XXXI
Morán escribió una carta sin obtener respuesta. Escribió otra, otra después, sin que su mano nerviosa hallara otra cosa, al pie del poste, que el césped húmedo.
Tampoco lograba verla. Inés, que conocía su situación —pero no el motivo, claro está—, le habló así:
—Es para mí muy extraña la actitud de los Iñíguez para conmigo. Ayer pasaron por aquí, y me saludaron sin acercarse.
—¿Cómo está Magdalena?
—Desmejorada. No tiene el aspecto feliz. ¡Pobre criatura! Sea tolerante con ella, Morán. No juzgue sin saber lo que pasa. Ella está sola, sin verlo siquiera, hostilizada día y noche, engañada probablemente.
Y tras una pausa:
—Morán: ¿no tiene usted por ahí alguna distracción que haya llegado a oídos de ella? Si mal no recuerdo usted había estado una noche muy rendido con una chica de Hontou.
—No las veo hace tiempo — murmuró él.
—Me alegro. No tendría usted perdón, estando de por medio Magdalena.
—Hasta mañana —dijo bruscamente Morán—. Hoy no me siento bien.
Tampoco vio a Magdalena al volver. Y a las ocho de la noche hallábase de nuevo al lado de Alicia.
Como en otros momentos, volcábanse del alma de Morán hacia Alicia toda la ternura y pasión que debían haber sido para Magdalena. La chica, arrullada, embelesada, cerraba los ojos; y aun sabiendo desviadas aquellas flechas de amor, les oponía su corazón arrobado, porque quien las lanzaba era Morán.
En las cinco noches que se sucedieron, Morán no faltó una sola a lo de Hontou. También como en las veces anteriores, la excitación se expresó con el mismo lenguaje que el amor. Y Alicia, ebria y desfallecida, sólo hallaba en la inmensidad de su dicha fuerzas para resistir.
—Daría cualquier cosa porque me quisiera menos… —decíase Morán, con sus cinco sentidos confluentes y aguzados en un solo deseo. Y ante el bramido de la fiera que la extenuaba hasta el martirio.
—¡No, no!, don Máximo —se defendía Alicia—. Yo lo quiero, usted lo sabe; pero así, no…
Doña Asunción pasaba a veces por allí, y al verlos juntos sonreía encantada:
—Y de ahí, don Morán… —le decía —. ¡Cásate, te digo! La Alicia va a ser una buena mujer para vos.
Al oír esto, la mirada de Alicia, concentrada y triste, buscaba la de Morán. Pero Morán, aun ardido de deseo, no se sentía con fuerzas para engañar a la criatura, prometiéndole lo que no podría cumplir.
El despecho comenzaba por otra parte a abandonarlo. Luego, retirábase rendido y con los nervios exhaustos. Como los perros de jauría, los sentidos no satisfechos roen hasta el hueso a su dueño.
No volvería más allá. Nada dijo a Alicia, pero ella lo adivinó.
—Don Máximo —lo miró fijamente —, usted no vendrá más, porque hay otra persona a la que quiere.
Él no respondió. La chica, entonces, al sentir su mano apenas retenida por la de Morán al retirarse, dijo:
—Óigame, don Máximo: yo soy una pobre muchacha, y nada puedo pretender. Pero por Dios le juro que ni la de Iñíguez ni nadie lo va a querer nunca como lo quiero yo. Y el día…
Volvió la cara y se llevó los dedos a la boca para ahogar un sollozo.
XXXII
Morán no volvió, en efecto, porque la carta —¡por fin!— de Magdalena lo había enloquecido de gozo. Con ninguna otra mujer Morán hubiera tenido la ternura paciente de que dio pruebas en aquellos lúgubres días. Para su Magda, para aquella criatura de 17 años que le había dicho: «Tú has sufrido ya demasiado en la vida; ahora necesitas ser feliz», para aquella virgen que era suya, al punto de que, aunque lo hubiera sido en realidad, no podía pertenecerle más en cuerpo y alma, para ella la impaciencia capital de Morán se convertía en grave contemplación y suavísima esperanza.
Eran felices de nuevo, aunque las pruebas a que se veía sometido su amor tornábanse cada vez más duras. Debieron recurrir a malicias que, si a él le eran bien conocidas, en ella surgían con brusca revelación.
Una de las tardes en que Morán pasó al tranco de su caballo por el frente de la casa, vio a Pablo y a uno de los negros que recorrían la línea del alambrado, observando el césped con atención. Esa misma noche, cuando Morán iba a cruzar la picada a dejar su carta, se detuvo inmóvil en medio de ella: desde el zaguán Pablo observaba con atención la línea del monte.
Dada la posición que Morán ocupaba, no podía ser descubierto. Pablo avanzó a lo largo de la casa, luego del alambrado de la quinta, sin apartar los ojos de la picada. Olfateaba indudablemente la presencia de Morán.
Éste no se movía, protegido por las tinieblas del monte. Pero se vio obligado a cambiar de táctica cuando Pablo, convencido de que no podría ver a su enemigo desde el lugar que ocupaba, avanzó al medio de la picada, donde se agachó para distinguir así la silueta de Morán destacada sobre el cielo más claro.
Por varias veces se repitió aquel acecho original: Pablo, irguiéndose y cayendo de golpe con la cara a ras del suelo, y Morán repitiendo su maniobra.
No entraba seguramente en los cálculos del joven Iñíguez acercarse a la presa sospechosa; deseaba sólo comprobar su presencia. Desalentado al fin entró en su casa; y Morán, excitado aún por aquella cacería imprevista, se volvió a su casa a esperar la alta noche, silbando vivamente, mientras atravesaba el monte lóbrego manteniéndose en el sendero con bruscos relámpagos de su linterna.
XXXIII
Por fin acaeció lo que de un momento a otro debía esperarse: Magdalena fue sorprendida recogiendo un tubo. Morán lo supo en seguida por la presencia en su casa de la persona más insospechable para los Iñíguez y para él mismo de prestarse a un juego así. El cual visitante dejó sobre la mesa, y como al descuido, una carta de Magdalena.
Estamos descubiertos—le decía—. ¿Qué hacemos? Imposible dejar tubos allí. No podré pasear más por el alambrado. ¡Qué tormento, mi vida! No puedo escribir más; pero no te inquietes, chiquito mío.
Como ella pedía —o imponía, mejor dicho—, Morán se mantuvo tranquilo. Pero cuando seis días después, caminando con Ekdal por el camino real, vio a la señora de Iñíguez y sus dos hijas que miraban caer la tarde de codos sobre el alambrado, Ekdal no volvió de su sorpresa al oír el inesperado relato con que Morán partía, sin antecedentes de ninguna especie:
—… Entonces —contaba Morán a Ekdal— pasó lo que era de esperarse, porque usted no ignora el modo de ser de Berthelot. Tomó el tubo de ensayo y lo arrojó desde el camino mismo, ante la estupefacción de los circunstantes…
Ya habían pasado y Morán calló. Ekdal continuaba mirándolo, y su acompañante se echó a reír por toda explicación.
Ni Ekdal ni nadie había entendido una palabra de aquella extraordinaria cuanto inesperada aventura de Berthelot. Pero Morán sabía que Magdalena había comprendido, y estaba tranquilo.
En efecto, al pasar de noche a caballo, Morán tiraba desde el camino los tubos, que caían aquí o allá en el pasto, pero a cien metros del lugar habitual; tubos que Magdalena recogía al día siguiente, sin que se sepa jamás como.
XXXIV
Día a día veía Morán avanzar a su amada en la senda de la independencia y de la voluntad. Algo había contribuido a ello: los Iñíguez, vista la inutilidad de su obra, habían devuelto su amistad a los Ekdal. Morán puso a Inés en antecedentes de ciertos números y palabras cabalísticas que enunciados como al descuido delante de Magdalena, advertían a ésta de la complicidad de su interlocutor; y gracias a ellos la joven tuvo ocasión de ponerse bellamente pálida, la tarde en que Inés, hablando de su marido, contó ante los Iñíguez que había encontrado «veinticuatro» huevos de tal cual culebra…
Magdalena, casi espantada, fijó sus ojos en Inés, y ésta le hizo una imperceptible guiñada.
Cuando Inés concluía de informar a Morán del gran ánimo que demostraba ahora su novia:
—¡Inés: esta vez Magdalena es mía! —dijo Morán entusiasmado.
—Es suya —respondió la joven—, pero debe tenerla.
—La tendré.
—Estoy segura también. ¡Oh, Morán!, usted no puede apreciar los tormentos de todo orden a que se somete a esa pobre criatura. Es menester que tenga una voluntad de acero —esa voluntad que usted le niega— para resistir la presión de todos los días, de todas las horas y de todos los instantes. No violencia, no; pero si habla a un hermano, éste no contesta; si se dirige a su cuñada, ésta no oye; si se aproxima a su madre, ésta se echa a llorar. ¡Y sin decirle jamás una palabra! Usted sabe que Magdalena tiene veneración por su madre. Aprecie usted lo que es vivir así día a día, aprovechando la noche para llorar a solas en la cama… Y todo porque hay un señor Morán que aprieta los dientes hasta rompérselos cuando Magdalena no le sacrifica riendo a su familia…
—Soy un miserable —apoyó Morán.
—No tanto. Pero descierre por favor las mandíbulas, Morán. No se haga demasiados reproches. Yo quisiera saber qué persona, con la educación que ella tiene, hubiera luchado como Magdalena.
—¡Usted es un encanto, Inesita!
—Y para que lo crea más aún, le diré esto: Magdalena lo espera pasado mañana en la ventana, a las nueve en punto. Usted ha ido algunas noches a caballo por allá, ¿no?
—Sí; pero lo dejaba en el monte. Mi caballo queda donde yo lo dejo.
—Pero lo han oído relinchar.
—Una sola vez.
—Bueno. Vaya siempre a pie, Morán… ¿Se va ya? Si usted me ofrece un té menos horrible que el de la última vez, vamos esta tarde a tomarlo con usted.
—Y yo voy a colgar a Aureliana y a sus hijas de un árbol, para que aprendan a servir a Inesita Ekdal.
—Chau, pues, como dice usted.
XXXV
La entrevista de Morán y Magdalena tuvo la brevedad de un relámpago. Y lo que durante ella tuvo Morán por delante fue el espectro traspasado de dolor de su Magda que había dejado de ver. Era sin duda la misma bella criatura; pero su mirada ahora demasiado profunda; y la misma dicha de verlo, surgía en su semblante en una sonrisa esforzada, inerte, como si apenas pudiera vencer los rictus ya adquiridos por el constante sufrir.
—Vida adorada mía… —murmuró Morán, buscando en las mallas del tejido los dedos de su amor que, dóciles, venían ya a su boca.
Magdalena, a pesar del breve tiempo de que disponían, sentíase demasiado feliz para hablar. Arrancó por fin su mano, y mirándolo, como se mira desde el fondo de un gran dolor un porvenir que puede ocultar un dolor más grande aún:
—Dime: ¿me querrás siempre como me quieres ahora?
—Sí, sí…
—¿No me abandonarás nunca? ¿Me tendrás a tu lado por toda la eternidad?
—¡Magda mía, mi amor!…
—Bien; eso quería saber. Ya no puedo estar más… En el poste esquinero del camino hay un hueco que no se ve desde adentro. Pon ahí los tubos. Vete, ahora.
—¡Magda!
—¡No, vete!
Y la ventana se cerró con gran calma, a tiempo que se oían pasos hacia allí, y Morán se ponía en cuatro saltos en el monte.