Pasado amor

XXXVI

—Ekdal —dijo Morán a éste diez días después de lo anterior—: tengo gran interés en hablar con Salvador, y temo mucho que no acepte una entrevista conmigo, si la solicito directamente. Me parece, en cambio, que no se opondría a hacerlo si usted lo invita a charlar aquí conmigo. ¿Quiere hacerme el favor de hacérselo saber?

—Con gran gusto, Morán. ¿Cuándo?

—Hoy o mañana; me es indiferente.

—Bien, mañana entonces.

Durante el té que al día siguiente reunía a Salvador y Morán en lo de Ekdal, ni uno ni otro dejaron traslucir la tormenta que se fraguaba entre ellos. Pero, cuando recostados de brazos ante la baranda del tapir estuvieron por fin solos, la expresión de ambos cambió.

—Yo creo, Salvador —comenzó Morán—, que vale la pena de que hablemos una vez por todas, y por esto le he solicitado esta entrevista. Ustedes no ignoran lo profundamente ligados que estamos Magdalena y yo. Saben como nosotros mismos que nada ni nadie podrá separarnos. Y a pesar de esto, prosiguen ustedes en su oposición feroz, como si yo fuera el último de los miserables.

—No es eso…

—Un momento. Me he preguntado mil veces el por qué de esa oposición. He considerado uno por uno los motivos que pueden ustedes tener para proceder así, y no hallo uno que levante tal imposible. Mi posición, primero: no soy rico, ni mucho menos; ustedes lo saben bien. Pero tampoco ignoran que puedo bastarme a mí mismo —y a mi familia, cuando la he tenido—, y que Magdalena se sentiría feliz con lo que yo pudiera ofrecerle.

—No es eso…

—Un momento. Mi carácter: a usted mismo, una noche que comía en su casa, le oí hablar, defendiéndome, de lo que han dado en llamar la dureza excesiva de mi mano…

—Tampoco es eso…

—La diferencia de edad: es grande, sin duda; pero no alcanza por sí sola a crear tal oposición. Mi falta de creencias: me explicaría que su mamá.

—No, no —interrumpió por fin Salvador—. No es ninguno de esos motivos en particular: es «el conjunto». En casa estamos convencidos de que Magdalena no será nunca feliz con usted. Ella es libre.

—¿Libre? ¿Ustedes llaman libertad a la enorme presión que ejercen sobre esa criatura?

—Nada le decimos nosotros.

—En eso consiste la presión. Vive entre su familia como si no existiera para ustedes.

—Ella es libre, le repito, de hacer lo que quiera.

—¿Aun casarse? —Sí.

Morán quedó un instante mudo. Luego:

—¿Y el precio de esa libertad?

—Usted insiste en la palabra. Para nosotros habrá muerto. Ella es libre de casarse cuando quiera. Tiene su hijuela perfectamente separada…

Morán, que en ese instante se colocaba sus anteojos de auto para contrarrestar el sol de frente, sonrió.

—Supongo que usted no quiere insultarme…

—No; lo digo para demostrarle que Magdalena puede casarse cuando quiera; pero que no cuente más con nosotros.

Morán no vio sino una cosa: que Magdalena era por fin suya. Enternecido a su pesar por el afecto que por algunos años había tenido a Salvador:

—¿Debo considerar que nuestra amistad particular queda también concluida para siempre? —Sí, mientras mi hermana viva.

XXXVII

¡Feliz! Morán sentíase feliz, con la dicha más grande que puede colmar la existencia: la posesión inmediata y profunda, eterna y livianísima, de una criatura cuya vida no ha tenido otro destino que constituir el gran amor de ese hombre.

Incertidumbre sobre el débil carácter de Magdalena, desaliento ante sus dobles juegos de conciencia: todo esto no había sido sino una remota exageración de su enfermiza sed de análisis.

¡Su Magda! ¡Pura y espontánea, aliento y calma de su existir! ¡Qué deseos de abrazarse a sus rodillas y pedirle perdón, entregándole todo lo que un hombre, por única vez en su vida, entrega sin reservas en esa actitud!

Pero no debía perder un instante.

Estoy decidida a todo —habíale escrito ella—. Sé que Dios me perdonará lo que hago.

Ekdal había ido a lo de Iñíguez en nombre de Morán.

—Están dispuestos —informó luego a su amigo—, pero no desean que usted vea a Magdalena antes de la ceremonia. Insisten en eso.

—Bien —dijo Morán—. Daría mil años por verla antes… Pasemos. ¿Les dijo que deseaba casarme el lunes próximo?

—Sí.

—¿Y que me embarcaría en seguida? —También. Ellos parecen contar con esto. —Me lo figuro. Ahora, Ekdal, me escapo. Tengo que arreglar muchas cosas todavía.

XXXVIII

En efecto, quedábale aún bastante que hacer. Si ya desde un mes antes preocupa el abandono de un país en circunstancias normales, júzguese de la tensión que debía sufrir Morán para aprontarlo todo en tres días. Trabajos a medio concluir y que deben quedar terminados, so pena luego de hallar sólo ruinas en la propiedad; los alambrados y las plantas; destino de un caballo, cuando se lo posee, de una vaca y aun de un perro, durante los grandes trastornos del país; las lluvias incesantes y las sequías interminables; órdenes generales que deben cumplirse de cualquier modo; órdenes particulares para ciertos casos; previsiones hasta un año después del presunto regreso, si se quiere evitar su atónita incomprensión ante el menor imprevisto; deudas a pagar, dinero a obtener, y la suma de inquietudes enervantes que acompañan fielmente el abandono de un país.

Morán lo resolvió todo en tres días. Pero lo hubiera hecho en dos, y aun en uno, pues el hombre que en él había lanzó todas sus energías, como animales de presa, tras la súbita eliminación de las dificultades.

Aureliana lo ayudó —en medio de su aturdimiento cuando su patrón cobraba voz rápida— a resolver las preocupaciones de orden interno. Y cuando a las seis de la tarde de ese tercer día Morán no tuvo otra cosa que pensar sino en su felicidad inminente, un solo remordimiento, oscuro pero constante, pesaba sobre él.

En Iviraromí, que había vivido todo el invierno de su drama de amor, la noticia de su matrimonio debía haber corrido como pólvora y llegado en seguida a los oídos de los Hontou.

El día anterior, al caer la noche, Morán había refrenado bruscamente el galope de su caballo ante un chico detenido a la linde del camino.

—¿Qué pasa, pibe?

—Es Alicia, de los Hontou… — había respondido el chico—. Dice que quiere verlo, don Morán…

Un hombre, esté en el caso en que esté, no siente su conciencia tranquila cuando una mujer, al enviarle decir que quiere verlo, le recuerda con ello que él le ha jurado amor eterno. Titubeó un momento. Y arrancando de nuevo al galope:

—Está bien; decile que dentro de tres o cuatro días iré.

Dentro de dos días él se iba de allí; pero con tal respuesta aquietaba a su modo su conciencia.

Y he aquí que mientras, bañado ya, charlaba con Aureliana de cuanto quedaba aún por hacer en su casa, llegaba de nuevo el chico del crepúsculo anterior con una carta de Alicia.

Don Máximo: He oído decir que usted se va, y yo quiero verlo antes. Por lo que más quiera en este mundo, venga esta noche. Quiero verlo nada más, don Máximo. ¡Venga, venga esta noche!

Morán, que con la promesa aquélla había engañado sólo a medias a su conciencia, irritóse al recordársele su sórdida transacción. Despachó al muchacho sin una palabra.

—Y… ¿qué le digo? —preguntó aquél.

—Nada —repuso Morán.

XXXIX

—Sería bueno, señor, que llevara el capote —recomendó Aureliana a su patrón, cuando éste hubo montado a caballo.

Morán echó una ojeada a todo el contorno del cielo. Hacia el oeste, tras el río, gruesos cúmulos de base oscura ascendían como en erupción, los unos sobre los otros, resquebrajados por bruscas conmociones de luz lívida. No se movía una hoja. En todos los demás puntos del cuadrante el cielo estaba despejado, pero con un ligero velo de asfixia. Las gallinas se habían recogido muy temprano. La tormenta, de desencadenarse, no lo haría hasta muy tarde.

—No hace falta —dijo Morán—. Volveré en seguida a cenar. ¿Encontró los bueyes el carrero?

—Sí, señor. Dice que a mediodía sin falta estará aquí.

—¿Estuvo Floriano?

—También, señor. De aquí a tres días estarán listas las tablas.

—¿Y el rozado del bananalcué?

—No me acordé, señor…

—Bien; acuérdate, Aureliana.

Así, orden tras orden, detalle tras detalle, Morán no debía olvidar nada. Vio aún en el pueblo a dos o tres personas y conversó un rato con el jefe del Registro Civil, el cual parecía tan entusiasmado como Morán por el gran acontecimiento. Y cuando se vio por fin libre de toda preocupación y de todo olvido posible, Morán se detuvo un instante en lo de Ekdal, con quien cambió sólo breves palabras, pues más tarde debía volver a hablar con extensión de la ceremonia del día siguiente.

—¿Tiene todo listo ya? —preguntó Ekdal.

—Todo. Soy desde este instante el hombre más feliz de la tierra. ¡Ciao, Ekdal!

Al doblar el monte se encontró con Inés, que había salido sola a caminar.

—Inesita: ¿ha visto usted alguna vez a un hombre feliz? Me voy volando a casa.

—¿Así, ya? ¿A qué hora vuelve?

—En seguida.

Pero apenas arrancado al galope, oyó que Inés le gritaba:

—¡Y no olvide lo prometido, Morán!

—¿Qué? —preguntó Morán volviendo a medias la cabeza.

—Su retrato.

Morán se volvió entonces con todo el caballo y contestó:

—¡Por supuesto, Inesita!

Miráronse un instante desde lejos, y luego ambos se echaron a reír, levantando a dúo el brazo en un saludo indio de despedida.

XL

En el corazón humano no hay una pulsación misteriosa que haga prever el acontecimiento fatal que va a aniquilarlo. Nada en el cielo, ni en las cosas miradas, ni en la tierra hollada, advierte al hombre que el universo entero se desplomará sobre él. Sigue su camino, dichoso y admirado de existir, grato a las cosas que lo contemplan, al perfume de los azahares del monte que lo exaltan, seguro de poder sonreír a solas, si quiere, pues nadie como él ha redimido y asegurado su vida por medio de un grande y eterno amor.

Quien sonreía a solas, regresando a su casa, era Morán. Fue él quien contrajo el ceño al distinguir una silueta de hombre esperándolo en la meseta, y él fue quien, al reconocer claramente al emisario, previo por fin, pero ya con la flecha de la muerte clavada en su corazón, la catástrofe que lo aguardaba.

El negro mayor de los Iñíguez, enviado oficial de la familia, le tendía una carta.

—¿Hay respuesta? —preguntó tan sólo Morán.

—Creo que no —repuso el enviado — Se han ido todos al establecimiento…

Morán clavó la mirada en los aspectos familiares de su casa, indiferentes, puros y eternos como siempre, y recostado en una palmera abrió la carta.

Es inútil cuanto hemos hecho y hagamos—decíale más o menos Magdalena—. Estoy convencida de que para nosotros no hay salvación. Esta carta no me ha sido dictada por nadie, puedes estar plenamente convencido. Olvídame y adiós.

Al concluir de leer, Morán quedó inmóvil. ¿Qué podía hacer, si no era percibir, bajo el gran cielo atormentado, la vaciedad sin límites de su existencia?

Las ilusiones de un hombre cuyas sienes platean, viven, no sólo de su porvenir, sino de su presente y de su pasado, pues impregnan con sus raíces toda su personalidad. Y esas raicillas terminales, al ser arrancadas, dejan en el cuerpo muerto un sabor más amargo que la hiel.

«Para nosotros no hay salvación». Con esta palabra expresaba Magdalena toda la lucha de su voluntad. A la presión católica, al terror del infierno, a la condenación de su alma, había confiado la familia su carta definitiva en el juego contra Morán. Debíase fingir el consentimiento, tal como lo había sugerido Salvador. Inducido Morán a precipitar las cosas, debía caer en la trampa tendida. Jamás habían consentido los Iñíguez en ese matrimonio. Pero forzando con ello a Magdalena a decidirse entre Morán y el espectro de su madre arrastrada a las llamas del infierno por su proceder, Magdalena debía quebrarse, y escribir por su sola cuenta. Es lo que había hecho.

Morán había esperado lo imposible del amor. Ahora se rendía.

Apartóse de prisa de la palmera, pasóse la mano por la frente, como quien se arranca de una pesadilla, y se encaminó a desensillar su caballo, que lo aguardaba en la oscuridad con las orejas inmóviles y alerta.

Su sueño había concluido.

Esta entrada fue agregada a la categoría Novelas.

Leave a Reply

Your email address will not be published. Required fields are marked *