Pasado amor

VI

Durante una semana Morán no salió de su casa. Aprovechó las noches frías para poner orden en el sector industrial de su taller, cuyos frascos sin rótulo y tarros desecados por dos veranos continuos no concluían nunca de recuperar su sitio correspondiente. Decidióse al fin a ir a ver a Ekdal, el naturalista, de quien ya había tenido algún informe en Buenos Aires.

Hallólo ubicado en pleno monte, bien que la distancia desde su casa a bar de las ruinas no pasara de una cuadra. Alguien había hecho levantar ahí un rancho-chalet, lujoso, si se consideran las construcciones de ese tipo en el lugar.

Allí se había instalado Ekdal con su esposa, joven como él, y de quien sabemos ya que usaba stromboot para los caminos y montaba como hombre.

Eran noruegos, y a ambos parecíales Misiones el país ideal para vivir. De las tres piecitas del rancho, una les servía de living-room, la otra de dormitorio, y la tercera, más pequeña aún que las otras, la ocupaban el laboratorio y el cuarto de baño, mitad por mitad.

Físicamente, el naturalista personificaba al noruego clásico, muy alto, muy rubio y con mirada infantil. Pero su mujer, Inés, tenía la tez mate y el cabello y los ojos negros. Hacía una curiosa impresión oír hablar alegremente en noruego a aquella joven de tipo cálido.

A la media hora de estar con ellos, Morán agradecía al destino el haber llevado a Ekdal a Iviraromí. Nada atraía tanto a Morán como la ingenuidad —en la mujer, desde luego—, pero muchísimo más en el hombre. Ekdal, por bajo de una vasta cultura, era la ingenuidad misma. Cuanto tenía Morán de hosco e impenetrable para el común de las gentes, se desvanecía ante un alma así, entregando él a su vez la dosis de candor infantil que guardaba celosamente bajo su duro aspecto.

Como a Morán interesaban las ciencias naturales, agregóse esta similitud de gustos a las afinidades morales ya mutuamente descubiertas desde las primeras miradas. Y Morán se volvió a su casa a través de la noche fría y clara, prometiéndose no desperdiciar aquella ocasión de aprender algo de lo muchísimo que ignoraba.

VII

De hecho, la amistad de Morán y los Ekdal quedaba sellada desde el instante de conocerse. Morán pasó de día largas horas entre los pensionistas zoológicos de todo orden, género y especie que entretenía Ekdal, y de noche pasaron largas horas de charla a la luz del alcohol carburado.

Naturalmente, la influencia de la yerba mate alcanzaba hasta allí, y el mismo Ekdal, aunque zoólogo, había prestado atención a su cultivo.

Enteró así a Morán de una aventura acaecida con los Iñíguez en la plantación de éstos, hacía varios meses.
Hablando una tarde con el mayor de los Iñíguez, expuso Ekdal la posibilidad de que un día u otro los grandes almácigos de yerba, entre los cuales se hallaban en ese momento, se vieran atacados por una plaga no anunciada aún, pero cuyos perjuicios serían incalculables.

—¿Por qué habíamos de tener esa plaga? —repuso Pablo—. Estos almacigos están perfectamente sanos.

—Porque ésa es la ley natural cuando se hacinan elementos orgánicos en desproporción con su régimen de vida. Yo creo que ustedes deberían prevenirla.

—¡Ah, sí! ¿Y cómo?

—No podría decirlo, pero ciertamente del mismo modo como se previenen estas cosas… Cultivos de casos aislados, análisis en el laboratorio, etcétera.

—Y costaría eso una punta de pesos, desde luego.

—Sí, indudablemente.

—¿Y para prevenir una plaga que no tenemos ni por asomo, vamos a gastarnos cuatro, ocho o diez mil pesos en químicos y…?

Iba a decir: naturalistas.

Pero se contuvo con una carcajada.

—¡No me haga reír! Yo he conocido en mi tierra infinidad de ingenieros agrónomos con la cartera llena de tubos de ensayo, que no sabían plantar una cebolla.

—A veces —dijo Ekdal tranquilo—, se suele ver hombres así…

Y sin hablar más del asunto prosiguió su marcha con Pablo Iñíguez a la penumbra de los grandes ombráculos que mantenían humedad constante sobre dos hectáreas de almácigos de yerba mate.

Una noche, más o menos un mes después de esto, el mismo Pablo detuvo su caballo ante el chalet de Ekdal, a pedirle un remedio para ciertas manchas de hongos, que habían aparecido en los almacigos. Ekdal le dijo que la cal solía prestar algunos servicios en el tratamiento de los hongos. Pablo se retiró, visiblemente satisfecho del poco costo del remedio… y del de la consulta.

—¿Y sabe usted lo que pasó? — concluyó Ekdal—. Que Pablo roció las manchas de los almacigos, y buena parte de su contorno, con cal, como se lo había aconsejado yo… pero cal viva. ¡Cal viva sobre plantitas de cuatro días!

Y Moran se rió a su vez de buena gana, con la satisfacción de siempre cada vez que los Iñíguez fracasaban ante fenómenos superiores a su seca y árida inteligencia. Contratar peones por dos cucharadas de grasa rancia y exigirles el máximo trabajo: éste era el fuerte de los muchachos.

—Todos ellos son iguales —apoyó Inés levantando su bella frente realzada por dos ondas de cabello de ébano que lograba mantener siempre húmedos—. Si no fuera por Magdalena, no se podría ver a esa gente. Es la única que vale.

—Tengo esa impresión —dijo Morán.

—Pero usted los conocía de antes; puede juzgarlos mejor que nosotros.

—A ellos, sí. Magdalena era una criatura cuando me fui, y apenas había cambiado con ella diez palabras.

—Ella lo recuerda mucho, sin embargo.

—Puede ser. Pienso de ella como ustedes.

—No sólo como nosotros; todos tienen aquí la misma opinión.

VIII

Si no todos, opinaban como los Ekdal las tres o cuatro personas con quienes charló Morán en los días sucesivos. En Iviraromí no se hablaba de lo que fuere, sin que el nombre de los Iñíguez saltara en seguida.

—Todos están cortados por la misma tijera —decía el uno—; madre, hijos e hija. Es inexplicable cómo Magdalena ha salido del mismo huevo que esos aguiluchos de rapiña.

—La menor ha condensado —decía el otro— todo lo bueno que normalmente debía haberse repartido entre los cinco miembros de la familia. El resto es de ellos.

Esta impresión sobre la menor de los Iñíguez surgía también del seno de las gentes humildes.

—¡Buenita que es! —Decía una excelente vieja, a quien Morán había ido a consultar sobre las variedades de mandioca—. ¡Corazón de oro, te digo! Todos los demás son hijos del diablo. ¡Ella es mi paloma, don Morán!

Morán, pues, se hallaba suficientemente edificado sobre la opinión del país acerca de Magdalena, cuando después de larga ausencia se presentó una noche a cenar, en momentos que la familia concluía de hacerlo. Morán quiso disculparse de la hora, por la circunstancia de volver a caballo, y sin reloj, de la confluencia del Isondú. La noche lo había sorprendido.

—Pues usted se sienta aquí —dijo la señora—. Y en penitencia va a comer mal. ¡Vea usted que perderse de casa de este modo! Y tú, Magdalena, hija mía, ve a la cocina y hazle servir lo que puedas.

Magdalena salió corriendo a transmitir las órdenes maternas. La sirvienta puso el cubierto; pero quien sirvió a Morán fue Magdalena.

—¿No le causo demasiada molestia? —dijo Morán levantando los ojos a ella.

—Ninguna —repuso la joven—. Siento gran placer en hacerlo.

Sostuvo francamente la mirada que la interrogaba, y Morán sonrió.

—Oye, hija mía —dijo la señora—, sabes tú que Morán pagará con creces lo que tú haces por él. Morán: hemos pensado en usted para que le haga recordar a mi Magdalena el inglés que ya casi ha olvidado. ¡Es tan haraganica!

—Yo no soy haragana, mamá —se rió la joven, mientras esperaba sin prisa a que Morán concluyera su plato, hamacándose en un sillón.

—No, no lo eres; pero ¿por qué no quieres repasar tus libros de inglés? Es lo que siempre he dicho: ojalá mi Magdalenita se case con un hombre que no le hable sino en inglés…

Morán, que ya iba a ofrecer sus servicios de profesor, se contuvo.

—Mas, ya hablaremos de eso, Morán —concluyó la señora—. Ahora estamos muy atareados con la llegada de mi Pablo y su mujer. ¡Y las ganicas que tengo de abrazarlos! Ella es sobrina nuestra, sabrá usted. Perdió de muy pequeña a su madre y a su hermanita en un terremoto. ¡Qué espantoso aquello, Morán! Murió la pobre abrazada a su infantico debajo de la cuna, adonde había rodado con el remezón. ¡Y sin bautizar la criatura, mi Dios!

—No te aflijas, mamá —dijo Magdalena con gravedad—. Está con los ángeles.

Morán volvió los ojos a ella. Aunque conocía el espíritu religioso de los Iñíguez, ciego, cerrado y conventual en la madre, no creía que una chica de esta época llevara tan lejos y tan hacia atrás del tiempo su fe católica. El tono seguro de Magdalena lo había sorprendido.

—¿Usted cree en los ángeles? —le preguntó.

—Sí, creo —repuso la joven.

Morán hubiera querido continuar, pero en esos instantes entraban Marta y Salvador, que habían ido por media hora a lo de Ekdal. Poco después Morán se retiraba, dejando la promesa de que volvería muy pronto a prestar su ayuda en la organización de los festejos a Pablo y su mujer.

IX

Pero Morán tenía un problema más serio a resolver consigo mismo.

Hasta ese instante, y conforme lo hemos dejado ver en este relato de una época de su vida, Morán no había querido detenerse a analizar la impresión que sobre él había hecho la menor de las Iñíguez. Debía decidirse, sin embargo. La imagen de Magdalena subía a su memoria con una frecuencia que, sin llegar a interrumpir el vaivén habitual de su vida, lo acompañaba en todos sus trabajos.

La comprobación más nítida de Morán acerca de aquella familia era la de que Magdalena pertenecía a una raza aparte. Inés Ekdal, los plantadores informantes, la vieja de las mandiocas, todos habían estado en lo cierto: Magdalena llevaba el nombre y la sangre de los Iñíguez por una ironía del destino.

Fuera de esto, la impresión más viva de Morán surgía al recuerdo de los ojos de Magdalena, de una hermosura y terciopelo sin par. Pero era en el modo de fijarlos, en su expresión intensa de espera y destino aún no encontrado, donde residía su misteriosa atracción.

—Destino no hallado aún… Ésta es la palabra —decía Morán, mientras taladraba un poste del alambrado—. Una Iñíguez no difunde a su paso ese aroma de bondad ni mira de ese modo, para que su destino se haya detenido allí…

Morán recordó entonces —revivió como si no hubieran pasado desde aquella tarde mil años—, la inacabable fijeza con que Magdalena contempló a su mujer tendida en el catre, cuando el día antes de su muerte Morán la llevó afuera a respirar. Y la expresión de intensidad casi espantada con que siguió a Morán, cuando éste, ya caído el crepúsculo, levantó en brazos a su mujer como a una criatura y la llevó adentro.

No había vuelto Morán a recordar eso. Ahora transportaba aquella expresión de la que era entonces una criatura a los ojos de la mujer actual, y quedaba pensativo, sin dejar por eso de esforzarse duramente sobre el berbiquí.

Subía asimismo a su memoria el recuerdo de Magdalena confiando en los ángeles. Para creer en ellos se requiere una inteligencia modesta y pura en su ceguera. Tal la de Magdalena, según lo había comprobado él en otras circunstancias. Y esta incomprensión serena por bajo de aquel corazón de oro, era más de lo que se necesitaba para enternecer a un hombre como Morán.

En otra época, en otro ambiente más alejado de su desastre sentimental, Morán hubiera prestado oído atento a lo que su corazón apenas se atrevía a susurrar. Si en los momentos actuales su conciencia yacía tranquila, apenas se la removiera debía surgir, como hez, la profunda acusación de sí mismo. No se consideraba incapaz de amar, pero sí de hacerse amar. De aquí que cerrara los ojos a las dulces ilusiones que comenzaban vagamente a refrescar su alma.

X

En el transcurso de junio y julio, Morán vio frecuentemente a los Iñíguez en casa de ellos o en lo de Ekdal, con quienes los primeros se trataban asiduamente.

En los focos de vida distantes de la civilización, las gentes de casta privilegiada se unen forzosamente. Pueden no estimarse o quererse; pero para la actividad social indispensable, bastan las apariencias cordiales.

Los Iñíguez, los Ekdal, Morán y algunos otros se encontraron así reunidos varias veces en ese invierno, por lo común de tarde, cuando salían a caminar en los fríos y bellos días de sol, o de noche en lo de Iñíguez, donde la presencia de Morán se tornaba entonces indispensable. Para la señora, sin él no había reunión completa. Se esperaba su llegada impacientemente, como si la sola aparición de aquel hombre de paso firme y semblante bronceado diera calor a la casa. Y cuando un mes más tarde, el día de la gran fiesta, Morán se entretuvo en su taller hasta último momento, un negro de los Iñíguez y un agente de policía llegaron, uno después del otro, a reclamar la presencia de Morán.

Las lecciones de inglés no habían comenzado. Los libros que aquél llevaba a Magdalena eran apenas comentados por la joven con un: «Es divino, me ha encantado», uniforme para todos. Hasta entonces, Magdalena y Morán no habían hablado aparte medio minuto, pero él sospechaba a qué obedecía el inesperado amor de Magdalena a reuniones y paseos, sin ocultarse tampoco a sí mismo la naciente aurora en que comenzaba a despertar su corazón.

Una de esas noches, como después de retirarse todos Morán se hubiera quedado un rato con la familia, fue sorprendido por el aire de reserva con que Salvador y la señora se sentaron a hablar con él.

Morán contrajo ligeramente el ceño, pero a las primeras palabras de Salvador recobró su impasibilidad habitual.

El motivo era éste: Salvador ponía a disposición de Morán cinco mil plantitas de almacigo, para que aquél prosiguiera su plantación de yerba. A ellos, los Iñíguez, esas cinco mil plantitas no les suponía gran cosa; y para Morán representaban algún valor, pues no tenía almácigos. Un regalo, desde luego.

Morán agradeció como era debido aquella generosidad sin precedentes, pero rehusó. Faltábale tierra preparada, ánimo —dio cualquier pretexto.

«Deben de quererme mucho realmente», se decía Morán luego, cruzando a pie la noche helada en dirección a su casa. Detrás de él, allá lejos, brillaba en las tinieblas la gran vidriera iluminada.

—Si las cosas continúan de este modo —concluyó abriendo el portón de su casa—, ignoro lo que va a pasar.

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