Pasado amor

XXVI

Morán aprovechó ese mes de descanso para efectuar algunos trabajos descuidados. Ante todo, limpió sus plantas de yerba, por considerar que los dos años en que aquéllas se habían visto abandonadas a sus propias fuerzas de lucha, eran suficiente descanso.

La impresión de Morán sobre el cultivo de la yerba mate, tal como se efectuaba, no era muy risueña. Entendía él que se estaba forzando a las tiernas plantas a crecer, a agigantar precozmente un desarrollo que en condiciones naturales adquirirían sin prisa, paso a paso, evitando los peligros incidentales, acostumbrándose a los forzosos, procediendo con la sabiduría de la naturaleza, a fin de llegar más tarde a las grandes luchas de la sequía y del sol, con un organismo adaptado, sobrio y enjuto.

Las plantaciones nuevas prosperaban, sin duda, y la lujuria extraordinaria de las jóvenes plantas conquistaba a los especuladores. Pero aquel vicio no se obtenía sino a costa de un surmenage feroz, que hacía rendir a las plantas, en ocho o diez años, sus reservas para toda la existencia.

Morán había observado en plantaciones de apenas doce años, yerbas que por el achaparramiento del tronco, por sus deformaciones, por sus cánceres en los nudos, por su descortezamiento, por sus tejidos necrosados, ofrecían todos los estigmas de la decrepitud. En sólo dos lustros de sol, de remoción insensata de la tierra, de podas excitantes y agotadoras, se había logrado convertir un árbol de crecimiento cauteloso y destinado a vivir cien años, en un arbolillo rugoso, pudriéndose de senectud a los doce años de vida.

Los yerbales de la región sur, plantados en la mísera tierra de campo, eran los portaestandartes de este vicioso desarrollo infantil. Por el momento, las plantaciones de este tipo producían pingües cosechas. Bien. Morán quería ver lo que quedaría en breve tiempo de esos yerbales ferozmente exigidos y pésimamente alimentados.

En Iviraromí las condiciones variaban, pues la tierra de monte y sus grandes reservas de troncos caídos en el mismo yerbal, garantizaban por largos años la nutrición de las plantas. Así y todo, mientras se continuara asfixiando a las yerbas a razón de mil pies por hectárea, mientras se prosiguiera estimulándolas viciosamente por la poda, y agotándolas por el esfuerzo de reposición; mientras se continuara arrancándoles sistemáticamente su vida misma, vale decir sus hojas, sin permitir que una sola de ellas se perdiera en el suelo a tonificar la tierra esquilmada y hambrienta, Morán dudaba de que las infinitas plagas que acompañaban a la extenuación permitieran a yerbal alguno alcanzar los treinta años de vida.

—Éstos son los dioses —decía Morán a Ekdal, mientras conversaban sobre el tópico— que velan por el porvenir del joven Salvador. La misma risa que tuvo Pablo cuando usted le habló de prevenir epidemias, la tendrá Salvador cuando se hable de no forzar a sus plantas.

Una de esas tardes, mientras se hallaba Morán en su yerbal, fue arrancado de su tarea por un silbido de Inés, que desde la vera del bosque lo saludaba riendo. Estaba a caballo, con su traje de muchacha del Far-West, detenida ante el alambrado.

—¡Buen día, Morán! ¿Se retiraba ya?

—No.

—Entonces espérese un momento, y veo su famoso yerbal.

Y con jovial desenvoltura descendió del caballo, pasó bajo el alambrado de púa sin pincharse, y reptando y bajando de los grandes troncos caídos, estuvo por fin al lado de Morán.

—¡Uf! Hay demasiados palos en su yerbal… Muéstreme ahora lo que hace…

Morán le mostró sus plantas, llamando su atención sobre la forma de los tallos.

—Muy bien formados… ¿Pero no son finos para su edad? He visto otros más gruesos.

—Sí, como son gruesas las criaturas obesas. Mis plantas son sanas.

Y para hacerse entender más, confió a Inés las razones que tenía para estar satisfecho de su yerbal.

—Entiendo —dijo Inés—. Pero me parece que usted encara la plantación desde un punto de vista muy personal.

Usted hace filosofía y no agricultura.

—¿Yo? Yo soy agricultor, no comerciante.

—Los Iñíguez quieren obtener en seguida rendimiento de su dinero.

—Yo lo mismo. Pero tengo cariño a mis plantas. Cuando Salvador echaba abajo mil hectáreas de monte para airear su yerbal, le dije que respetara las palmeras, pues cinco o seis palmas por hectárea no quitarían sol a su yerbal. Salvador me contestó que las palmeras eran muy bonitas, pero no rendían un centavo, y que valía más una hoja de yerba que sus penachos inútiles. ¿Sabe usted ahora en qué gastará su plata el joven Salvador, cuando haya hecho una fortuna con su yerbal? En reponer a gran costo, y so pretexto de decoración artística, las palmeras que taló. ¡Arte, los Iñíguez! Pero así es el mundo.

Inés quedó un rato callada.

—Yo pienso —dijo al fin— que tal vez ellos procedan como es debido…

—Y de acuerdo —interrumpió Morán lanzando con todas sus fuerzas un palo a un tucán que pasaba volando— con las leyes biológicas tan caras a Inés Ekdal.

—Usted es tonto, Morán.

—Y usted está a mil leguas de serlo, Inesita.

Se echaron a reír, y volvieron juntos al paso por el camino que allí ascendía entre dos altas murallas de monte, ella silenciosa a caballo, él a pie a su lado, con la camisa oscurecida de sudor.

XXVII

Casi al fin de ese mes, Morán fue una tarde advertido por Aureliana de la presencia de dos mujeres junto al molinete.

—¿Qué quieren? —preguntó.

—Hojas de eucalipto… Son las de Hontou.

Morán soltó las herramientas. Eran, en efecto, Eduvigis y Alicia.

—Y bueno, don Morán. —dijo Eduvigis, sonriendo con sus dos dientes de menos, que la chica disimulaba bastante bien cerrando los labios al sonreír—. También nosotras venimos a pedirle eucalipto… Pero usted no va más por casa.

—Estoy ahora muy ocupado, Eduvigis —explicó Morán.

—¿Y de ahí? —Guiñó un ojo la muchacha—. ¡Tan ocupado, don Morán! … Bueno, yo voy a bajar unas hojas, si me permite…

Alicia y Morán quedaron solos. La chica alzó a él los ojos por un largo momento.

—Yo lo estaba esperando, don Máximo —dijo.

—Estaba muy ocupado —repitió Morán brevemente.

Alicia entornó los ojos, volviendo la cabeza a otro lado. Y al mirarla así Morán, el cuerpo de frente y la cara de perfil, tornó a sentir el frémito de deseo que Alicia, sin buscarlo, despertaba siempre en él. Pero se contuvo.

—¿Están altas las ramas? —Se dirigió a Eduvigis—. Puedo trepar a ayudarla…

No, gracias. Ya tengo suficientes.

Concluida la cosecha, Alicia se volvió otra vez a Morán, y con una débil y dolorida sonrisa:

—Don Máximo: ¿ya no me quiere más?

—¡Sí, mi vida! —explotó él, incapaz ya de contenerse.

Si la imagen de Magdalena se hubiera erguido en ese instante ante los ojos de Morán, él no la habría visto, velada por el destello de felicidad, descanso y dolor recompensado que irradiaban los ojos de Alicia.

—¿Cuándo va?

—Hoy mismo —murmuró Morán. Eduvigis llegaba ya.

—Entonces —tendióle la mano la muchacha— a ver si lo vemos pronto, don Morán… —Allá veremos…

—¡Hasta esta noche! —Dijeron los ojos de Alicia.

—¡Sí, sí, amor! —Afirmaron los de él. Pero Morán no fue. Hay sacrificios del deseo que sólo un hombre es capaz de apreciar.

XXVIII

Su yerbal ya en forma, Morán pensó en construir su quinta canoa, pues las dos primeras yacían en el fondo del Paraná, y las dos últimas habían desaparecido de noche, dejando en la playa tan sólo un trozo de cadena limpiamente cortada a machetazos.

Planeó y dibujó el fondo y las costillas de acuerdo con las novedades en deslizamiento descubiertas por los dirigibles y lanchas de carrera, y hasta pudo contar alguna vez con la ayuda de Ekdal, que llegó una mañana de paso con cinco cachorros de hurón diseminados por su traje blanco, y que fue una tarde ex profeso con su mochila de geólogo, a arruinar las grandes piedras de hierro mangánico que las chicas de Aureliana usaban para partir cocos.

Ekdal no entendía mucho de trabajos manuales, y apenas de remar; pero se prometía acompañar a Morán en sus inacabables recorridas del río, aventuras que no pudieron llevarse a cabo por lo que luego se verá.

La construcción de una canoa por un hombre solo es una cosa seria. Durante quince días Morán no salió de su casa, ni aun de noche. Ekdal e Inés, en cambio, fueron dos o tres veces a tomar té con él, sin que Aureliana hubiera tenido que preocuparse de otra cosa que de su agua hirviendo: Inés preparaba el té y llenaba la mesa de escones hechos por ella. La última tarde:

—¿Usted sabe que Magdalena llega la semana próxima? —dijo Inés a Morán. —Lo sé —repuso éste. —Debe hacérsele muy largo el tiempo. —No. Espero tranquilo.

—Puede ser que Halvard vuelva con ellas desde Posadas. Va allá el lunes.

—Si necesita algo de Posadas, Morán… —se ofreció Ekdal.

—Gracias. Nos hemos de ver antes.

—¿Mañana? —insinuó Inés—. ¿Por qué no va mañana? Son espantosos estos hombres con sus canoas.

—Bien, iré mañana.

Y quedó solo, arqueando hacia atrás sus dedos anquilosados por la presión constante de las herramientas, mientras se dirigía de nuevo a su taller.

XXIX

Ekdal se había ido el lunes a Posadas, y el miércoles la canoa quedaba calafateada, planchada y pintada. Satisfecho de su obra, se encaminó de noche al bar, llevando el propósito de pasar un instante a saludar a Inés; pero se contuvo, no queriendo dar lugar a cualquier chisme, dada la ausencia de Ekdal. Pero alegróse de ver llegar al día siguiente a su casa a Inés, a caballo, a devolverle su visita frustrada.

—Anoche oí sus pasos; pero cuando salí al patio, ya había usted desaparecido.

—No quise… —Comenzó Morán.

—Sí, ya sé —aclaró ella—. Usted y sus amigos son sudamericanos, y ha procedido bien. Yo soy de otra raza, Morán, y aquí estoy.

Y de un salto se halló en tierra, encantada una vez más del paisaje que se dominaba desde la casa de su amigo.

—Cuando yo compré esta meseta — explicó Morán— y el pedazo de monte que ve allí, todo el mundo se rió, porque aquí no había sino piedras y linda vista. «Si no lo viéramos trabajar como lo hace —dijeron en Iviraromí— creeríamos que Morán es poeta. Sólo a él se le ocurre dar mil pesos por este páramo». Ahora resulta que todo el mundo solicita mis piedras para construir, y gratis, porque son piedras; y Montserier, que no quiso pagar novecientos pesos por este retazo, indispensable para unir en un solo bloque sus dos mil hectáreas, estuvo aquí el mes pasado a decirme que un día u otro se vería forzado a comprarme mi propiedad para su mujer, porque tenía una espléndida vista al río. Inés: usted come a cualquier hora, ¿verdad?

—Yo sí —se rió la joven, enseñando al reír su fresca y sanísima dentadura.

—Entonces Aureliana nos va a servir lo que tenga.

Morán tomó apenas café; pero Inés comió alegre y abundantemente.

Tres días más tarde la visita se repetía, y al cuarto llegaban en lancha expresa a Iviraromí la familia de Iñíguez y Ekdal.

XXX

Esa misma noche Morán montaba guardia ante la ventana hasta las doce de la noche; pero Magdalena no se asomó.

Desde los días anteriores a su ausencia, Magdalena había pedido a Morán que dejara los tubos al pie del último poste de la quinta, y alejado, por consiguiente, cincuenta metros de la casa.

Nunca supo Morán cómo Magdalena, bajo el espionaje de una perfecta inquisición, alcanzaba caminando hasta allí, cómo se bajaba sin despertar sospechas, y cómo disimulaba los tubos, una vez recogidos. Algunos de éstos eran muy gruesos, pues Morán no escribía brevemente a su amada.

A las ocho o nueve de la noche, ahora, Morán dejaba su carta y recogía la de Magdalena. Se escribían así todos los días, y Morán leía en el bar la carta de aquélla, disimulándola en su libreta de fórmulas y apuntes. Allí mismo, aislado en una mesita, escribía la respuesta.

Morán no estaba seguro de que su leer y escribir noche a noche no provocara algún cambio de miradas de los contertulios, entre los que se contaban a veces Salvador y Pablo. Pero a éstos no les era fácil adivinar los secretos buzones de su correspondencia, y en cuanto a los otros, le tenía a Morán sin cuidado lo que pudieran pensar.

Una noche, al abrir una carta de Magdalena, Morán quedó inmóvil. Su novia, convencida al fin de que la engañaba con Inés Ekdal, rompía con él. «Le había costado mucho convencerse. Hubiera preferido estar muerta antes que creer eso. Ya no tenía remedio».

Leído esto así, fríamente, con los antecedentes que poseemos, cuesta creer la impresión que produjo en Morán. Los celos le habían sido sugeridos a Magdalena por su familia, sin duda alguna; pero ello probaba una vez más la influencia fatal que la familia continuaba teniendo sobre el corazón puro y el espíritu débil de la menor.

¡Ah! ¡Libertarla de ellos, reeducarla, transformar en alto y claro juicio el último desecho que desbordaba de su bondad! ¡Pero cómo, sometida como estaba a la tortura diaria de la insidia, del espionaje, del desprecio, del infierno!

Esa noche no escribió en el bar. Salió solo y fue por las picadas lóbregas hasta el río blanco de luna, y cuando llegó a su casa, sombrío y amargado como la hiel misma, oyó dentro de sí la voz de Inés que le decía:

—Ayúdela a luchar, Morán…

Bruscamente, como suele pasar con los dolores creados por el propio corazón, y que se van acumulando sin descanso para ahogar una luz que no se quiere ver surgir, Morán pasó del ateísmo más exasperante a la fe más cándida.

Y escribiendo mentalmente y casi palabra por palabra la carta que enviaría al día siguiente, se durmió feliz.

Esta entrada fue agregada a la categoría Novelas.

Leave a Reply

Your email address will not be published. Required fields are marked *