XXI
En Iviraromí se observó con el asombro del caso que Salvador y Morán no se hablaban ya, cambiando apenas un breve saludo. Esto, añadido al recuerdo del sitio preferentísimo que ocupara Morán en el afecto de los Iñíguez, y a los chismes de los sirvientes que no habían dejado de correr, ilustró posiblemente a todos sobre la tormenta sentimental que se había desencadenado en casa de los peruanos.
Inés Ekdal fue de las primeras en enterarse del contraste. Morán, por lo demás, se confió completamente en ella.
—¡Cuánto me alegro! —dijo Inés—. Hubiera sido horrible que una criatura como Magdalena quedara para siempre secuestrada por esa gente. ¡La rabietita que debe de tener la señora! Usted, Morán, creía disimular mucho cuando estaba con Magdalena; pero se vendía como un niño. ¿Y qué van a hacer ahora?
—No sé —repuso Morán—. Lo que sé, es que me siento profundamente ligado a ella. Y no sé tampoco qué podría separarnos.
—¡Oh, yo de ella estoy segura! Nada me ha dicho, pero lo sé. ¿Y cómo se comunicaron?
Morán la enteró del desfile de mensajeros con cartas, todos sucesivamente interceptados. Desde el día anterior había en lo de Iñíguez orden terminante de que ningún extraño a la casa se aproximara a Magdalena.
—Voy, pues, a estudiar el problema. Hasta mañana, Inés. Vendré de noche un rato.
—Hasta mañana, entonces. ¿Sabe una cosa, Morán? Que usted tiene veinte años.
—¡Gracias a Dios! —Sonrió Morán.
XXII
Morán, en efecto, debía preocuparse de la incomunicación que los amenazaba, y así lo hizo, entre machetazo y machetazo en el monte. Halló por fin lo que buscaba, en el arbitrio de un palito cualquiera, suficientemente raspado y sucio, hasta adquirir un inofensivo aspecto de palo rodado. Palitos como éste abundaban en todos los sitios, y mucho más en la quinta de los Iñíguez, lindera con el monte.
Sólo que ese palito estaría taladrado, y en su interior llevaría una carta bien arrollada. Un poco de barro en ambos extremos completaría su trivial aspecto.
Esa misma tarde llegaba por vía regular la última carta de Magdalena, y con un mensajero totalmente inesperado. Morán la contestó, indicando el poste de la quinta a cuyo pie él dejaría caer esa noche el tubo (así convenían en llamarlos), y que él recogería a la noche siguiente, con la respuesta.
Morán estudió las ramas que más se prestaban para ese fin, fijando sus preferencias en el tártago.
Meditó una actitud, una palabra de connivencia que pronunciada delante de Magdalena, indicara a ésta la presencia de un aliado.
Planeó el modo de escribirle en el seno mismo de la familia, por medio de petitorios dirigidos a la señora por una pobre mujer cualquiera, y cuyo sentido oculto Magdalena descifraría.
Indicó el limón en el dorso de una circular y estudió con calma el procedimiento a seguir para escribirse desde Buenos Aires, desde Lima o desde el fin del mundo —llegando a resolver satisfactoriamente las dificultades.
Hecho todo lo cual descansó tranquilo, pues si su corazón tenía veinte años, su espíritu ha tiempo los había
cumplido ya.
—¿Conoce usted la última aventura en el establecimiento de los Iñíguez? — preguntó Ekdal a Morán esa noche.
—No —respondió éste—. Pero si es algún chasco pasado a Pablo con su revólver, nada me sorprendería.
Aludía a la costumbre aristocrática de Pablo de poner su revólver en las sienes de los peones, por poco que éstos se equivocaran al efectuar un trasplante en su presencia.
Esta vez, sin embargo, tratábase de Salvador. Habiéndose decidido a emplear por primera vez la azada en la carpida de las calles del yerbal, Salvador, so pretexto de que no podía apreciarse el costo de ese trabajo, nuevo en el establecimiento, fijó a la tarea un precio irrisorio: digamos quince pesos por hectárea. Los peones mostrábanse muy desanimados; pero Salvador les habló uno por uno, desde lo alto de su caballo, con las siguientes palabras:
—Vamos a hacer un ensayo solamente. Si vos perdés, será por una sola vez. Tenemos tarea de azada para muchos años, y entonces habrá otro precio.
Este razonamiento, reforzado por la elegante figura del patrón, sus guantes eternos y la fatal seducción del sahib, decidieron a los peones.
La carpida a azada no costaba entonces, en el mejor de los casos, menos de cuarenta pesos por hectárea. Los peones ganaron en hambre y miseria de sus familias lo que habían perdido en el trabajo. Fue sólo un ensayo, es cierto; pero Salvador, satisfechísimo de él, había reducido ese mes en cuatro o cinco mil pesos los gastos del establecimiento.
—Le he oído al mismo Salvador — concluyó Ekdal—, alabarse de su fino ingenio. Yo desearía mucho saber qué clase de dioses velan por el alma de ese muchacho.
—Ya los conocemos, Ekdal — respondió Morán—. Pero faltan otros, que se harán sentir a su tiempo. ¿Usted ha visto el yerbal de Menheir, reputado como el mejor de Misiones?
—No, pero me gustaría conocerlo.
—Iremos juntos allá algún día. Pues bien, la plantación de Menheir, extraordinaria de lujuria a los cinco años, próspera todavía hoy, será un desastre dentro de diez años más. Para alentar ese desastre velan los otros dioses de los Iñíguez. Ya hablaremos de esto.
—Sí, dejen las yerbas —apoyó Inés.
—¿Ha visto a Magdalena, Morán?
—No —contestó éste—. No me extrañaría nada que la tuvieran secuestrada.
—Mientras rezan todos. ¿Sabe lo único que me disgusta en Magdalena, Morán?: su fanatismo.
—No es fanática Magdalena.
—De Dios y de la Virgen, no; pero sí de su madre, de su familia, de su incultura tradicional. Es la criatura más santa que yo he conocido. Y no me alegraría mucho, sin embargo, de verlo casado con ella.
—¿Por qué, Inés?
—Porque usted es un Dios para ella, pero su madre es otro Dios. Mucho cuidado, Morán.
Morán quedó pensativo. No era la primera vez que ese posible conflicto acudía a su mente. Si para Magdalena, como decía Inés, él era un Dios, para la señora él era el diablo, sin metáfora. Por su carácter, por su áspera libertad, por su cultura, por su falta de creencias, Morán encarnaba para la madre la ciencia y la perdición ateas; esto es, el infierno. Como amigo solamente, pudo algún día haber gozado de todo el favor de la fanática dama; pero muy distinto era ser admitido en la familia, a condenar el alma de todos.
Esto, en cuanto a la señora. Por parte de los aguiluchos, ellos sólo veían en Morán, como posible cuñado, a un individuo al que no podrían imponer su voluntad.
—Sí —reanudó Morán—. También lo he pensado yo, Inés… Pero hay motivos superiores…
—¿Que usted no podría vivir sin ella? ¿No es cierto?
—O sin la esperanza de que fuera mía. ¿Usted sabe lo que es entrever la redención de sí propio y de todos los desalientos que marchitan la vida? Eso es Magdalena para mí.
—Y usted, para ella, el ideal y el fin de su vocación.
—Así lo creo, Inés. —Y agregó esto —: Si Magdalena fuera inteligente, la mitad de usted, Inés, no me habría querido como me quiere.
—¡Exactísimo, Morán! —Se echó a reír la joven—. Por suerte el corazón y la vida de Magdalena son enteramente suyos… y creo también que desde el momento de nacer. ¿Cree usted en el destino, Morán?
Las líneas del rostro de éste se acentuaron.
—Si no creyera en él —repuso—, hace rato me habría apartado del camino de Magdalena.
De las jaulas del zoo surgió Ekdal con un coatí bajo un brazo, y una víbora colgada por la cola, del otro.
—Cuando usted tenga tiempo para mí —dijo a Morán—, vamos a estudiar la resistencia del coatí al veneno de las víboras. He hecho morder a éste por la yarará que usted ve, hace una hora. Y está, yo creo, tan sano como usted y como yo.
—Con gran placer, Ekdal —asintió Morán—, pero cuando esté más tranquilo. Las serpientes me asustan en estos días.
—Porque está usted construyendo su paraíso —sonrió Inés. Y al hacerlo echó atrás, como tenía ella por costumbre al sonreír, su bella y pura frente.
XXIII
La correspondencia misteriosa proseguía sin tropiezos, manteniéndose Morán por ella al tanto del ambiente que reinaba en casa de los Iñíguez. Como debido a la extrema vigilancia Morán no podía arriesgarse a dejar de día su tubo al pie del poste, se levantaba a las tres de la mañana, y bajo las más negras tinieblas que puede deparar una noche de temporal, iba casi a tientas a depositar su carta, asegurándose de la buena pista tan sólo por el chapaleo del barro bajo sus pies.
Aunque Morán poseía la singularidad de despertarse a la hora que quería, sin errar en un minuto, perdió una mañana en el taller componiendo su viejo despertador. Y no dejaba luego de hacer un singular efecto, a aquellas altas horas y en aquel remotísimo rincón del bosque, oír resonar un timbre, y ver salir a un hombre del carácter del nuestro que, bajo un chorreante capote, llevaba en un tubito de palo una tierna carta de amor.
No siempre hallaba Morán respuesta. Malas horas aquellas, como las de cierta noche en que hallándose con un tobillo muy hinchado y dolorido, debió ir sin embargo en vano, para regresar rengueando atrozmente, y con un semblante que no hubieran querido por nada encontrar en su camino las chicas de Aureliana.
Más de una vez Morán se detuvo frente a la ventana de su idilio, con la loca esperanza de hallar a Magdalena. No la vio nunca; pero oyó en cambio el murmullo resonante con que la señora y sus dos hijas rezaban todas las noches el rosario.
—Inés tiene razón —decíase Morán en estas ocasiones—. La religión no ha tocado el corazón de Magda, pero ha sepultado su voluntad. El día en que deba decidirse entre su madre y yo, estoy perdido.
Muy en breve debía sentir confirmado en parte su temor.
Una mañana llegó Adelfa con dos cartas de Magdalena. En una le anunciaba que dentro de un instante le escribiría por imposición de su madre; en la otra le pedía sus cartas y se despedía de él para siempre. Sin decir una palabra, Morán tendió al emisario las cartas solicitadas en un montón sin orden ni concierto.
Pero a pesar de la advertencia de Magdalena, se sentía disgustado. La religión pesaba de modo abrumador sobre ella. Habíale sugerido ya un doble juego para su salvación: engañarla a su madre con él, y a ambos con su conciencia.
—Tenía usted razón —dijo esa noche a Inés, cuando la hubo enterado de la doble carta.
—Vamos afuera —respondió la joven, sin contestar directamente.
Fueron, evitando la humedad del suelo, a sentarse en medio del camino, trillado por el rodar de los carros que en esos días transportaban gajos verdes de yerba.
—No, no tiene usted razón — observó entonces Inés—. Magdalena no ha tenido hasta ahora ocasión de sacar a luz su personalidad. El primer contraste la toma de sorpresa. Deje que se acostumbre a la lucha, que se vea vencida al principio; no importa.
—Pero fue usted misma —no pudo menos que recordar Morán— quien temió por mí.
—Y temo siempre; pero dénos ocasión, a ella y a mí, para la prueba. ¡Es tan oscura y peligrosa entre ustedes la educación de la mujer!
Se detuvo un momento. Luego, fijando de pleno sus ojos en los de Morán:
—¿Usted se da cuenta, verdad, del gran temor de la señora al secuestrar casi a su hija?
—Creo que sí —repuso él brevemente.
—Muy bien. Un instinto de pasión y de sacrificio como el de Magdalena, en el ambiente en que se ha desarrollado, resistiendo violentamente a la deformación, no conoce al lado del hombre amado otro lugar que sus brazos. ¿Y sabe usted ahora lo que yo hacía quince días antes de casarme? Pasar tres días con Halvard, juntos y solos, en una excursión de verano.
—No creo, en efecto, que la señora de Iñíguez consintiera…
—Ni ella ni nadie, con su religión latina. —Y la raza, Inés.
—No, la religión. Lo que primero se nota en las mujeres de ustedes es la abolición del sentimiento de la responsabilidad. Se la ha disuelto totalmente en la hipocresía. Eduque a su Magda, Morán. Puede hacer de ella una gran mujer. No olvide que si usted es el diablo para la madre, para la hija es el dios… a redimir.
—Lo mismo da —repuso Morán, malhumorado.
—¡Vamos, Morán! ¿También es usted católico para la lucha?
Morán no respondió. Veía en sueños a su Magda criada en otro ambiente, educada de otra manera. ¡Qué felicidad hubiera sido entonces la suya, alentado por ella! ¡Y qué dulzura de comprensión y descanso para su frente, bajo las manos de una mujercita así!
Reeducarla… Inés decía bien. ¡Si apenas tenía 17 años Magdalena! Bruscamente, pasó del desaliento más negro a la más clara esperanza.
—Inés —dijo tomándole ambas manos—: ¿qué fallas tiene usted?
—¿Yo? Estoy llena de ellas. Sólo que usted no las percibe… por su raza y su educación latinas.
—Yo no soy latino.
—Eso cree usted. Lo es hasta la médula de los huesos. Volvamos — concluyó recogiendo su silla de paja—. Está demasiado fresco.
Adentro, Ekdal trabajaba. Morán se retiró al rato, llevando de su conversación con Inés un mundo de
ilusiones.
XXIV
Una semana más tarde los Iñíguez, exasperados por la resistencia de Magdalena, la llevaban a Buenos Aires.
Morán lo supo el día antes por la misma Magdalena.
«Estáte tranquilo—le escribía—. Podrán hacer de mí lo que quieran, pero no que deje de amarte. Así se lo he dicho a mamá. No me escribas. Yo lo haré todos los correos, y si pasa uno sin que recibas una carta, puedes estar seguro de que me he muerto, pero no de que te he olvidado. Ten confianza en tu Magda, chiquito mío, y no te inquietes. Pronto volveré y seremos de nuevo felices».
Morán hizo lo indecible esa noche para ver a Magdalena. Montó guardia ante la ventana hasta altas horas, desesperado por verla y besarle las manos. Una sola vez alcanzó a distinguirla cruzando la penumbra. La vigilancia debía ser extrema para que su Magda no se hubiera detenido un instante contra la reja, a mirar las tinieblas. Y ante la evocación de la familia entera en acecho, los ojos y el semblante de Morán se ensombrecieron con sus más duras líneas de batalla. Recordó la palidez de Pablo cuando al día siguiente de ser sorprendido por él, lo detuvo en mitad del camino a devolverle un plano de Salvador. Y al encogerse ahora de hombros, como lo hizo antes, sintió más profundo, tenaz y triunfante su amor por el retoño puro y pasional de aquel viejo árbol carcomido de miserias, de cálculos y fanatismo.
Desde la ventana del taller Morán vio pasar el break que llevaba al puerto a la señora de Iñíguez y sus dos hijas, acompañadas por Salvador. Siguió con los ojos el carruaje que descendía el camino perdiéndose bajo el monte, para reaparecer un instante, cada vez más lejos, en dos claros del bosque. Vio salir el vaporcito, lo vio huir y desaparecer tras la gran restinga del acantilado, y Morán quedó solo, sumido en dulcísima melancolía.
XXV
La oficina de correos de Iviraromí era entonces un poco de todos. Los plantadores de yerba retiraban del montón de cartas su correspondencia urgente, y Morán había tenido buen cuidado, desde un tiempo atrás, de llegar siempre temprano a las oficinas, cuando las bolsas no habían sido aún abiertas. Ayudaba así a la distribución, lo que le permitía escamotear todas las cartas de Magdalena dirigidas a sus hermanos, pero que traían subrayada la dirección.
Tales cartas estaban escritas a su destinatario oficial, y nada se hubiera descubierto, de haber aquéllas llegado a destino. Pero Morán sabía que estaban dirigidas a él, pensando en él, con detalles y expresiones para él, y eso le bastaba.
Llegaban, bien se ve, otras cartas de Magdalena; pero éstas, sin subrayado alguno, seguían hasta sus destinatarios.