XI
Entretanto, se aproximaba el 30 de julio, día en que debían llegar Pablo y su mujer. La nerviosidad ante la gran comida con que los Iñíguez festejarían aquel acontecimiento parecía haber agitado también a los pobladores de esferas más modestas, pues se vio ese invierno dos o tres bailes celebrados en fechas más o menos patrióticas, en el salón bar, y a escote de los plantadores jóvenes de la zona.
No dejó de llamar la atención, para los que conocían el retraimiento de Morán, su presencia en tales fiestas, más aún la animación de su semblante junto a la chica de Hontou, la cual, a su vez, parecía haber perdido al lado de Morán su característico orgullo de casta.
Esto merece una explicación.
Los Hontou pertenecían a una muy antigua familia paraguaya que desde los comienzos de la plantación de yerba se había instalado en Iviraromí. Toda la vida habían sido pobres; los tres muchachos trabajaban a jornal en los yerbales, y las dos chicas con su madre cultivaban su cuarto de hectárea y lavaban concienzudamente su ropa.
Pero ya en estos quehaceres igualitarios, ellas; ya los muchachos trabajando en calidad de peones, nunca los Hontou habían dejado su aire de personas de casta. Conservaban el sentimiento y el proceder de una aristocracia rural, muy visible en la seriedad de los varones para tratar y trabajar, en el arreglo de la casa, en la multiplicidad de pequeñas industrias domésticas que subvenían a casi todas las necesidades; en el sentimiento, en fin, del hogar y de la independencia, que se ha perdido totalmente en la clase obrera del Nordeste.
Componían la familia doña Asunción, la madre viuda, y sus hijos Roberto, Etién, Miguel, Eduvigis y
Alicia.
Etién, ignorábase qué quería decir. Probablemente Etienne, en remotos tiempos.
La casita de los Hontou era muy frecuentada por los amigos de los muchachos, que iban a ver a éstos, y por los comisarios y plantadores jóvenes que, yendo por Alicia, concluían por conformarse con su hermana mayor.
De Alicia, sus pretendientes desalentados solían decir únicamente que pateaba como una mula. La terminante brevedad de sus negativas, que no dejaban esperanza alguna, explica aquella imagen.
Decíase algo de ella, no se sabe con qué fundamento. Lo evidente es que no era presa fácil.
Morán, por su modo de ser, por su amor al trabajo, por sus duras tareas solitarias a la par de cualquier peón, gozaba de simpatías generales en las clases pobres. Conscientes éstas de la distancia que las separaba de Morán, agradecíanle el olvido que hacía de ella. Y en vez de bajar por esto el respeto que se le profesaba, ascendía antes bien en cálido cariño.
En otra época, Roberto y Miguel habían trabajado con Morán en el pequeño yerbal de éste. Conocíanse, pues; y más que nadie en el país, los Hontou estimaban a Morán. No era así de extrañar el inequívoco placer con que Alicia lo veía a su lado.
Ya dos años atrás, la criatura era muy bella. Ahora poseía una seducción casi irresistible, que no dejaba de excitar la altivez de su semblante cuando se sentía mirada. Pero como acontece con frecuencia en rostros semejantes, nada era comparable a su dulzura — dulzura de la boca, de las mejillas, de la sonrisa, de los largos pliegues de los ojos, cuando Alicia sonreía. Acariciaba, se entregaba toda ella en ternura al sonreír. Y era tan vivo el encanto cada vez que el grave rostro de Alicia se deshacía en esta sonrisa, que Morán no oía lo que ella hablaba, por sonreír a su vez.
—Y bueno, don Morán —le estrechó la mano Roberto Hontou, al llevarse ya de madrugada a las chicas—. A ver si lo vemos ahora por casa…
—Iré —respondió Morán. Y a Alicia—: ¿Y usted, quiere que vaya?
La chica, de perfil a Morán y con la expresión muy dura en ese instante, pues se sentía observada, se volvió a él, y diluyéndose de dulzura en su sonrisa, respondió mirándolo: —Yo, no.
La neblina era muy fuerte y helada. Morán se retiró momentos después, y a cien metros fue alcanzado por Salvador, apresurando ambos el paso, pues el frío mordía las orejas.
—Ya lo hemos visto con Alicia — dijo Salvador—. Esta noche estaba desconocida.
—Creo que es muy orgullosa — observó Morán.
—Imposible, a veces. Patea como una mula.
Morán sonrió dentro del cuello alzado de su capote; Salvador debía de haber sentido sus efectos…
Cambiaron de tema, y un rato después Morán continuaba solo hacia su casa, muy excitado aún con el recuerdo de Alicia.
XII
Pero Morán no fue a verla al día siguiente, ni al otro, ni en toda esa semana. La tarde posterior al baile había visto llegar al molinete de su casa a Adelfa, la negrita recogida por los Iñíguez, portadora de un libro que le devolvía la niña Magdalena.
Un poco extrañado, Morán abrió la cubierta, y adentro encontró unas líneas de Magdalena:
Devolvíale la novela, «encantadora», aunque no tanto como las horas que Morán había pasado en el bar…
Si en Iviraromí las clases humildes vivían de lo que pasaba en las castas superiores, éstas, a su vez, vivían de lo que sucedía entre aquéllas. La señora de Iñíguez, en particular, en su condición de amita de negros, interesábase por todo lo que concernía a las familias de los peones. Era evidente que Salvador había comentado en su casa el baile de la noche anterior, y de aquí la carta recibida por Morán.
El tono de esta carta era de broma cordial; pero Morán conocía muy bien todo lo que puede mal disimularse bajo ese tono, y quedó satisfecho. Esa misma noche estaba en lo de Iñíguez, y por la primera mirada de Magdalena comprendió que ella también esperaba verlo.
Su mutuo y habitual modo de ser no cambió, sin embargo, en el resto de la noche. Para Morán, hombre hecho y con más de un drama en su vida, la sola ilusión de ser el «hombre perfecto» de Magdalena colmaba sus aspiraciones. No anhelaba más ni quería tampoco saber más. La luz de los ojos de ambos al coincidir en una misma proporción, al hallarse por casualidad uno junto al otro en la misma caravana, el instantáneo encuentro de sus miradas al efectuar una recorrida general de rostros, delataban, sin duda alguna, sus mutuos sentimientos. Pero Morán se sentía demasiado feliz así para exigir el cambio que fuere.
La noche a que nos referimos estaban en lo de Iñíguez los Ekdal, pues la inminencia de la gran fiesta apretaba los lazos sociales. Morán acompañó luego al matrimonio hasta su chalet, comentando risueñamente en el camino los preparativos para aquélla.
—¿Sabe usted en qué consistirá la iluminación de que tanto se habla? — dijo Inés Ekdal—. En doce farolitos chinescos que colgarán desde el portón del camino a la casa. ¡Doce farolitos! ¡Uf! ¡Qué gente!
—Es extraño —observó Morán.
—¿Usted cree? Eso le parece porque es hombre y no nota nada. Hay que ver algunos detalles…
—Inés… —murmuró Ekdal.
La joven miró a Morán, y se echó a reír.
—¡Oh, Halvard! —dijo—. No cometo nada malo… Y porque quiera bien a Magdalena no voy a cegarme respecto de los otros. Y después, bastante se han reído de mí porque no dejo los zapatos en el barro, como ellas… Doce farolitos de a treinta centavos cada uno, Morán. Yo pienso divertirme en grande.
—¿Muchos comensales? —preguntó Morán.
—¡Y todos los que nos vemos allí! Y algunos más de Guazatumba, para deslumbrarlos…
—Los muchachos no quedarán contentos de tales gastos estériles…
—Así lo espero —concluyó Inés contenta, cogiéndose del hombro de su marido para saltar un charco.
XIII
Llegó por fin el 30 de julio. Morán estuvo todo el día muy ocupado en el monte, al punto de que no había concluido aún de vestirse cuando su presencia fue solicitada por dos veces en lo de Iñíguez, conforme lo hemos anotado. Desde lejos vio los míseros farolitos colgados en doble línea, a quince o veinte metros unos de otros. Y vio asimismo, al doblar el codo de la quinta, unas cuantas pobres mujeres con sus chicos en brazos, que desde lejos miraban proyectarse las sombras tras la gran vidriera.
El retraso de Morán no ocasionó trastornos, a pesar de todo, pues se había resuelto no comenzar la comida hasta las once, por no llegar hasta esa hora los recién casados.
—Fíjese en el tino de la señora — murmuró Inés Ekdal al oído de Morán —. Pablo y su mujer llegan cansadísimos después de veinte días de viaje continuo. Y no halla ella nada más chic que hacerlos recibir por veinte personas, a ninguna de las cuales la novia conoce, y concluir de matarla de fatiga con una comida a medianoche. Y con la cara que debe traer la pobre… ¡La compadezco!
Inés podía haber profetizado más: la joven desposada se desmayó antes de concluir el banquete. La fiesta no se interrumpió, sin embargo, prolongándose hasta las seis de la mañana.
Caía una llovizna helada cuando los invitados se retiraron. Morán, caminando a gran paso, no recordaba de todo aquel cálido reír y de brillar de luces más que tres cosas: la mirada de Magdalena al aparecer en el hall y descubrirlo a él al primer golpe de vista, entre veinte y tantas personas diseminadas; el haberla tenido a su lado en la mesa; y la felicidad por fin de haber hablado diez minutos a solas con ella —de cualquier cosa—, con las cabezas apoyadas en la vidriera.
XIV
La alegría de amar permite divertirse, allí donde sólo hay aburrimiento, y asimismo afrontar impunemente peligros a que en otra hora se hubiera sucumbido.
Morán no se entendía en todos los puntos con Ekdal; pero sentía tal estimación por la buena fe para pensar, trabajar y vivir de aquel hombre, que con gusto entregábale a veces las armas de una argumentación, ante el solo temor de apenarlo.
Mucho más viva era su intimidad con Inés. Habían acentuado su relación los comentarios y chismes sociales a que en otras circunstancias Morán no se hubiera prestado, pero que ahora le interesaban vivamente, por hallarse su corazón de por medio.
Inés, por su parte, no podía hablar con nadie, fuera de su amigo, con la libertad de espíritu y de prejuicios que le concedían su raza y su educación: la misma educación que la hacía avanzar al encuentro de Morán, aunque Ekdal no estuviera en casa, con una alegre sonrisa que comenzaba al distinguirlo en el camino, y que no concluía hasta estrecharle fuertemente la mano.
—Venga mañana a tomar el té —le dijo Inés en una de esas ocasiones—. Vendrán también los Iñíguez.
No podía haber pasado inadvertida para Inés la entente de Magdalena y Morán, la célebre noche del banquete; pero era ella demasiado clara en su modo de ser para insinuarse en lo que fuere. Y como Morán nada decía, ella nada comprendía tampoco.
—No faltaré —respondió Morán a la invitación—. ¿Y Ekdal?
—Se acostó hace un momento. Estaba muy cansado. Ha tenido que preparar desde la mañana no sé cuántos animales…
—No serán cucarachas. —dijo Morán.
—¡Oh! Esta vez no —sonrió Inés.
Sonreía por lo siguiente: Ekdal encargaba a todos los peones y muchachitos de Iviraromí que le trajeran cuantos animales hallasen. Por cada centenar de cucarachas de monte, por ejemplo, pagaba veinte centavos. Y las cucarachas, abundantísimas bajo cada piedra y cada palo podrido del monte, llovían a millares —y todas iguales— al chalet del naturalista, el cual pagaba pacientemente con la esperanza de hallar una cucaracha, tal vez la número 10 000 000, cuya especie no estuviera aún catalogada…
Morán se levantó.
—Quédese —le dijo Inés, mirándolo serenamente en los ojos.
—Pero Ekdal duerme…
—No, no duermo —intervino éste desde la pieza contigua—. Estoy sólo cansado.
—¡Vamos afuera, Halvard! — advirtió Inés a su marido. Y a Morán—: Salgamos. La noche está muy tibia.
Salieron, llevando cada cual su enana silla de paja, a sentarse junto al cercado del tapir, ante el explayado de arena sin una jaula, y que a la luz de la gran luna brillaba solitario como un pequeño desierto.
La noche era, en efecto, de una tibieza y quietud muy grandes. A veinte metros de Inés y Morán se alzaba el monte en una sola sombra, cuya densidad sondaban apenas los rayos de luz oblicua que filtrándose desde su cima a lo largo de los troncos, se recortaban en el profundo suelo en crudos manchones de luz helada. Ni en el monte, ni en el aire, ni en la pareja inmóvil, un solo movimiento. Sólo vivían la luna, como dilatada por el silencio, y ante las sombras de Inés y Morán, proyectadas muy juntas adelante, el páramo de arena absorbiendo su luz.
Dos espectros de un grande, antiguo y eterno amor pudieran haberse hallado perfectamente allí.
—Pensar que hay gentes que están ahora en el teatro… —murmuró Inés.
—En efecto —asintió Morán por todo comentario. Y quedó mudo.
Pasó una hora más, pero no ya en silencio.
—No falte, pues —concluyó la joven al irse Morán.
—No faltaré —repuso éste.
Pero quien faltó al día siguiente no fue Morán, sino Magdalena.
XV
Morán no se equivocó un momento al juzgar el motivo de su ausencia: la familia no había querido que Magdalena se encontrara con él. Lo comprobó esa misma tarde en la barrera de reserva que bruscamente la familia había levantado ante su amistad.
—Adiós simpatía de la señora… — se dijo Morán, al recordar su puesto de favorito—. Ahora soy el diablo.
No pensaba todavía cuán cerca estaba de la verdad.
En los primeros tiempos, Morán había tenido el convencimiento de que los Iñíguez le ofrecían a Magdalena. Las revelaciones un poco insólitas sobre los sentimientos de la joven para con él; las alusiones al posible marido que le enseñara inglés; la contracabecera de honor que él ocupara al lado de Magdalena la noche del gran banquete; éstos y mil detalles más se lo habían demostrado.
Estaba sin embargo equivocado. Él, Morán, no era pretendiente grato para los Iñíguez.
Pero aquella inesperada oposición tuvo el privilegio de revelar a Morán toda la intensidad de su amor, que corría el riesgo de dormitar eternamente en los arrullos de la complacencia. Al serle negada Magdalena esa tarde, él, que estaba seguro de que únicamente en sus manos estaba el rechazar, comprendió bruscamente todo el dolor de poder perderla.
El destino no es ciego. Sus resoluciones fatales obedecen a una armonía todavía inaccesible para nosotros, a una felicidad superior oculta en las sombras, de la que no podemos aún darnos cuenta. Morán había vivido ya largamente, y Magdalena tenía 17 años; pero él sentía que el destino había abierto un camino para ellos dos solos, y los empujaba por él.
Con esta convicción, en toda la hora del té y del paseo que lo siguió, Morán no perdió su calma ni demostró advertir en lo más mínimo el cambio operado en los Iñíguez. Y como quería estar convencido del punto justo a que llegaba esa oposición, anunció a la señora su visita —y a la hora de comer, desde luego—, para el día siguiente. Tal como lo hizo.
Pero no fue preciso a Morán más que entrar y echar una ojeada para darse cuenta de que la atmósfera de la casa estaba a su respecto totalmente cambiada.
Al preguntar por Magdalena, se le respondió ligeramente que pronto vendría. Pero el «pronto» llegó apenas a la hora de sentarse a la mesa, cuando Morán no esperaba verla más.
No necesitaron ambos sino cruzar fugazmente sus miradas para sentirse aislados de todo y de todos, en una sola y luminosa esperanza.
Morán no era el hombre más indicado para soportar un desaire como el que acababa de hacérsele, y Salvador lo sabía muy bien. De aquí que éste no se engañara un momento sobre la aparente calma de Morán.
—Gente perra… —se desahogó Morán, una vez que hubo salido—. Me van a pagar algún día todos juntos el mal rato de hoy.