas: la esclavitud del trabajo, para el nativo, y la inviolabilidad del patrón. Viéronse huelgas de peones que esperaban a Boycott, como a un personaje de Posadas, y manifestaciones encabezadas por un bolichero a caballo que llevaba la bandera roja, mientras los peones analfabetos cantaban apretándose alrededor de uno de ellos, para poder leer la Internacional que aquél mantenía en alto. Viéronse detenciones sin que la caña fuera su motivo, y hasta se vio la muerte de un sahib”. En “Los precursores” este apunte aparece desarrollado y profundizado; además, Quiroga transforma la relación impersonal del narrador en relato en primera persona, hecho por un mensú de los que participaban en el movimiento: la transformación enriquece y dramatiza la historia.
Con la evidencia de estos tres cuentos se puede adelantar una conclusión importante: al examinar la situación económico-social de Misiones, Quiroga no teoriza. Estudia situaciones concretas, desmonta la explotación capitalista a partir de la realidad misma. No hay simplificaciones teóricas ni esquemas más o menos marxistas, que se superpongan a la experiencia de lo real. De ahí que si bien apunta con toda claridad y detalle la explotación a que son sometidos los mensú, desde los contratos leoninos que firman sin leer, hasta la estafa de la provista, desde la organización carcelaria hasta los malos tratos y el crimen, el narrador no se ciega para las debilidades que en la misma víctima facilitan la tarea de sus verdugos.
Ve las raíces del mal en el servilismo impuesto por los jesuitas (trabajo obligatorio, inviolabilidad del patrón) y en la mecánica misma de la explotación capitalista que consume hombres como consume árboles, pero señala también los rasgos de la psicología del mensú que fomentan esa misma explotación: su sentido orgiástico del momento, su generosidad que lo hace incapaz de toda previsión, su existencia de ser al margen del tiempo. El carácter aparentemente cómico de “Los precursores” no disimula la inteligencia con que Quiroga reconstruye, esta vez sí en la jerga y la visión interior del mensú mismo, el delicado problema de la organización sindical. Una vez más se las ingenia para ignorar una de las trampas más burdas del relato social: sus explotados son incapaces de comprender el lenguaje abstracto, la jerga intelectualoide, de sus salvadores. Ignoran qué es el Boycott y qué es la huelga misma. Pero conocen algo más simple: la experiencia de una amistad compartida, y son capaces de movilizarse con alegría. Eso que suele llamarse solidaridad humana y que en sus cuentos Quiroga presenta como experiencia viva. Aquí pone el acento el narrador, en el nivel del hombre.
Durante su estada en Buenos Aires, escribir cuentos era una fuente de recursos. En San Ignacio habrá de convertirse en la principal entrada. Al trasladarse a Misiones, Quiroga pide licencia en su cargo de profesor. Debe vivir entonces de su pluma, ya que las empresas industriales que emprende con tanto optimismo como ignorancia no le dan sino pérdidas. Ya Manuel Gálvez se ha encargado de inmortalizar en sus Recuerdos el fracaso de la Yabebirí, que no solo se llevó sus pesos sino los de otros amigos, y los del mismo Quiroga. Felizmente, la cotización de sus cuentos es buena. En Caras y Caretas le pagan ahora cuarenta pesos por página y le aceptan unos tres cuentos por mes. Además colabora en folletines con seudónimos que le reportan, según sus cálculos, unos cuatrocientos pesos anuales. “La cosa marcha —escribe—. Pero marcha despacio.” Entre tanto, anda gestionando un empleo del gobierno. Tarda en conseguirlo, pero al fin llega. En mayo de 1911 renuncia definitivamente a su cargo de profesor, ya que ha sido nombrado juez de Paz y Oficial del Registro Civil con jurisdicción en San Ignacio, es decir, en su propia casa. Ha influido en este nombramiento el gobernador de Misiones, D. Juan José Lanuse, que era su amigo. El puesto significa ciento cincuenta pesos mensuales y no le exige mucho. De la eficacia con que Quiroga ejercía sus funciones públicas queda constancia humorística en uno de sus mejores cuentos autobiográficos, “El techo de incienso”. Es una epopeya cómica sobre su falta de dedicación al puesto, y su afán titánico de hacer en unas horas lo que ha dejado de hacer durante años. Pero detrás de la risa, muy bien administrada, aparecen como en clave liviana las obsesiones básicas de Quiroga: el sentimiento de una culpa imprecisable frente a la autoridad omnipotente; la necesidad de justificarse por medio del esfuerzo heroico; la ironía final de descubrir que no hay justificación posible porque no hay culpa ni siquiera autoridad. En términos alegóricos, Quiroga parece decir que Dios (el padre) es en definitiva indiferente.
La vida cotidiana no produce las mismas satisfacciones. Aunque Quiroga estaba muy enamorado de Ana María cuando se casó con ella, había en esa relación muchos elementos que el tiempo desnudaría. La muchacha había sido criada con todo el mimo de unos padres blandos. Era hija única. Nunca había vivido en la selva. Su casamiento con un hombre mayor, aparentemente maduro y fuerte pero en realidad casi tan niño como ella en sus reacciones afectivas, es el deslumbramiento de la chiquilla ante la aventura romántica. Pero la realidad se encarga de desenmascarar las cosas. Quiroga, solo maduro exteriormente, estaba sometido a los cambios más caprichosos de humor, llevaba a los demás (como a sí mismo) hasta el límite del esfuerzo humano. Vivir con un hombre así era como vivir con un tigre.
Impulsado a construir todo con sus manos, sometió a su mujer a las torturas de la vida primitiva a pesar de que, a pocos metros, en el pueblo, estaba la civilización. Sus exigencias eran tiránicas e incomprensibles para quien no compartiera su mística de la vida salvaje. La resistencia inevitable de Ana María engendra disputas, llantos, escenas, o un silencio atroz. Para empeorar las tensiones, viene la madre de Ana María a vivir en San Ignacio, acompañada de aquella amiga devota que ya había participado en el amorío bonaerense. Mientras el padre, D. Pablo Cires, queda solo en Buenos Aires e inicia una rápida declinación que le costará la vida, la madre compra el terreno vecino al de Quiroga y se instala permanentemente a espaldas de los recién casados: dos suegras a falta de una para un hombre que consideraba la menor oposición a sus caprichos como una afrenta personal. Pronto Quiroga está en pie de guerra con la familia de su mujer. El primer embarazo ahonda las hostilidades porque Quiroga se opone a que su mujer sea atendida en Buenos Aires e insiste en que tenga un parto natural en su propia casa. Él mismo oficia de partera. Ana María sufre lo indecible, pero se somete. La niña que nace será llamada Eglé en homenaje a Dostoievski. Llega después de cuatro meses de sequía, cuando ya empezaba a llover. Para Quiroga es también una bendición. Lamentablemente, por la misma fecha, muere don Pablo Cires en Buenos Aires, en una soledad que parece aumentar las tensiones familiares.
El segundo embarazo hace estallar nuevamente el conflicto, pero esta vez el que cede es Quiroga. Su hijo Darío nacerá en Buenos Aires. De regreso a Misiones, chocan por la educación de los niños (“vestidos, mamaderas, género de vida, todo se llevaba a cabo según sus órdenes y enseñanzas”, cuentan sus biógrafos); chocan por la frecuencia de las visitas a la casa de la suegra. Él se refugia en sus máquinas, en su taller, en su selva y en sus plantas, en sus libros y en sus cuentos. Ella llora y sufre. Se hunde en la desesperación —como hiciera en 1909, para ablandar a sus padres y conseguir a Quiroga—. Pero ahora es contra el novio de entonces que levanta su estampa de mártir. Quiroga estalla pero cede, destroza pero cede. Muy atenuado por la discreción, pero igualmente visible en las entrelineas, asoma el conflicto en algunas cartas a su primo. Hay allí una suerte de diario intermitente de la vida en Misiones. Quiroga se siente solo. En una carta lamenta la muerte de Muñecas, aquel salteño que lo acompañó al Chaco y que había degenerado en perseguido, en casi fantasma; también reitera en la misma carta su adhesión al Partido Colorado y en particular a la política de Batlle. En su segunda presidencia, don José Batlle y Ordóñez está realizando una verdadera revolución social en el Uruguay, transformando por una política estatal de cuño paternalista las viejas superestructuras y protegiendo con nuevas leyes al obrero, al estudiante, al jubilado, a la mujer. Sus reformas no afectan la tenencia de la tierra ni modifican el cuadro económico de la producción rural, por lo que parecen más socialistas de lo que son, pero de todas maneras representan en la época un enorme paso para una nación de la América hispánica. De ahí el entusiasmo de Quiroga, que no era partidario ni de cintillos ni de banderas. El 15 de marzo del mismo año declara: “Amigo, lo que yo hallo de eficaz en Batlle y compañía —de grande, te diría— es la convicción ardiente en cosas bellas: laicismo, obrerismo, progreso y democracia íntima. Su manifiesto desde Europa me parece de superior sinceridad y eficacia patriótica.”
Junto a estos comentarios políticos desliza algunas notas personales, muy reveladoras. Comentando el nacimiento de Eglé escribe en la misma carta: “Tengo una infanta de 48 días, nombrada Eglé. Aprendí que las reinas abejas pueden engendrar sin macho, pero dan únicamente machos. Para hacer hembras, se requiere cópula con macho. De ahí mi satisfacción al hacer una hembra.” La explicación científica parece esconder, al contrario, una insatisfacción. Quiroga escribe como si quisiera convencerse (más que convencer al primo) de que engendra hembras porque es muy macho. Pero se advierte entre líneas la disculpa de quien se siente que no estuvo a la altura de la ocasión, como un tributo pagado a contrapelo a esa tradición atávica que quiere que el primer hijo sea varón, que la mejor manera de demostrar la hombría es la capacidad de engendrar machos.
Con ese mismo tono de falsa insolencia, anuncia al primo unos meses después: “Mi mujer está bastante preñada”, y luego agrega: “Planto yerba, tengo caballos, vaca, cabra, gato, tigre (sin hipérbole) que crío con mamadera. Espero que más tarde me dé un buen zarpazo para deshacerme de él.” inmediatamente, un balance abrupto: “En total, soy feliz”. La insatisfacción del vínculo conyugal está allí como negativo. Lo que advierte primero el ojo es lo positivo: esa satisfacción que da la tierra. “Por ahora no pienso moverme y principalmente porque deseo ver crecer mis plantas. Esto de las plantas, cuando se le adquiere amor, es terriblemente agarrante: valgan Diocleciano, Coriolano, Marco Aurelio, y demás Tolstoys legumbreros.” Pero ese tigre criado a mamadera, ese tigre sobre el que escribirá más tarde un cuento para Caras y Caretas, es una inquietante figura emblemática que se desliza en silencio por el paraíso de Iviraromí.
El nacimiento de Darío en Buenos Aires es comunicado en una carta que empieza lamentando “fastidios de todo orden aquí”, sigue respondiendo puntos de la carta del primo, detalla apuros de dinero, proyectos industriales y solo en el último párrafo, dos líneas, habla del recién nacido: “Desde el 15 tengo un machito, feo y ridículo”. Hay algo de exhibicionismo a la inversa en esta forma de comunicar, casualmente, el nacimiento del nuevo vástago, un “machito”, al fin. Hay una ternura a contrapelo que prefiere asomar por el lado de la ironía. Pero también hay una suerte de contenida irritación porque el nacimiento del chico ha implicado el viaje a Buenos Aires, los gastos y el desorden.
En una carta de diciembre de 1912, Quiroga se abre al primo. Evoca allí unas profecías hechas en 1900 por los jóvenes consistoriales. Aparentemente, Fernández Saldaña se había comprometido, en el plazo de diez años, a morir en Guayaquil por la independencia americana; Quiroga había prometido escribir un libro de versos extraordinarios. Al hacer balance, el último reconoce que no se han cumplido, pero agrega: “Con todo, no estoy descontento de mí, bien que mi fuerte de aquel entonces —el dinero— sea ahora mi debilidad. Gentes hay, como Balzac, Dostoievski y algún otro que vivieron, no solo pobres, sino en déficit. Lo cierto es que cuanto más afianzo mi ser interior, tanto más mísero me vuelvo en lo otro.” Hay todavía otra carta que contiene una anécdota de Eglé. La niña de dos años comienza a hablar y al ver un día a su padre rascándose: “¡Ti pica! —me dijo con grave convencimiento de experiencia propia”. Algo de la ternura de Quiroga por esa hija primera asoma en esa anotación tan simple. Ésta es la última imagen de paz. Con esta carta se interrumpe por veintiún años la correspondencia con el primo salteño.
La guerra europea que estalla en 1914 encuentra a Quiroga sólidamente asentado en Misiones. Aunque sus simpatías estaban, sin duda, en el campo de los aliados, era demasiado lúcido para aceptar todas las implicaciones de esta primera hecatombe. En un cuento que publica años más tarde (“La patria”) resume su actitud definitiva ante la guerra, el nacionalismo y la ambición del poder político. Es una parábola en que un soldado herido habla a los animales de la selva. Aunque su elocuencia no es grande, lo que dice tiene el mérito de ser explícito: “La fría razón, es exclusivamente la que nos indica la utilidad de las fronteras, de las aduanas, de los proteccionismos, de la lucha industrial. Ante la razón, el concepto de patria se confina en el proficuo marco de sus fronteras económicas. Solamente la fría razón es capaz de orientar la expansión a la patria hacia las minas extranjeras. Solo la razón viciada por el sofisma puede forzarnos como hermanos a un oscuro y desconocido ser a ochocientas leguas de nosotros, y advertirnos que es extranjero el vecino cuyo corazón ilumina hasta nuestro propio hogar.” Pero esta actitud de lucidez frente a los mecanismos económicos que disfraza la noción de patria, no le impidió enfrentar el problema de la guerra europea en forma práctica. Desde Misiones intentó resolver algunos problemas económicos que planteaba la contienda. En dos de sus cuentos (“Los fabricantes de carbón”, “Los destiladores de naranja”) transcribe con algunas variantes imaginarias sus experiencias industriales de entonces.
Es imposible saber exactamente cómo eran las relaciones íntimas de Quiroga con Ana María. No hay testimonio directo, o si lo hay no ha sido divulgado. Quedan las confidencias de los amigos y conocidos, existen chismes y hasta suposiciones lamentables. Pero de todo ese material heterogéneo, no es posible extraer nada que valga la pena. Más explícitos son algunos cuentos que revelan tal vez algunos desacuerdos básicos. En “Cuento para novios” (julio de 1913) se detalla con humor algo hiriente la pesada carga que impone la paternidad: niños que lloran y se enferman, noches en vela, tensiones. Por alguna carta al primo, se sabe que Quiroga llegó a lamentarse personalmente de estos aspectos inevitables de la convivencia familiar. Una versión mucho más siniestra aparece en “La gallina degollada”, pero este cuento fue escrito y publicado antes de su matrimonio con Ana María. Apareció en Caras y Caretas el 10 de julio de 1909. Las terribles desavenencias del matrimonio de este cuento están basadas, por otra parte, en el nacimiento sucesivo de cuatro hijos idiotas, y en la inevitable acusación que sube a la boca de uno de los cónyuges: “Tus hijos”. Pero si Quiroga pudo escribir (soñar) este cuento antes de contraer matrimonio, tal vez no sea abusivo reconocer en la mezcla de odio y apasionado amor que une a los protagonistas una prefiguración del desgarramiento que en la realidad habría de vivir Quiroga con Ana María. En un cuento titulado “El espectro” (julio de 1921) habrá de contar Quiroga una relación amorosa que obliga a tender, “hasta hacerlas sangrar, las cuerdas de nuestros corazones”. Es inevitable pensar que esta tensión acabó por ser habitual en su matrimonio.
Los testimonios conocidos insinúan la violencia de las relaciones. Los estallidos de él eran salvajes. Ella solo sabía intentar el suicidio como respuesta a esa pasión que la desgarraba. Un día, después de una pelea atroz, Ana María toma una fuerte dosis de sublimado. Pero no muere inmediatamente. Quiroga tiene tiempo de acudir a la casa para volcar su cólera contra la suicida que lo despoja de ese modo; para negarse a verla empecinadamente. Solo cede cuando comprende que Ana María se le muere realmente. Entonces este hombre orgulloso, hermético y violento, se derrumba. Durante los tres últimos días está junto a esa mujer, su mujer, que se debate arrepentida entre la vida y la muerte. Si alguna culpa tuvo en la decisión que llevó a Ana María al suicidio, la expía ahora en esta horrible agonía. Ana María muere después de ocho días de lucha. La reacción de Quiroga fue tan honda que no quiso hablar más de su mujer. Enterró en lo más profundo el recuerdo, quemó sus caitas, se encerró en el más delirante mutismo.
Muchos años después, en su novela Pasado amor, se atrevió a evocar indirectamente la muerte de Ana María. Es cierto que allí Lucila muere de sobreparto, pero hay algunos detalles sin duda auténticos. Tal vez haya ocurrido ese pequeño incidente que Quiroga muestra a través de los ojos de un tercer personaje y que evoca el protagonista a la distancia: “Morán recordó entonces —revivió como si hubieran pasado desde aquella tarde mil años— la inacabable fijeza con que Magdalena contempló a su mujer tendida en el catre, cuando el día antes de su muerte Morán la llevó afuera a respirar. Y la expresión de intensidad casi espantada con que siguió a Morán, cuando éste, ya caído el crepúsculo, levantó en brazos a su mujer como a una criatura y la llevó adentro”. En otro lugar de la novela también se evocan las últimas horas: “Morán no recordaba gran cosa de ese día. Había pasado las horas finales sentado en el suelo contra un árbol, a la vista del sol y los eternos aspectos iluminados de siempre, pero con el alma en un mundo de atroz pesadilla”. Otros se ocupan de preparar a la muerta; Morán solo recuerda que en medio de su estupor “había respondido no al pedido de la señora de que se colocara un crucifijo sobre el cadáver”. Por eso, la misma novela aporta un resumen de este matrimonio que a la distancia de unos doce años (la novela fue publicada en folletín en 1927) aún merece el nombre de martirio. Los detalles están modificados un poco pero la sustancia es precisa como un remordimiento. “No podía haber elegido Morán una mujercita más adorable y de mayor incomprensión para la vida que él llevaba y que amaba por sobre todas las cosas. Su matrimonio fue un idilio casi hipnótico, en que él puso todo su amor, y ella toda su desesperada pasión. Fuera de eso, nada había de común entre ellos.” A la muerte de Lucila, “Morán quedó solo en el centro de un paisaje que parecía haber guardado, hasta en los últimos postes del alambrado, la impresión de su mujer. ¡Y en su alma! Remordimiento, sentimiento de abuso, de trasplante criminal, de martirio salvaje impuesto a una criatura de 18 años, so pretexto de amor. Él se había creído muy fuerte con la vida, y muy tierno en el amor. Allí estaban las consecuencias”. La velada confesión de esta novela se aumenta con alguna rara confidencia a los amigos. Años después, al pasar frente al cementerio de San Ignacio con Julio E. Payró, le dijo, sin preámbulos: “Está enterrada allí”. Payró le preguntó si visitaba su tumba y Quiroga le contestó que jamás: “Me he olvidado completamente de todo eso”. Parecía muy duro, comentó Payró al contarme este episodio, pero después he llegado a comprender que ésa es la única manera de seguir viviendo para el que queda. Algunos años más tarde, Quiroga se atrevió a contar a Martínez Estrada (en una de las cartas de su soledad definitiva en San Ignacio) que el espectro de Ana María venía a visitarlo como el de Inés se aparecía a Brand en su monstruosa desolación. Pero en 1915 el suicidio de Ana María debió ser enterrado con dura mano. Solo así pudo seguir su lucha el sobreviviente.