XVI
Al día siguiente, Morán pasó varias veces por el camino real, con la esperanza de ver a Magdalena. No la vio. Y como el juego de las probabilidades era siempre negativo para Morán cuando su corazón estaba en puesta, se dirigió esa noche de un solo galope a casa de los Hontou.
Desde la noche del baile no había vuelto a ver a Alicia. A impulso del estado de ánimo en que se encontraba, envolvió durante dos horas a la chica en una atmósfera tal de ternura, que aquélla no tuvo ocasión, en esas dos horas, de recobrar la gravedad habitual de su rostro: su inesperada felicidad vertíase de sus ojos, de sus sienes, de su sonrisa en raudales de dicha.
Al caer la tarde del día siguiente, Morán se detenía un instante en lo de Ekdal, con la vana esperanza de encontrar allí a Magdalena. Y de noche volvía otra vez a lo de Hontou, con el beneplácito de los muchachos, que le daban la mano sin tocársela casi y se retiraban, y la protección evidente de doña Asunción, que sonreía amorosamente a la pareja al pasar, y se iba también. Durante siete días completos Morán no logró ver a la que ansiaba, y Alicia absorbió, transformado en pasión, el despecho que colmaba a Morán.
Pero éste no violentaba su ser cuando al lado de Alicia sentía dilatársele convulsivamente las ventanillas de la nariz. Alicia encarnaba para él, desde la frente a la garganta de los tobillos, el deseo. Ella lo veía también, pero como el amor y el deseo se expresan con las mismas palabras, Alicia, al oír a Morán, cerraba dichosamente los ojos a la confusión, feliz de una sola cosa: de tenerlo a su lado.
—Tú no me quieres —decía Morán desalentado. Alicia no le entregaba sino su mano. Y como ella no respondía.
—Si me quisieras —insistía él—, serías más buena conmigo.
Alicia, entonces, con el dolor y el amor retratados en el semblante:
—Tal vez yo no sepa quererlo, don Máximo… y por eso usted busca en lo de Iñíguez quien lo quiera más.
Un hombre con los sentidos en tensión al lado de una mujer deseada, tiene su corazón bloqueado y yacente como bajo una lápida.
—Yo te quiero a ti —murmuró Morán, recogiéndola. La chica cedió hasta recostar su mejilla en la de Morán. Pero recobrándose, y con la boca deformada por un puchero de dolor:
—Don Máximo: usted no me quiere a mí y quiere a otra. Pero a mí no me importa; yo lo quiero con toda mi alma, don Máximo… Y usted sabe que es cierto.
—Pero si me quieres —tendió de nuevo el brazo Morán—, por qué eres así.
Ella lo rechazó. Morán, contrariado fue a decir algo, y se detuvo felizmente; pero ya la primera palabra estaba lanzada.
—Otro.
Alicia entonces lo miró largamente, confiándole cuanto de inmenso amor puede expresar un semblante. Y con una altiva y amarga sonrisa, con un orgullo tan dolorido como noble y amante:
—¡Pero no era usted!… —dijo.
Morán recogió su mano, inerte. Y un instante después se retiraba, jurando volver.
XVII
Pero no volvió. La imposibilidad de ver a Magdalena exasperaba su pesimismo y tornaba imposible su contacto.
—¡Otra más! —Se decía—. Cuanto más vive uno, tanto más fácilmente se deja engañar por una mocosa…
Morán iba pensando así la tarde en que, al volver el recodo de la quinta, distinguió en medio del camino crepuscular a Marta y Magdalena que avanzaban despacio por él.
Súbitamente, con la rapidez con que se pasa de una atroz injusticia que enferma a una loca revelación, Morán anheló ser la tierra que oprimían los zapatos de Magdalena. Debía cruzarse con ellas, y confió a las contingencias del encuentro el temperamento que debía adoptar.
Ya al distinguirlo claramente, Marta nació una sonrisa. Morán sonrió a su vez, desviando el paso hacia ellas, y las jóvenes se detuvieron esperándolo.
Las palabras cambiadas en aquel breve encuentro de dos minutos pasaron para siempre con el mismo tiempo, sin que Morán pudiera nunca recordarlas. Lo único presente y eterno en su memoria es el instante en que Magdalena, aprovechándose de una distracción de Marta, le dijo velozmente en voz baja:
—No me dejan salir más. Esta noche te espero en la ventana, la última desde el zaguán.
—¿A qué hora? —no dijo, devoró él.
—A las nueve.
Morán saludó de nuevo a las hermanas y prosiguió su camino.
¡Pero sus manos! ¡Su paso! ¡Sus labios mordidos de solitaria felicidad!
«Te espero». No había dicho: «Accederé a lo que me pide, señor Morán», sino, ella la primera: «Te espero».
Jamás había visto Morán realizado en vida y dicha, como en esas dos palabras, su ideal de virgen espontaneidad que amaba en la mujer por sobre todas las cosas. No era bastante querer con secreta pasión a un hombre, para ser capaz de decirle, mirándolo en los ojos: Te espero. Y quien lo había dicho abría recién las pestañas a la luz, no tenía sino 17 años; ignorábalo todo de la vida, menos el impulso de su corazón, tan extraordinariamente puro, que la llevaba a tutear, entregándole la mirada, al hombre al que hablaba casi por primera vez. Sólo una mujer de cuerpo inmaculado y alma sin mancha podía expresarse así.
«He aquí tu destino» —murmuró Morán con profunda ternura—. «No se posee en balde tu sed de bondad y el insondable anhelo de tu mirada, Magda mía, eterna luz de mi vida».
XVIII
A las nueve en punto de la noche, Morán surgía del monte, y atravesando la picada fangosa se detenía ante la quinta ventana, contando desde el zaguán.
—No me dejan salir cuando vienes a casa —susurró Magdalena—. La última vez que estuviste lo pasé llorando hasta la hora de comer…
—¿Cómo podremos vernos? —dijo él.
—No sé. Aquí de vez en cuando. Pero nos exponemos mucho. Creen que he venido a cerrar la ventana.
—Vida mía… —murmuró muy bajo Morán.
Ella, que hablaba volviendo a menudo la cabeza adentro, detuvo ante él su rostro de amor, confianza, juventud, belleza y sonrió.
—¿Me quieres mucho? —preguntó él.
—¿Y tú?
—¡Inmensamente!
La expresión de Magdalena se agravó, mientras sus ojos tornaban a adquirir la profundidad de un destino que aún se ignora.
—¿Me querrás siempre? —preguntó.
A su vez, los ojos y el semblante de Morán transparentaron las líneas enteras de su carácter.
—A ti, sí —repuso.
Pasó un instante. Ella sonrió por fin, y como la mano de Morán temblaba sobre el tejido de alambre que guarnecía la reja, Magdalena le tendió la suya. Y él besó sus dedos por entre las mallas.
La joven se arrancó.
—No puedo estar más, hasta mañana.
—¡Óyeme!…
—¡No. vete! Nos van a ver.
—¡Óyeme! Sólo quiero decirte esto: ¡Te adoro!
Magdalena, que cerraba ya la ventana, se detuvo un instante, satisfecha y colmada de felicidad. Y corrió la falleba.
XIX
Llovía a la noche siguiente, y el cielo fulguraba de vez en cuando con cruda luz. Magdalena estaba muy inquieta.
—¡Vete pronto! —Decía a Morán—. Pablo está en el escritorio y puede vernos… ¿No has traído el capote? Te vas a enfermar.
—Pero dime antes: si nos interceptan, ¿cómo nos comunicamos? ¿Cómo puedo escribirte?
—No sé. ¡Ah! Estoy muy intranquila. ¡Vete, por Dios!
—¿Mañana, entonces?
—No, no sé si podré… En casa desconfían… ¡Vete! —Dame tu mano…
Bajo los besos de Morán a sus dedos, los rasgos de Magdalena se distendían en esa suavidad sin defensa y tiernísima de la mujer que desde lo alto contempla al hombre que ama doblado sobre sus manos.
Bruscamente:
—¡Vete, vete! ¡Vienen!
Morán volvió la cabeza, y vio una alta silueta detenida en la puerta del escritorio. Y al alejarse de la ventana, sintió los pasos de Pablo —no podía ser otro— que seguían tras él.
El primer impulso de Morán fue atravesar en tres saltos la picada y perderse en el monte. Pero al ir a hacerlo, comprendió todas las consecuencias de su fuga.
Magdalena había estado hablando con alguien: eso no podía ocultarse. ¿Pero con quién? Pablo lo ignoraba. Si Morán no era claramente reconocido, podría suponerse que Magdalena hablaba con otro, un peón tal vez. Y ante tal sacrilegio, Morán se entregó. Continuó costeando el bosque, seguido siempre a igual distancia por Pablo, a la espera ambos de un relámpago más sostenido que permitiera el reconocimiento —como así pasó. Pablo se detuvo, y Morán, tranquilo ya, entró en el monte.
XX
Acababa Morán de levantarse al día siguiente, cuando a la media luz de la alborada vio llegar a su casa a la negrita Adelfa que le traía un pedazo de papel arrancado de una libreta.
«Pablo nos descubrió anoche—le decía Magdalena—. He pasado la noche desesperada. A Pablo le dio un ataque al corazón, mamá estaba como loca, y Marta y Lucía lloraban. Si no te quisiera tanto, no hubiera podido resistir tanto dolor. Tú, estáte tranquilo. Ten confianza en tu Magda. Cuando pueda escribirte otras líneas, lo haré; pero no sé si me será posible. Mamá ha dado órdenes severísimas a todos. No te inquietes. Ten paciencia y triunfaremos».
Morán contestó. A las diez llegaba otra carta, pero no ya con la negrita, a quien los Iñíguez habían espiado y obligado a confesar su complicidad, sino con un peón del establecimiento. Magdalena lo informaba del tremendo estado de excitación que reinaba en toda la casa, recomendándole de nuevo que se estuviera tranquilo.
Otra carta llegó aún, al anochecer, por las manos de la vieja de las mandiocas, pues el peón había sido también descubierto, y echado sin más trámites.
Durante tres días no dejó Morán de recibir noticias a las horas más inesperadas. Los mensajeros se sucedían unos a otros, todos comprados por la niña Magdalena, y todos descubiertos luego; al punto de hacer reír a Morán la astucia diabólica de que se valía aquella virgen para comunicarse con él.
Excusado es decir que Morán pasaba y repasaba por el camino real en sulky, a caballo, a pie, con la esperanza siempre frustrada de ver a su amor. No sufría excesivamente por ello, pues la revelación del amor de Magdalena era demasiado reciente para no sentirse aún embriagado. Con sus 17 años, le daba ella consejos de serenidad, a él. «No te inquietes»… «tente tranquilo».
La sinceridad, la cordura, la grave inconsciencia de un ser puro alimentaban el amor de aquella criatura. ¿Cómo podía Morán no adorarla, y no sentirse grato al destino que le había reservado semejante don?
¡Su pequeña Magda! ¡Y qué profundas y misteriosas son las leyes de ese destino, cuando un hombre como él, de su carácter duro y dolorido, era lo que parecía esperar Magdalena para entregarle su virginal y fervorosa fe de amor!