XXI
En el tren, Rohán volvió a evocar uno a uno los incidentes de esa noche. Sobre todas las cosas, sentíase satisfecho de Eglé. Veía siempre su expresión de sufrimiento y decisión final, a pesar de todo lo que él pudiera creer, cuando le dijo aquello, después que él la había querido sentar en las rodillas…
Y de pronto, con la instantaneidad del rayo, vio al otro queriendo hacer lo mismo, en el mismo banco… ¡He aquí por fin el verdadero motivo que la llevó a confiarse! ¡Esa coincidencia, ese mismo rugido masculino que tornaba a repetirse en el mismo banco, había provocado el sufrimiento de Eglé!
Como si lo hubieran empajado bruscamente por la espalda estando distraído, el corazón se le paró. Vio con una intensidad terrible a Eglé resistiendo, y al otro recogiéndola: “Sí, sí…” El cuadro se le fijaba casi hasta la alucinación. No veía nada del otro, ningún rasgo; pero sentía en él al hombre, al hombre ardido de deseo, asaltando… ¡A Eglé!… Sintió un odio brutal, odio tan impulsivo y a flor de animalidad, que fijando sin querer la vista en un pasajero de negro que veía de espaldas, tuvo la plena seguridad de matarlo, si hubiera sido el otro… Pero no seguridad de fría convicción adquirida en casa tras complicado raciocinio, sino el impulso que sentía en ese instante mismo, en los ojos y en los dedos; una certeza convulsiva en las manos al encarnar al otro en el sujeto — Veía a Eglé, besándolo como lo besaba a él, mirándolo como lo miraba a él, la sonrisa con una sola comisura…
Respiró violentamente porque sentía un ardiente empuje interno que le echaba la sangre afuera. Pero el banco volvía… volvía… No se veía ahora él sentado con Eglé: lo veía al otro… Y revivía todas sus situaciones de mayor cariño con su novia, pero ocupando la sombra maldita su lugar. Evocó sus más íntimos recuerdos — de detalles nimios, a veces — que le probaban fundamentalmente el amor de Eglé. Y veía en las mismas situaciones al otro con ella, las mismas circunstancias en que Eglé le decía ex-ac-ta-men-te lo que le había dicho a él, a Rohán…
Se daba cuenta de que se deslizaba por una pendiente de locura; pero no podía ni quería tampoco dominarse.
“Tuve que resistir”… El sabía qué quería decir esto; sabía lo que es atacar, la violencia arrolladora que hay en un novio, Y el otro había querido tentar a Eglé… jA ella, maldición!
La misma desgraciada frase de Eglé lo exasperaba:
“Tuve que hacer resistencia”… Eso suponía besos otorgados por Eglé… Volvía a detenerse bruscamente, con la sensación de estallar si continuaba evocando. La garganta, reseca, dolíale. Sentía él mismo el calor que irradiaba su cuerpo, y la cara le abrasaba. Cada cuadro sostenido suspendíale la respiración, hasta recobrarla violentamente al afrontar el límite de su tolerancia imaginativa.
Por fin llegó a Constitución y tomó el tranvía, momentáneamente aplacado; pero una vez inmóvil, el análisis recomenzó. Lo que dominaba en toda esa tortura era el odio al otro, el violento acceso de destrozar al que nos tocó a nuestra mujer. Y más fríamente, la seguridad adquirida en esos momentos de matar a su mujer el primer día que llegara a darle verdadero motivo de celos.
Comenzaba a apaciguarse. Lo que me amarga — decíase — no es que haya tenido novio, y que éste haya tratado de hacer lo que todos nosotros; sino el no habérmelo dicho antes. ¿Qué pudiera haberle respondido, si al principio de nuestra amistad me dice sencillamente que había tenido novio? Pero casualmente, y tarde ya, se le ocurre confesármelo en la forma más terrible y evocadora para un hombre…
Súbitamente evocó el rostro de Eglé, desesperada de verlo tan injusto: — “Mira: yo tuve un novio; y por la resistencia que hice”…
Rohán saboreó en toda su pureza la noble angustia de Eglé, al entregarle en esas palabras su modo entero de ser.
Una caricia de frescura calmante recorrió sus nervios doloridos. Comprendió plenamente la cantidad de amor honrado y de fe en su inteligencia que suponía esa confesión, después de lo que él había querido hacer. Y una nueva caricia, esta vez de dicha recuperada, suavizó su alma — . Vale mucho más de lo que yo creía — se dijo. No sé qué muchacha, repleta de besos desviados e hipocresías de amor, hubiera sido capaz de esa sinceridad…
Pero una sola palabra evocada lo precipitó de nuevo en el abismo. “Resistí”… ¡Sí, claro! Eso quería decir caricias insistentes del otro, cada vez más oprimidas…
La intensidad de la evocación fue tan incisiva, y tal el odio al otro retratado en su semblante, que un sujeto en quien Rohán tenía la vista fija sin darse cuenta de ello, lo miró de mal talante.
Sintióse por fin calmado. De toda esa horrible noche no veía ni sentía sino el doloroso valor de su novia, que le aseguraba en aquel sollozo de sinceridad, la paz inconmovible del porvenir. Pero, a punto de dormirse, arrobado por esta dicha, vio de repente al otro, vestido de negro, en su lugar. Quiso arrancarse a la alucinación, y no pudo conseguirlo; al otro era a quien besaba Eglé. Al otro era a quien miraba con los ojos entornados… Y en sus tres horas de insomnio recidivaron — más agudas y quemantes—, todas sus torturas de esa noche.
XXII
Cuando tres días más tarde Rohán fue a Lomas, mantuvo largo rato estrechada a Eglé sin pronunciar una palabra, como si en esos tres siglos de infierno hubiera perdido la noción de su existencia real.
En esos tres días, lo único que lo había consolado era la seguridad de que estando con ella, sintiéndola suya, olvidaría todo. En ese instante era de él, toda de él, únicamente suya. Cuando de pronto, al sentir la mano de Eglé sobre su cabeza, vio nítidamente al otro en su lugar, en otra circunstancia idéntica a la actual.
Se apartó bruscamente y comenzó a pasear. Sintió, más que vio, la desolación de su novia inmóvil, y vio de nuevo al otro, caminando una cierta vez como él caminaba ahora, y a Eglé, la misma Eglé que quería calmarlo como a él en ese instante…
— ¡Pero qué tienes! — gimió Eglé.
¡Exactamente eso había dicho al otro!
— ¡Déjame! — clamó, arrancándose violentamente —. ¿No ves que me vuelvo loco?
Y, efectivamente, temía volverse loco si esa atroz pesadilla continuaba. Todo: el salón, su dolor, el silencio agravado por el tenue silbido del gas, toda esa situación había sido ya vivida por el otro…
Dejóse caer al lado de ella, los codos sobre las rodillas, y se cubrió la cara con las manos.
Eso mismo había hecho el otro… Sintió el brazo de Eglé alrededor de su cuello.
— ¡No, por favor! — clamó de nuevo levantándose —. ¡No me digas, no me hagas nada!
Con un violento esfuerzo pudo detenerse en esa pendiente de locura, y fue por fin exhausto a hundir la cabeza en el pecho de su novia.
— ¡Pero dime! ¡Dime qué tienes! — gimió ella.
— No me veo a mí… — murmuró él.
Eglé no oyó bien.
— ¿Qué?…
— No me veo a tu lado; veo al otro…
Ella lo estrechó con hondo amor y compasión.
— Si me conocieras más — dijo — comprenderías qué distinto fue aquello de esto…! del amor que te tengo a tí!… Yo era muy chica… Papá se empeñó…
— ¡No, no me digas nada! No quiero saber una palabra… ¡Si no me importa que lo hayas querido! ¡Lo que no quiero es que te haya tocado!
Eglé, sin responderle, levantóle a la fuerza la cabeza, y le tendió los brazos y la boca con un estremecimiento tal, que fue para Rohán lo que el primer soplo con olor a tierra mojada en una asfixiante depresión de tempestad. Y ella:
— ¡No te figuras, no te imaginas cuánto te quiero!…
Y él:
— ¡Y tú no sabes qué necesidad tengo de que me quieras!
En ningún otro momento Rohán habría lanzado esa exclamación. Pero ahora la sentía de tal modo, había surgido con tal atormentada sinceridad de su alma, que los ojos de Eglé se nublaron también de lágrimas.
— ¡Y pensar — meditó él dolorosamente en voz alta — que he necesitado de todo este infierno para apreciar cuánto te quiero!…
XXIII
Al día siguiente se levantó Rohán con el espíritu tranquilo. Cuando dijo a Eglé, la noche anterior, que había necesitado todo aquel infierno para darse cuenta de cuánto la quería, no había hecho sino expresar ese sentimiento en la misma forma con que él se lo había dicho a sí mismo. Sus torturas habíanse caracterizado, como es natural, por súbitos saltos de odio a amor, y viceversa; y esto con la rapidez y la falta de transición que conocen bien las personas que han visitado, por dos segundos siquiera, el infierno de los celos. Había comprobado, a expensas de sus torturas, que amaba a Eglé mucho más de lo que él se imaginaba.
— ¡Y no haberme dado cuenta antes de cuánto la quiero! ¡Yo que le decía que fuera tranquilamente a bailar!…
En resumen, como tras una pesadilla que rememoramos después en todos sus detalles para apreciar más la dicha real, gozaba retropensando. Recordó entonces aquella ocasión en que al preguntar por curiosidad a su novia si alguna vez había querido, Eglé había respondido: “Una vez creí… Pero ahora que te quiero a ti, veo que me equivocaba”…
Rohán quedó frío. Era el otro, sin duda… ¿Por qué Eglé no le había dicho entonces que había tenido novio?
El veneno había entrado ya. Evocó en un segundo todas sus certidumbres de la honradez de su novia compradas tras días de martirio, y ni una siquiera resistió a esta pregunta: — ¿Por qué me ocultó que había tenido novio? La primera forma: — ¿Por qué no me dijo, — hubiera pasado sin morderlo; pero por qué me ocultó, sobraba para aguzar hasta la raíz los colmillos de sus celos.
Recomenzó el ciclo de dudas, comprendiendo que por mucho tiempo no recuperaría su confianza en Eglé, él que no había soñado siquiera en averiguar qué había hecho ella durante sus ocho años de ausencia, por creerla incapaz de engañarlo. Y, sin embargo, le había ocultado… ¿Pero por qué, por qué motivo lo había ocultado?
Con esa terrible esencia de los celos de arrastrarnos a las probabilidades mínimas, a los raciocinios de excepción, por los cuales una mirada distraída de nuestra mujer a un individuo que está en el palco vecino, basta para hacernos dudar brutalmente de diez años de amor y cuatro hijos, Rohán encontraba ahora en los menores detalles de su amistad en la casa, una prueba de la constante preocupación de Eglé y de toda la familia para que él no supiera aquello. Pero ¿por qué? ¿Qué había pasado allí para ocultárselo de ese modo?…
Su inteligencia le advertía muy claro que no era ése el modo de raciocinar; pero su amor hiperestesiado y pervertido por los celos, le pedía a gritos raciocinios de esa especie. Su claro juicio le afirmaba: — Eglé no me lo dijo al principio, únicamente por motivos de seducción en las luchas de amor: no haber querido nunca es un encanto más. Más tarde no tuvo valor para decírmelo, temiendo el disgusto que me daría. ¿Cómo exigir más violencia de sinceridad de un alma femenina?
Pero la perversión deductiva desviaba a tal punto las menores palabras sueltas y silencios recordados, que se enfangaba en las más abominables suposiciones donde rodaban Eglé, Mercedes, la madre, hasta detenerse con un resoplido en ese vértigo de lodo.
En sus momentos de mayor odio a Eglé, había creído hallar un derivativo evocando a su hermana. El recuerdo de Mercedes, que en otras ocasiones lo excitaba siempre, disgustábale ahora. Mejor dicho, le daba asco. Lo cual no hacía sino reafirmarlo en la convicción de que amaba a Eglé muchísimo más de lo que él suponía.
Fue a Lomas en este estado de ánimo.
Como en esos días últimos, su novia lo miró con dolorosa atención al ir a su encuentro. Al ver sus ojos no tuvo duda de que otra noche de angustia la esperaba, Rohán, contraído, le puso por toda caricia la mano en el cuello.
— Necesito hablar contigo. Quedémonos aquí… Dime: ¿Por qué no-me-di-jis-te que habías tenido novio?
Eglé, helada:
— Ya te dije la otra noche.
— No me dijiste nada.
— Sí… Quise siempre decírtelo, desde la primera noche; pero no tuve valor…
— Perfectamente. Pero ¿por qué no-te-ní-as-valor?
Acentuó tanto la atormentada duda, que Eglé irguió la cabeza y lo miró desesperada de tanta insistente tortura. Echó el brazo atrás buscando el banco y se dejó caer con la cara entre las manos.
— Sin embargo, eso no es respuesta — insistió él —. Dime esto, nada más: ¿Por-qué-no-tu-vis-te-valor para decírmelo?
— ¡No, por favor!… — gimió Eglé, volviéndose al otro lado. Pero Rohán tenía tras él tres días de emponzoñada amargura, y cada noble evasiva de Eglé era una nueva inyección de veneno en la herida emponzoñada.
— ¡Eso no es responder! ¡No es!… ¡Qué diablos! ¡Cuando uno compra una cosa, tiene el derecho de saber si ha sido usada o no!
— ¡Oh! — exclamó Eglé —, echándose de brazos sobre el respaldo del banco. Bruscamente Rohán se dio cuenta de su brutalidad, y comenzó a pasearse henchido de rabia. “La he herido horriblemente… — se decía —. Si ha sido usada… ”Y al percibir nítidamente que era a ella, su Eglé pura y adorada, a quien concluía de insultar así, la violenta reacción lo echó a los pies de su novia.
— Eglé… Mi alma… Perdón… Perdóname…
Al atraerla sintió en sus manos los senos de Eglé, y este contacto acrecentó en ese instante la pureza de su ternura.
— Mi vida… perdón… Mi Eglé…
Eglé cedió al fin, aunque manteniendo los ojos cerrados. Temblaba en un escalofrío constante. Rohán levantóle a la fuerza la frente, y la besó con apasionada, honda y grave pasión. Eglé contenía los sollozos a duras penas y Rohán sentía sus mejillas mojadas. Y el pensamiento de que esas lágrimas eran provocadas por él — un miserable — ceñíale la garganta en un nudo de enloquecedora piedad. Tanto dijo e hizo, que al fin Eglé sonrió.
— ¡Que no vuelva esto!…
— ¡No, jamás! Hacerte sufrir así… — Y adorándose a través de sus ojos húmedos, concluyeron en una rendida dicha de cabezas recostadas. Pero, a pesar de ello, Eglé había sufrido demasiado para no quedar agotada por el resto de la noche.
XXIV
Ese día Rohán salió a las cuatro del Ministerio. Sonreía solo al suponer la dicha de Eglé viéndolo llegar así, todo amor y sana paz, ella que vivía pensando angustiada en los ojos que tendría Rohán al llegar, pues ellos le daban en seguida la norma de su estado. En efecto, halló la inquietud prevista; y aún más, notó cambiada a Eglé: la boca sin gracia, el labio superior amarillento, y las pestañas de sus ojos azules agrupadas desigualmente.
— ¡Mi amor!… ¿Has estado llorando?
Eglé, con una débil y fatigada sonrisa, se recostó a él.
— No… Esta tarde… No sé lo que tenía… ¡Tenía tanto miedo de que llegaras mal! ¡Pero nunca, nunca más, ¿verdad?
— ¡No, nunca nunca! ¡Ya se acabó todo!
— Hace un momento pensaba: Jamás podremos ser felices… Hoy va a llegar como el otro día, peor aún — se estrechó a él —. Y si vieras lo que sufro después, cuando te vas… ¡Pero nunca más, ¿no? No podría vivir así…
— Sí, y seremos felices, ¡muy felices!
Subieron luego al salón y Eglé tocó el piano, bajo cuya influencia Rohán sabía bien que sus esperanzas reconquistadas lo llevarían a un definitivo porvenir de profunda felicidad conyugal. Después de comer bajaron de nuevo al jardín. Las horas pasaban, repitiéndose las mismas cosas que para su dicha tenían siempre inesperada novedad.
Desde el incidente del banco, los leones de Rohán no habían rugido. Temía excesivamente hallar en el jardín el lejano eco de antes, y la cicatrización de sus heridas era demasiado reciente para reabrirlas con el bramido rival. Pero esa noche, después de cinco horas de novia, sus leones rompieron la cadena al fin. Con violento esfuerzo consiguió, sin embargo, retirar la boca, los brazos, pero haciendo dar a Eglé del hombro — en desahogo de crispado cariño — una violenta vuelta sobre sí misma. Atrájola acto continuo, y al hacerlo creyó notar en los ojos de Eglé un velo de tristeza, como ante una pasada situación dolorosa de que no queremos acordarnos.
Súbitamente Rohán sintió al otro en la mirada de Eglé. ¡También él había hecho eso mismo! Quedó inmóvil, pero ya Eglé había notado sus ojos cambiados y le echaba los brazos al cuello. Rohán la contuvo.
— ¿Sabes lo que es curioso? — exclamó —. Esto: que la menor caricia mía tiene el hermoso don de hacerte acordar del otro!
— ¡Oh, no! ¡Te juro que no! — le echó Eglé los brazos consternada.
— ¡Como sea! ¡Es de lo más encantador para un novio!
Ella tendió las manos a él.
— ¡No! — la detuvo Rohán, sujetándole las muñecas —. ¡Basta por hoy!
Todo el tormento infamante había retornado, y comprendió que le sería imposible quedarse un momento más.
— Me voy… — se volvió a ella —. ¿Quieres traerme el sombrero? Diles que pierdo el tren.
Caminaron hacia la verja, sin hablar, y Eglé le devolvía muerta su rápido beso.
XXV
Apenas a la tarde siguiente se calmó Rohán. Pero entonces dióse cuenta clara de su proceder. Cada noche de visita había sido un repetido tormento para Eglé; y lo que era más espantoso, siempre, siempre tomando por blanco de bajas dudas la honradez de su novia, arrastrándola por la fuerza a que palpara con él todo lo que es posible pensar de una novia cuando se tiene celos…
Llegaba la reacción. La maldita pesadilla de ver constantemente a Eglé con el otro en situaciones idénticas a las suyas, iba ya perdiendo su ciega facultad de tormento, en fuerza de analizar un millón de veces su esencia. La noche anterior había tornado, es verdad; pero ahora que se hallaba bien, sentía imposible una recaída. Dominábale sobre todo un gran deseo de hacerse perdonar por Eglé.
De pronto acordóse, como de una cosa muy lejana, de sus sondajes y pozos artesianos. ¡Pobres mis mechas! — murmuró sonriendo —. Y pensó en los bellos trabajos que haría un día — ella a su lado —, pero no a la manera de antes, cuando la conocía únicamente en la sala, sino ahora que había adquirido, tras ruda prueba, la seguridad de su modo de ser.
Retiróse muy temprano del Ministerio y voló a Constitución, tomando el tren de las tres y cuarenta y cuatro. Como era temprano y Eglé no lo esperaba aún, bajó en Bánfield y prosiguió a Lomas a pie, despacio y feliz. Y al evocar a Eglé, acercándose a él — la mirada angustiada de temor como siempre —, su certeza de paz final liquidóse en extrema ternura.
Eglé concluía de vestirse cuando llegó y tuvo que esperar cinco largos minutos, tal vez un poco desilusionado por no haberla visto salir a su encuentro. Por fin entró su novia, y Rohán, que iba hacia ella, se detuvo inmóvil ante su semblante.
— ¿Qué tienes? — le preguntó.
— Nada — repuso Eglé. Su voz era clara, pero no tenía entonación alguna.
Rohán la miró fijamente y tuvo la intuición desolada de que todo había concluido. Se sentó a pesar de todo; pero como la joven no se movía, Rohán se puso otra vez de pie.
— ¿Qué tienes? — volvió él a murmurar.
— Nada — repitió Eglé.
Rohán dio entonces dos pasos y se detuvo a su frente:
— ¿Quieres que rompamos?…
Ella no respondió.
— Podías habérmelo dicho antes — murmuró Rohán, yendo a coger su sombrero.
— Mira — le dijo Eglé, con la voz rota de embargo —: Yo creo que no podremos ser felices así… Mejor es que dejemos…
— Como quieras… Pero te juro — agregó deteniéndose — que te he querido como tú no te imaginas…
Te he querido… Luego la ruptura estaba hecha ya. Eglé se dejó caer sobre el taburete, muerta.
— No… Mejor es concluir…
Rohán salió, sin ver a la madre ni a Mercedes, discretamente disimuladas. Miró las plantas conocidísimas, la manga abandonada sobre el césped, el banco en que ella había estado sentada sola ocho días antes. Se acabó… Se acabó… ¡Ya nunca más! ¡Nunca más Eglé lo miraría como antes! ¡Nunca más diría: mi Eglé!… ¡Ya nunca, nunca más tendría el don de verla sufrir por un solo gesto suyo!… ¡Y hoy, cómo la quería! ¡Hoy, que estaba dispuesto a adorarla para siempre, haberla perdido!
¡Te he perdido, mi alma, Eglé mía! — murmuraba, llorándose a sí mismo con la voz. Imaginó a Eglé, echándose de brazos en el piano apenas él se fuera, desolada en sus tres meses de esperanzas concluidas con la ida de Rohán. Jamás volvería ella tampoco a oírlo: — ¡Mi Eglé, mi vida!…
Tuvo un desesperado impulso de regresar. ¡Sí, Eglé lo quería a pesar de todo! Y cuanto más lo comprendía, más comparaba la felicidad que pudo haber tenido con su desolación actual. Llegó a detenerse en una esquina, titubeando. Pero se contuvo y siguió hacia la estación.
— Mi destino de siempre… — murmuró amargamente —. Darme cuenta del valor de lo que tengo cuando ya lo he perdido.
Subió en el tren que llegaba, dueño otra vez de sí. Nunca más volvería. Al partir el convoy miró por última vez los arriates, las araucarias, la verja, como miramos al emprender un largo viaje las casas en que jamás nos fijamos, pero que sabemos están en adelante ligadas para siempre al recuerdo del lugar donde amamos y sufrimos por largos años.
***
Rohán se restregó los ojos — la vista un poco irritada —, y miró el paisaje. Salían de Victoria y dentro de un momento llegaría a San Fernando. Había evocado sus recuerdos con tal intensidad que se sentía aún oprimido. ¡Cinco años transcurridos!… — le dijo —. Creería que han pasado cien…
Iba a verla. Se dio también cuenta de que no había pensado una sola vez en ir a ver a Eglé Elizalde, o simplemente a Eglé, sino a verla. Efecto de costumbre — pensó —. Pero a despecho de esa costumbre, sintió en el estómago esa característica angustia que provoca la emoción de la espera. Dio su nombre a la sirvienta; pero como ésta no pareciera haber descifrado poco ni mucho su apellido, el visitante se encogió ligeramente de hombros y extendió su tarjeta. Una puerta se abrió en el vestíbulo.
— ¿Quién es? — preguntó impaciente una voz.
Mercedes… — se dijo Rohán —. Quisiera ver el gesto que hace…
Un momento después se le hacía pasar a la sala.
La sala estaba fría y desierta y olía a fresco barniz de muebles. Bien puesta, pero con una limpieza y orden excesivos, como sala costosa de gente no rica que la mantiene cerrada para que no se deteriore. A excepción de una vitrina y dos o tres pinturas de Mercedes, todo lo demás era nuevo para Rohán. Al cabo de un cuarto de hora la puerta se abrió y Mercedes avanzó, ostensiblemente incierta sobre la recepción que debía hacer a su ex-amigo. Pero al ver la sonrisa de Rohán, Mercedes le extendió muy franca sus dos manos.
— ¡Qué gusto nos da!… ¡Cuánto tiempo!
— Sí, mucho… He querido venir varias veces, y siempre una cosa u otra… Suponía — como supongo aún —, que mi visita no…
— ¡Qué ocurrencia!… ¿Por qué? ¿Nunca más nos hemos visto, verdad? — preguntó.
— Nunca. Es decir, ayer las vi a usted y a Eglé.
— ¿Sí?… No lo vimos…
La puerta tornó a abrirse y entró la madre. Apenas vio Rohán su aire lento y grave, comprendió que la señora esperaba ante todo que la condoliera por la pérdida irreparable que había sufrido… Así lo hizo Rohán, y la dama suspiró.
— ¡En fin!… ¡Pero qué grata sorpresa, Rohán!
— He tenido muchísimo gusto… Acabo de decir a Mercedes que temía…
— ¡Oh! ¡Cállese, por favor! Usted no tenía que temer nada. Bien sabe el cariño con que lo hemos recibido siempre en casa… Siempre nos extrañábamos… con Elizalde — sus ojos se apartaron un momento — de que usted, por su disgusto con Eglé, no hubiera vuelto más a vernos.
— Yo también, le juro… Pero poco después me fui al campo, y al principio estaba aún algo sensible.
La madre lo miró sonriendo y sacudiendo la cabeza.
— ¡Qué muchachos!… — Y agregó seria:
— Supimos no sé por quién, que su papá había muerto…
— Sí, señora; hace ya casi cinco años.
— ¿Y usted vive allá? Eso sabíamos.
Y agregó con sencilla curiosidad:
— ¿Quedaron ustedes en buena posición?
— Sí, soy hijo único… ¿No tendría el gusto de ver a Eglé?
— ¡Oh, no faltaba más, Rohán! ¡Mercedes! Anda a ver qué hace tu hermana. — Y volviendo la cabeza a medias a Rohán, añadió:
— Dile que está bien como está… ¡ Que no se arregle tanto!
Rohán sonrió también al recuerdo, y un momento después entraba Eglé. Contra lo que esperaba, sólo sintió al mirarla gran curiosidad. Había gastado toda la emoción que pudiera haber sentido, reviviéndola una hora antes. Eglé lo saludó con perfecta naturalidad. Dijéronse: — ¿Cómo le va? — a un tiempo, y se sentaron, mirándose con franca sonrisa.
— Está igual — rompió Eglé después de un instante de curiosa atención —. No ha cambiado nada.
Eglé tampoco había cambiado; pero sus cinco años más se conocían claro en la acentuación de los rasgos, y sobre todo en su tranquilo dominio para mirar.
— ¿Hacía mucho que no lo veías? — se volvió la madre a Eglé.
— Sí, mucho. — Volvieron a mirarse sonriendo —. Rohán continuó:
— No sabía que vivieran en San Fernando…
— Sí, hace ocho meses… Poco después de morir papá.
Durante media hora la conversación prosiguió muy cordial.
— ¡Mercedes!… ¿Una taza de café, Rohán? — recordó la madre —. ¿Y su estómago? — se rió.
— Bien, no siento nada ya… Sí, café.
Mercedes tornó a salir y al rato la madre se levantó.
— ¿Me permite, Rohán? Desconfío mucho de la habilidad de mi hija…
Rohán y Eglé quedaron solos. Rohán rompió, muy cordial:
— ¿Quién nos hubiera dicho, verdad? Volver a vernos a los cinco años…
Eglé se sonrió.
— ¡Cierto!… Yo creía que nunca más nos veríamos…
Pero es peligroso jugar con los pretéritos.
Yo creía. Eso era antes, cuando iba a Lomas… Otra vez se hallaba ante ella, su Eglé… El posesivo le evocó de nuevo la tarde final en que salió desesperado de la quinta, amargándose la boca con ese mismo su Eglé, que ya nunca más podía decir. Recordó tan vivamente su dolor de entonces, que la tranquilidad actual le echó del pecho en un suspiro de desahogo afectuoso:
— ¡Cuánto la he querido!
Eglé lo miró de costado, devolviéndole su sonrisa.
— ¡No fue usted solo, me parece!…
Apartó la vista y Rohán la observó rápida y atentamente. Era ella, sin duda; la misma boca, el mismo firme seno, las mismas cejas que se levantaban de cariñosa extrañeza. Pero la mirada… La mirada era otra; no cambiada en esencia, pero sí revelando claramente en su aplomo que los cinco años de experiencia no habían pasado impunemente.
Sabe muchas más cosas que antes… — pensó Rohán —. Pero ella:
— ¿Usted se fue en seguida al campo, no?
— Sí. Poco después, cuando salí del Ministerio…
— Y un súbito recuerdo le hizo exclamar jovialmente:
— ¿Se acuerda de los pozos artesianos?
Eglé se rió.
— Me acuerdo. Esta mañana, por casualidad, me acordé también de una cosa.
—¿Qué?
— Cuando yo era chica, lo que usted me dijo en la calle una vez.
— Sí, ya habíamos empezado… — murmuró él —. Hace trece años…
Pero el café llegaba, y poco después Rohán quedaba solo con la madre.
— ¿Cómo la halla a Eglé?
— Igual… No ha cambiado nada.
La señora parecía ahora abismada.
— Usted no se figura cuánto lo ha querido Eglé — agregó triste y gravemente.
— Lo mismo le dije a su hija cuando le parecí demasiado difícil — pensó Rohán. Pero la señora insistía:
— Creo que nunca más volverá Eglé a querer a nadie como lo quiso a usted…
— ¡No fui yo quien rompió, sin embargo! — exclamó Rohán. La madre sacudió la cabeza con cariñosa lástima.
— ¡Hablar así a su edad, Rohán!… ¡Eran cosas de Eglé! ¿Qué juicio quiere usted que tenga una chica a los diecisiete años?
Esperó respuesta, en vano.
— Dígame, Rohán… Si en vez de pasar eso antes, hubiera pasado ahora, ¡serían ustedes muy felices, se
lo aseguro!
— Lo creo — sonrió Rohán con amargura —. Pero han pasado cinco años.
Por tercera vez la madre alzó a él sus ojos de compasiva y protectora experiencia.
— ¡Qué muchachos!…
— ¿Estas iniciales? — preguntó Rohán, que acababa de notar cuatro letras: A. M. y E. E. grabadas en un caracol de montaña con el que jugaba distraído.
— Son de Eglé, de Córdoba — repuso la madre con negligente sonrisa —. Es un recuerdo… No sé cómo está aquí… Tuvo amores con él; pero estoy segura de que nunca lo quiso…
Lo que la madre no recordaba en su insinuante filosofía, había costado a Rohán muchas alucinaciones de jardines y bancos para olvidarse de que no era él ese primer amor.
Las dos hermanas salían ya, y Rohán se despidió.
— Lo que es esta vez — le dijo la madre con solemne cariño, tomándole las dos manos —, ¡júreme venir a vernos a menudo! Usted no sabe cuántas veces nos hemos acordado de usted! ¿Lo promete?… ¿Conoce bien el camino? ¡Eglé! Acompáñalo hasta la esquina…
Rohán prometió volver. Pero estaba seguro de lo contrario. Llegó a tiempo a la estación y subió en el tren, con mortal frío en el alma. No cabía duda; su fortuna atraía ahora inmensamente a la madre, y Eglé tenía ya veintidós años y no quería quedar soltera… Recordó a su Eglé de antes, tan joven, y su sinceridad esencial sacudida por el amor, que hubiera hecho de ella una admirable mujer. Ahora era tarde, Por su parte él tenía treinta y tres años, y se hallaba completamente tranquilo de espíritu, trabajando en paz.
Destemplado por el atardecer hundióse en su rincón, y evocó las dos horas pasadas, página final de una historia cuya amargura no quería por nada volver a vivir. Mientras miraba por la ventanilla, en el crepúsculo frío, las flores heladas de cardo que se desmenuzaban volando al paso del tren, recordó la vieja balada:
“Cuando la tierra se enfermó, el cielo se puso gris y los bosques se pudrieron por la lluvia, el hombre muerto volvió, una tarde de otoño, a ver de nuevo lo que había amado.”
No, no… Había comprado muy cara su felicidad actual para desear perderla.
Arrellanóse bien en el asiento y suspiró de satisfacción, pensando que dos días después estaría tranquilo en la estancia.
FIN