Historia de un amor turbio

Prólogo

Es un lugar común de la crítica latinoamericana afirmar que Quiroga era un mal novelista. El mismo lo creía así y en una carta a su amigo Enrique Amorim (julio 26, 1933) dejó escrito: “En La carreta creo comprobar que Ud. como yo y otros tantos, nos desempeñamos más vigorosamente en el cuento que en la novela. No me parece valga su carreta menos que algunos de sus mejores relatos. Más ambiente aparente en aquélla, pero no real. Tal creo, amigo ; y como el golpe cae a la vez sobre mis propias espaldas, apreciará con ella elogio y reproche conjuntos.” Ante esta declaración del autor no es extraño que los críticos (incluido el que suscribe) hayan decidido que Quiroga no tenía mayores condiciones de novelista. Sus dos intentos conocidos (Historia de un amor turbio, 1908, Pasado amor, 1926) han sido calificados de fracasos por la mayor parte de la crítica. Sin ánimo de modificar sustancialmente el juicio, y con la perspectiva que ofrece un mejor conocimiento de la obra y de la realidad biográfica en la que se apoya, quisiera reconsiderar hoy la primera de estas dos novelas. Quedará para otra ocasión el estudio de la segunda.

El pretexto inicial

En la época en que Quiroga preparaba Historia de un amor turbio, su vida íntima abundaba en enredos amorosos que por lo general solía comentar, con bastante detalle, en las cartas a su primo José María Fernández Saldaña. La franqueza y hasta la crudeza de esas confidencias no era, sin embargo total. En una de las cartas (marzo 2, 1907) dice que se reserva algunas historias “que me dejaron el pelo blanco por dentro”. Del vasto anecdotario que las cartas registran es posible destacar un amorío con una muchacha muy joven que vivía en Lomas y cuya boca Quiroga no se cansa de ensalzar. Las intenciones del galán resultan muy obvias, por lo menos en las cartas. Pero la muchacha que parecía tan accesible al comienzo, en realidad no lo era. Algo contrito Quiroga ha de escribir a su primo que “ha resultado de una honradez burguesa que sus toreadas primeras no permitían presentir” (enero 23, 1906). Otras cartas detallan episodios del moroso asedio: “La visito dos horas por semana, y en el resto de ella ni la veo siquiera. Todo esto estaría muy bien si en esas dos horas me dejaran libre con ella. Apenas un par de minutos — cuatro o seis besos como mucho — y de nuevo la maldita madre o hermana. La muchacha tiene una magnífica boca, maguer sus estúpidas ideas de recato”. Un día la ruptura llega inevitablemente a suspender estas sesiones sadomasoquísticas de lo que entonces se entendía por noviazgo. Quiroga se cansa de hacer el novio con tan poco resultado y comenta agresivamente en una carta: “Parece que al padre se le ocurría que yo debía ser más expresivo con él (aunque no lo veía nunca) y que también debía besar a un botija de dos años. La muchacha me lo dijo como consejo, aunque la lección era evidente. Fume un cigarro más y me fui. Le dije que me gustaba mucho besarla a ella, pero al chico, a menos que tuviera ganas, etc. No he vuelto y así ha quedado. Lástima de familia estúpida pues la muchacha tenía honda y cálida boca.” (Mayo 17, 1908). Los motivos que aduce Quiroga son manifiestamente absurdos pero cabe sospechar que en la ruptura influyeron otros. Un novio tan sombrío y reticente, tan mayor para la chica (ya tenía 28 años), tan poco resuelto a formalizar las relaciones con un trato más cordial con el resto de la familia, no era el candidato ideal de acuerdo con la óptica de la época. Lo más sorprendente de estos comentarios de Quiroga es la aparente ingenuidad que revelan: es  como si se negara a reconocer las leyes, tan rígidas entonces, del juego del noviazgo.

El epitafio de esta aventura burguesa aparece casualmente comunicado en carta de octubre 8, 1906: “De mujeres te contaré que la chica de Lomas, nunca más. Sus padres se opusieron rotundamente a todo amor, y la muchacha asintió. Lástima porque la doncella era mona.” Si he detallado este episodio trivial (típico del ambiente y de la época) es porque sirvió en parte para la novela que entonces escribía Quiroga. La frustración que representa esta aventura ingloriosa de Don Juan, reaparece como un elemento decisivo en Historia de un amor turbio. En la novela la muchacha protagonista también vive en Lomas con su madre y una hermana; también tiene con el narrador intensas sesiones de besos, cortadas por la brusca aparición de algún familiar. Como la joven real, la ficticia es muy hermosa y de boca cálida. Aquí terminan, sin embargo, las semejanzas. Quiroga ha eliminado al padre (lo que es significativo y llevaría a otro tipo de análisis); ha metamorfoseado al hermanito de dos años por medio de una doble tuerca narrativa que le permite presentar a la protagonista, en una etapa anterior de la historia, como una niña de nueve años; también ha modificado profundamente el motivo de la ruptura, levantando la anécdota da la trivialidad burguesa hasta el plano del más profundo conflicto psicológico. En realidad, la muchacha de Lomas le ha servido apenas como punto de partida. Al transponer la experiencia de la realidad a la ficción, Quiroga ha enriquecido el pretexto anecdótico con temas que ya lo preocupaban desde la época en que escribe Los arrecifes de coral (1901).

Tres tiempos narrativos

La diferencia mayor con el suceso real es que en la novela el protagonista tiene también una relación erótica con la hermana mayor. En realidad, la historia aparece ahora ordenada en tres tiempos narrativos, muy nítidamente separados. En el más antiguo, Rohán es cortejante de Mercedes Elizalde, y Eglé (que será la protagonista) es sólo una niña de nueve años que el joven de veinte enamora sin advertirlo. En el segundo tiempo (el central de la novela) han transcurrido ocho años y Eglé tiene ahora dieciséis, la edad que tenía Mercedes cuando Rohán la cortejaba. A ella se dirige ahora el protagonista que ya tiene 28 años, como Quiroga cuando visitaba a la muchacha de Lomas. Hay un tercer tiempo que sirve de epílogo y que ocurre diez años después de la ruptura con Eglé. Este tiempo es el actual de la novela: es el tiempo en que se inicia la acción y que forma como un marco a los otros dos, evocados desde él por la memoria de Rohán. Después de haber cortado sus relaciones con Eglé, un día Rohán la visita para comprobar que es una mujer ya hecha (tiene ahora los 28 años que tenía Rohán cuando la cortejaba). El protagonista descubre entonces que es imposible revivir el amor.

Muchos elementos de la nueva anécdota narrativa derivan de cuentos ya escritos y publicados por Quiroga la década anterior: “Venida del primogénito”, “Corto poema de María Angélica”, “Rea Silvia”. La situación muy equívoca de Rohán que en el primer tiempo aparece como cortejante de Mercedes mientras conquista inconscientemente, a la niña Eglé, y que en el segundo tiempo es cortejante de Eglé aunque sigue acariciando y hasta besando a Mercedes, esta situación de hombre envuelto en el aura de erotismo colectivo de varias mujeres de una misma familia, aparece ya esbozada en las tres narraciones anteriores. De ahí el calificativo de turbio que aparece en el título de la novela: el amor es turbio por la simultaneidad del deseo dirigido a distintas hermanas, hecho que agrava el carácter incestuoso y triangular de la situación; es turbio, además, porque revela una atracción irresistible por niñas poseídas de precoces ardores.

El tema está ya en algunos de los antecedentes literarios de Quiroga. Es posible reconocerlo muy claramente, por ejemplo, en Edgar Poe. La admiración de Quiroga por el poeta y narrador norteamericano es muy conocida y ha quedado registrada, por otra parte, en los temas, los títulos y los epígrafes de sus primeros relatos y ensayos. En su primer libro, Los arrecifes de coral, aparece hasta una prosa que se titula “El barril del amontillado” y que es un homenaje a Poe; de esa prosa deriva uno de sus primeros cuentos importantes, “El crimen del otro”. En Poe pudo encontrar Quiroga esas amantes virginales y adolescentes (apenas núbiles, o ni siquiera núbiles) que el poeta codiciaba más como trasposiciones necrofílicas de la madre muerta que como mujeres verdaderas. Pero no sólo en Poe, también en Dostoyevski pudo descubrir Quiroga , ciertos estados perversos del deseo erótico. Es cierto que el ejemplo más notable, la “Confesión de Stavroguin” que pertenece a Los endemoniados, no pudo ser conocido por él entonces ya que ese capítulo fue suprimido de la edición original por temor a la censura zarista y sólo fue publicado por primera vez en 1927, Sin embargo, no parece necesario insistir en el carácter “turbio” del erotismo de los personajes de Dostoyevski. Por eso, no me parece nada casual que el nombre de Eglé provenga precisamente de Los endemoniados, novela que en sus cartas de este período Quiroga recomienda con fervor de neófito a sus amigos. Aclaro que el narrador rioplatense entonces leía a Dostoyevski en las traducciones francesas. Posteriormente, la huella del maestro ruso parece borrarse. No obstante, el nombre de Eglé habrá de seguir acompañándolo mucho después de esta época. Cuando nazca en 1911 su primera hija la llamará con ese nombre extraño.

Sería erróneo, sin embargo, creer que sólo a través de la literatura llega Quiroga al tema de la fascinación que ejerce sobre algunos hombres la inocencia erótica de las niñas. Si el tema está vigente en la literatura occidental (desde Dante a Nabokov) es porque toca alguna cuerda en ciertos seres. En el caso de Quiroga parece tratarse de algo más que de influencias poéticas. En sus Recuerdos de la vida literaria (Buenos Aires, 1944) cuenta Manuel Gálvez una conversación que sostuvo con Quiroga precisamente en 1908:

“Una vez cuando publicó la Historia de un amor turbio, le declaré que me había chocado la página en que el protagonista, y no por cariño fraternal, ciertamente, sienta en las rodillas a su futura cuñada, una chica ya señorita.

“—¿Usted no lo haría? —me preguntó.

“Y como yo protestara que no, él dijo, sencillamente, sin cinismo o aspavientos:

“—Yo sí.”

La anécdota de Gálvez revela en Quiroga esa brusca sinceridad, ligeramente teñida del deseo de asombrar, que siempre lo caracterizó. Por confidencias que recogen sus amigos y biógrafos (José María Delgado y Alberto J. Brignole) se hace más creíble el testimonio de Gálvez.

Otras influencias literarias son menos fuertes en la novela. El propio Rohán cita en un pasaje un cuento de Kipling: la “Historia de los Gadsby”, para subrayar una coincidencia. Pero nada tienen de común los temas de ambas obras. Es sólo una referencia casual. Por eso, me parece que lo más interesante de Historia de un amor turbio no es lo que tiene de derivación o coincidencia con ilustres antecedentes, sino lo que tiene de exclusivamente quiroguiano. Es tal vez su esfuerzo más logrado hasta esa fecha por explorar a fondo el problema del amor. Y a este aspecto de la novela hay que dedicar algún espacio.

El instinto erótico

La escisión básica de la mujer en doncella y hembra resulta expresada varias veces en el libro y a través de situaciones dramáticas muy expresivas. Primero es la rivalidad que se establece casi conscientemente entre Mercedes (ya núbil, de dieciséis años) y Eglé, todavía niña pero muy apasionada. Rohán se deja querer por la niña. Un día se conmueve hasta preguntarle:

“—Y cuando seas grande, ¿me querrás?”

Al mismo tiempo, el protagonista se siente ridículo y desea volver al abrazo más maduro de Mercedes. Cuando pasan los años y la situación ha cambiado, surge sin embargo otra forma de la rivalidad, más turbia incluso: ahora es Eglé (dieciséis años) la que está en el papel de novia en tanto que Mercedes (de veinticuatro) tienta a Rohan con encantos mucho más maduros y accesibles. Lo que en la primera época resultaba sólo conflicto subconsciente, asoma ahora en los términos urgentes del deseo sexual que sabe despertar Mercedes con más vigor y crudeza que Eglé.

Hay todavía una tercera instancia en que el conflicto parece simplificares para estallar más hondamente aún. Mientras Mercedes desaparece como rival, Eglé asumirá las dos caras opuestas de la imagen femenina: es una virgen y es también la hembra tentadora. Pero en vez de disolver la dicotomía por la posesión, Rohán se inventa un nuevo obstáculo: un rival. De ese modo, la situación triangular de las dos primeras épocas cambia aunque se mantiene. Cada una de esas etapas es como un círculo de la relación erótica infernal que va descendiendo Rohán. Primero todo aparece en clave (como pasa en “Rea Silvia”): luego esa clave se despeja y Rohán cree encarar únicamente el conflicto entre el amor y el deseo (como en “Corto poema de María Angélica”): pero sólo en la última parte llega a enfrentar el verdadero conflicto subconsciente que esconde la máscara de los celos retrospectivos. Eglé ha tenido un novio en el intervalo de su separación de Rohán y éste ahora empieza a obsesionarse con visiones de las libertades que sin duda alguna ese novio se ha tomado con ella.

Aunque la novela llegue a la solución irónica (muy a la Maupassant) de descubrir diez años después que los celos no tenían mayor fundamento, el conflicto no tiene solución. Rohán es incapaz de poseer realmente a Eglé porque es incapaz de darse. Lo grave de esta historia de amor, y lo que justifica hondamente ese calificativo de turbio del título, es que siempre Rohán aborda el amor en términos neuróticos. Primero es la fascinación de la inocencia ardiente de la niña; luego es el toque incestuoso de la doble atracción que ejercen las hermanas; finalmente son las angustias edípicas que crea la imagen del “otro”. Lo curioso es que por este camino, inesperado al comienzo, la novela degenera también en un caso de delirio de persecuciones. Rohán se convierte a sí mismo en acosado, en perseguido.

Así se descubre el vínculo subterráneo que hay entre esta novela y el largo cuento, “Los perseguidos”, que Quiroga había escrito en 1905, y recoge en volumen, junto con la novela, en 1908. Aunque las máscaras anécdoticas de ambas historias sean tan distintas (el cuento presenta una relación sadomasoquística entre dos hombres), el tema profundo de ambos es el mismo. Más significativo aún me parece que en tanto que el cuento resulta logrado en su redondez narrativa y visionaria, la novela fracasa por motivos bastantes complejos. Hay una doble imposibilidad en el narrador que conviene examinar con cierto detalle.

Una profunda identificación

Quiroga es incapaz de ver a Rohán con alguna distancia. Aunque el personaje no es estrictamente autobiográfico, es evidente que del punto de vista emocional el autor termina por identificarse con él. Ya se ha visto el episodio de la chica de Lomas, que es uno de los puntos de partida de la novela. Pero hay otros testimonios en su correspondencia con Fernández Saldaña. En una carta de junio 26, 1905, comunica a su primo: “He trabajado en mi novela que no será tal sino cuento. Creo no estar maduro aún para ese aliento. También Brignole, que debía ser el protagonista, ha desaparecido para dar lugar a un Rohán que tiene casi todo de mí en el cuerpo de Brignole. La cosa fue porque el cuento es a base de honda psicología de amor, y el amigo Amycus [nombre que daban a Brignole los primos] no siente esas sacudidas bastante literariamente. Sin embargo, Brignole prestará al cuento sus poses de Athos y su bella impasibilidad cuando sufre dispepsia.”

Precisamente por estar identificado en última y profunda instancia con Rohán, Quiroga no logra mostrar el mundo femenino de la novela desde otro punto de vista que el del personaje masculino. Como a Rohán, también al autor ese mundo le resulta simultáneamente tantalizador e incomprensible. Cuando intenta mostrarlo desde dentro, fracasa. Hay un capítulo entero en la novela (el dieciséis) en que por primera y única vez se presenta a las mujeres en la intimidad de la casa y peleándose como chiquillas. Aquí no sólo altera Quiroga el punto de vista de la novela (que es una evocación de Rohán) sino que ese ocasional sacrificio a la unidad narrativa no le sirve de nada: tampoco consigue por este medio despejar la incógnita femenina. La conducta de las mujeres en ese capítulo fuera de serie sigue siendo tan impenetrable para el autor como lo es en los restantes para el protagonista. Autor y protagonista participan de la misma imposibilidad.

A este defecto, tan obvio, cabe sumar otro mayor que también aparecerá en un cuento titulado definitivamente “Una estación de amor”. Así como en el cuento, en la novela el personaje central está visto desde dentro pero no está intuido en sus verdaderos conflictos y limitaciones. Al asumir el punto de vista de Rohán, Quiroga no consigue ver otra cosa que las que vería su personaje. Lo que dice en sus cartas sobre la muchacha real de Lomas permite comprender que Rohán y Quiroga padecían de la misma ceguera. Por eso es muy significativo que al definir la actitud general del protagonista ante la vida, use su autor una frase (“No buscaba vocaciones, comenzando ya a sentir oscuramente la suya, que debía ser más tarde una profunda y enfermiza sinceridad consigo mismo”), frase que de algún modo resulta eco de una confesión que aparece entonces en una de sus cartas (junio 25, 1906): “Me estoy llenando de tal culto por la verdad y la sinceridad conmigo mismo, que temo mucho vaya a fracasar en cuanto a utilidad se refiera.” No es casual que esa frase provenga de la misma carta en que cuenta al primo que se apoya en Brignole y en sí mismo para componer a Rohán.

Hacia una doble lectura

La novela es, sin embargo, mejor de lo que se ha dicho habitualmente. Su defecto básico está en parte compensado si el lector practica una lectura atenta. A través de ella es posible advertir los verdaderos móviles, de la conducta de Rohán, móviles que son invisibles para éste. Porque también la novela recoge (como sin saberlo) esa otra historia. Tal vez Quiroga no advirtió que la había puesto allí, pero la honda vinculación del tema y del personaje con su situación existencial en aquella época le permitió expresarla de todos modos. Es claro que para verla hay que leer entre líneas. El tema atroz del doble (que es tema de tantos de sus cuentos, y sobre todo de “Los perseguidos”) surge entonces con toda evidencia. Rohán no puede amar si su apetito erótico no es estimulado perversamente. En cada uno de los tres tiempos de su “amor turbio”. Rohán aparece escindido: primero entre un noviazgo normal, con Mercedes Elizalde, y la atracción perversa que ejerce sobre él la hermanita menor; luego entre el noviazgo normal con Eglé, ahora crecida, y los encantos ya entrenados de Mercedes; y finalmente, entre el noviazgo fracasado con Eglé y la sombra (proyectada por los celos) del otro novio. El estímulo perverso cambia de rostro, como en los sueños, pero sigue siendo el mismo. En cada tiempo de su historia de amor Rohán cae o recae en una situación triangular de ribetes perversos. Y también como en los sueños, la versión se hace progresivamente más clara. Lo que impide la consumación del noviazgo, la entrega y la posesión no es una circunstancia externa. Es algo dentro de Rohán: esa necesidad de otra presencia, esa necesidad que termina adquiriendo la forma simple y perversa del “otro”.

Si el tema aparece en “Los perseguidos” en su forma más desnuda (como he tratado de demostrarlo en un artículo para la revista “Mundo Nuevo”, de febrero 1967), no menos claro resulta ahora aquí si se practica una lectura en profundidad. Entonces todas las apariencias de una historia de amor burgués, que frustra el mal carácter del novio o el mismo ambiente en que viven las muchachas, adquiere súbitamente un significado muy distinto. La crítica social que está en la superficie de la novela y que parece derivar del pretexto anecdótico, pasa naturalmente a segundo plano y lo que emerge es un estudio de relaciones francamente perversas. El coté dostoyevskiano de Quiroga (que no ha sido estudiado seriamente hasta ahora) se pone en evidencia. Las señales, ya indicadas en este estudio, de una lectura de Los endemoniados resultan más evidentes que nunca. Como los personajes del gran narrador ruso, también este Rohán es un obseso, un perseguido, un ser al que acecha la imagen del “otro”: es decir: su propia imagen culpable. Cuando se advierte esto, se impone entonces una lectura de la novela en que los tres tiempos resultan uno solo, y la obsesión de Rohán se condensa en una imagen: frente al objeto amoroso (Mercedes, Eglé), el protagonista busca subconscientemente otro foco, ya sea real, ya sea imaginario, en que fijar también y al mismo tiempo su escindida personalidad. Rohán no puede concentrarse, no puede darse, no puede amar. Aunque no lo sea fisiológicamente, psíquicamente Rohán es un impotente.

La crítica coetánea

Es inútil buscar una lectura semejante en la crítica coetánea. Sus primeros críticos hablan de Quiroga como “un romántico en la sobriedad elegante de su naturalismo”. Para Lugones, su mentor y amigo, la obra es “una confirmación incontestable” de que Quiroga es el “mejor prosista de la juventud americana”. Pero lo que está realmente en la entraña del libro sigue invisible durante muchos años, incluso para sus biógrafos que ya en 1939 vinculan Historia de un amor turbio con la influencia de Dostoyevski. La vinculación (conviene aclararlo) les había sido sugerida por el propio Quiroga. Pero aun así, ellos también, como íntimos de Quiroga, como compañeros de buena parte de su aventura vital, estaban implicados en la misma visión identificadora que no les permitía tomar distancia. Por otra parte, en Rohán aparecían elementos de uno de ellos, como ya se ha visto.

Incluso el primo parece no entender la novela cuando se publica, y a pesar de que Quiroga le había adelantado algunas claves en sus cartas. Contestando a una de Fernández Saldaña, escribe Quiroga en noviembre 11, 1908: “Acabo de recibir tu carta, completamente extraña. — ¿Qué diablos de polémica quieres que hagamos, entendiendo tan diferentemente las cosas? Con franqueza igual a la tuya, diréte que no te hubiera creído nunca tan alejado de la verdad — y no de la verdad suma más o menos difícil, sino de la elemental, del raciocinio infantil, del simple argumento. No es posible consideremos más el caso, por lo que paso a otras cosas.” El tono es tal vez demasiado brusco. Lo que revela esa brusquedad es el orgullo de Quiroga, herido por las previsibles objeciones del primo. No está dispuesto a explicar más qué se había propuesto con la novela. Es muy típico de su carácter abrupto el negarse a discutir sobre lo que más le importa. Mucho más tarde llegará a escribir que no puede hablar de literatura con quienes no entienden. La verdad es que es incapaz de hablar de lo que sea si el interlocutor no se acerca en tono amistoso. La hostilidad lo encierra aún más en su hirsuta máscara de salvaje que ya empezaba a formarse en aquella época. A partir de este momento, escasearán cada vez más las confidencias literarias en las cartas a su primo. La amistad continúa pero como su concepción de la literatura está cambiando tan radicalmente, el diálogo con el primo e incluso con los amigos salteños, empieza a hacerse imposible. Sólo por excepción (como en una apasionada carta a José María Delgado al publicarse Cuentos de amor de locura y de muerte) volverá Quiroga a hablar de su obra ante los amigos de su juventud, los compañeros de su primera aventura literaria del Modernismo. El había quemado esa etapa en tanto que ellos seguían aún atados. Quiroga ha descubierto que es más fácil buscar y encontrar gente con la que se puede hablar de las cosas que a uno le importan realmente que tratar de convencer y hasta catequizar a quienes son insensibles.

Lugones, sin embargo, sigue comprendiendo aunque tampoco pueda ver todas las implicaciones del tema: “Cuando se hace novela así [escribe en un juicio muy laudatorio de 1908], con esa gallardía, con ese buen gusto intransigente, con ese dominio de los caracteres manejados, es porque se ha nacido novelista. Además, sírvame aquí la vinculación amistosa: hay en eso el carácter, que es prenda fundamental de todo verdadero artista. Lo acerado de su estilo, representa la fría acidez interna, la ironía seria de la honradez ante las bajezas de la vida y del oficio. Su conclusión característica, denuncia la calidad cortante; puesto que conciso quiere decir, estrictamente, tallado. Y sin querer, acabo de describir su estilo. El estilo definitivo a que ha llegado con sorprendente rapidez. Flor y fruto confunden en él la caricia flotante del perfume con el sabor firme de lo maduro. Todo lo que es superior descúbrese por estas simultaneidades, que concentran en una aptitud las fuerzas habitualmente consecutivas. Quien vive a un tiempo su otoño, y su primavera, realiza en una geórgica dicha la paradoja homérica que inmortalizó los jardines de Alcinoo.”

La crítica social

Como señalaron en su tiempo los biógrafos, nadie reconoció en 1908 la influencia de Dostoyevski, y fue necesario que el propio Quiroga la señalara en una carta de 1935. Pero la omisión de la época es explicable: pocos críticos rioplatenses conocían entonces bien la obra del novelista ruso. Es probable que la mayoría de los lectores hayan reaccionado como Gálvez, escandalizados por la audacia de ciertas situaciones de la novela. El libro era indudablemente subversivo en un medio que creía inmoral a Zola y apenas admitía a Maupassant. El desafío al medio social que representaba la novela de Quiroga está explícito en el título y en el tema mismo. Pero también queda muy a la vista en algunos pasajes de la novela. En el capítulo quince, por ejemplo, toda la náusea que despierta en Rohán la hipocresía burguesa, su tartufismo sexual, aparece expresada en los términos más duros y desdeñosos. En ese capítulo se reconoce al joven autor que había proclamado en sus comienzos la revolución sexual en la lejana ciudad natal de Salto, que había practicado (aunque moderadamente) los paraísos artificiales en el Consistorio del Gay Saber, de Montevideo, que había sido y seguiría siendo siempre un anarquista de corazón. Su odio y su incomprensión a los valores burgueses del sexo, esa vocación incontenible de Don Juan que juega el juego del noviazgo para burlar esos mismos cañones que parece aceptar, ese lobo que disimula las uñas y los afilados dientes, aparecen a las claras en la violencia con que siente y se expresa Rohán en ese capítulo de la novela.

Siempre se creyó Quiroga un ser fuera de serie, un perseguido, un fronterizo, como dirá más tarde en una magistral carta a Martínez Estrada. La novela que publica en 1908 es un guantazo mucho más insolente a la sociedad rioplatense que lo que había sido su prematuro libro, Los arrecifes de coral, siete años antes. Porque ahora Quiroga va más lejos, cala más hondo. Es también más sutil. El narrador ha dejado caer las más obvias exquisiteces del decadentismo algo fantasioso para explorar con ahínco algunos personajes típicos del mundo burgués porteño del novecientos. A través de Rohán, y también de los personajes de “Los perseguidos”, Quiroga ha mostrado con una súbita, confusa iluminación, las raíces del mal. Mucho más tarde Roberto Arlt y Juan Carlos Onetti volverían sobre el mismo ambiente para recrearlo con el mayor rigor alucinatorio.

Por su carácter explosivo resulta asimismo tanto más importante que el libro haya sido publicado con la mayor sobriedad tipográfica. En una carta en que discute la aparición de la novela (mayo 7, 1907) ya se vé el rumbo que ahora toma el esteticismo de Quiroga: “Pienso también hacer edición amarilla, tipo francés común, y sin carátula, por lo tanto. Me he enfangado tanto antes en decadencias, bellos gestos y singularizaciones, que tengo horror a todo lo que pueda hacer creer en una de aquellas cosas.” El libro será editado con tapas blancas y sin dibujo alguno, en un afán todavía más extremo de sobriedad. Quiroga ya no tenía que seguir asustando a sus lectores con mujeres ojerosas y amarillas, como la que aparece en la carátula de Los arrecifes de coral. La sustancia verdaderamente explosiva estaba adentro.

Emir Rodríguez Monegal

NOTA. — La biografía de Delgado y Brignole a que me refiero en el texto fue publicada en Montevideo, 1939 Las cartas a José María Fernández Saldaña están recogidas en el volumen II de Cartas inéditas, de Quiroga, publicado por el Instituto Nacional de Investigaciones y Archivos Literarios, de Montevideo, 1959. La carta a Enrique Amorim es inédita y se custodia en el Departamento de Investigaciones de la Biblioteca Nacional de Montevideo.

Horacio Quiroga

Nació en la ciudad de Salto el 31 de diciembre de 1878, hijo de Prudencio Quiroga y de Pastora Forteza Cursó estudios primarios en la escuela Hiram y secundarios en el Instituto Politécnico de Salto, en la Universidad de Montevideo y en el Colegio Nacional de esta ciudad.

Vuelve a Salto, colabora en “La Reforma”, “La Revista Social” y “Gil Blas”. Funda y dirige en 1899 “La Revista de Salto”. En 1900 viaja a París. A su regreso a Montevideo funda “El Consistorio del Gay Saber” y obtiene el segundo premio en el Concurso promovido por el semanario “La Alborada”, con el cuento Sin razón pero cansado. Publica Los arrecifes de coral (Mont., “El Siglo Ilustrado”, 1901). En 1902 accidentalmente mata a su amigo Federico Ferrando. Se ausenta a Buenos Aires donde se dedica a la enseñanza. Acompaña a Leopoldo Lugones a San Ignacio (Misiones) en 1903. Escribe El crimen del otro (B. A., E. Spinelli, 1904). Va al Chaco a cultivar algodón, negocio que fracasa y regresa a Buenos Aires. Colabora en “Caras y Caretas”, reingresa en el magisterio, compra tierras en San Ignacio y da a conocer Historia de un amor turbio y Los perseguidos (B. A., Moen, 1908). Se casa con Ana María Cires en 1909. Es designado Juez de Paz y Oficial del Registro Civil en San Ignacio. Se dedica a diversas industrias y colabora además en varias revistas. En 1915 pierde a su esposa. Regresa a Buenos Aires y publica Cuentos de amor, de locura y de muerte (B. A., Mercatali, 1917), al tiempo que es nombrado Secretario – contador del consulado uruguayo. Da a las prensas Cuentos de la selva (B, A., Mercatali, 1918), El salvaje (B. A, Mercatali, 1920) y Las sacrificadas (B. A., Agencia General de Librería y Publicaciones, 1920). Edita Anaconda (B. A., Mercatali, 1921). Es designado Secretario de la Misión uruguaya al Brasil en 1922. Da a publicidad El desierto (B. A., Babel, 1924) y Los desterrados (B. A., Babel, 1926). Se vuelve a casar con María Elena Bravo, colabora en “El Hogar” y otras revistas y aparece Pasado amor (B. A., Babel, 1929). Consigue en 1931 su traslado a San Ignacio, pero el 15 de abril de 1934 se le declara cesante. Vive amargos momentos económicos, publica Más allá (Mont. -B. A, Porter, 1935) e inicia sus trámites jubilatorios. El Ministerio de Relaciones Exteriores le nombra Cónsul Honorario en San Ignacio. Sintiéndose enfermo viaja a Buenos Aires, se interna en el Hospital de Clínicas y convencido de que su mal es incurable, se suicida el 19 de febrero de 1937.

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